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– Juro que así es. -S.T. juró en falso sin el menor remordimiento.

– ¿Y tú? -Luton le dirigió una curiosa mirada-. ¿Estás seguro de que tus escrúpulos lo soportarán? ¿Serás capaz de llegar hasta el final? No sé mucho de ti, Maitland. Tu hermano era lo más lanzado que he conocido, y estaba dispuesto a cualquier barbaridad, pero tú pareces ir y venir de una forma un tanto extraña.

S.T. se encogió de hombros.

– Mi hermano era un lunático.

Luton se aclaró la garganta y frunció el ceño.

– Mis disculpas. No tendría que haber hablado de cosas que pueden causarte disgusto.

– No tiene nada que ver conmigo -aseguró S.T. mientras se apoyaba en un muro de poca altura-. Todo el mundo sabía que era un canalla asesino, que para colmo arruinó a mi padre. Si una prostituta no le hubiera roto el cuello, lo habría hecho el verdugo. -Y soltó una risita-. Qué más me da. Jamás tuve nada que ver ni con el padre ni con el hijo.

Una leve sonrisa jugueteó en torno a la boca de Luton.

– Te muestras muy frío al respecto.

– Puede que yo también esté un poco loco.

Luton, sin dejar de sonreír, asintió con lentitud.

– Eso está bien -aseguró-. Me gustan los locos. Tu hermano me gustaba. Era un fantástico animal indomable. Fue una pena que no pudiese mantener la cordura.

– Una pena. Quizá toda la sangre de la familia esté maldita. Una gitana me advirtió que tendría suerte si no acababa yo mismo en el cadalso. -S.T. se cruzó de brazos y echó la cabeza hacia atrás para mirar al cielo-. Pero mientras tanto, tengo la intención de disfrutar todo lo que pueda.

Luton le rozó el brazo.

– Únete a nosotros. Lo que tenemos planeado es el placer último, amigo mío. El acto final.

S.T. bajó la cabeza y miró al otro hombre.

– ¿Te lo has imaginado alguna vez? -murmuró Luton mirándolo a los ojos con extraña intensidad-. La violación final. El pecado definitivo contra Dios y contra el hombre. Todo lo demás ya lo hemos experimentado, y ahora estamos maduros para alcanzar la cúspide de la excitación. Piénsalo, Maitland. -Sus labios se curvaron con el resplandor de una sonrisa-. ¿Has pensado alguna vez cómo sería el clímax con una joven bajo tu cuerpo en medio de los estertores de la muerte?

Leigh se detuvo en la cresta del páramo. Allá abajo, dos sendas de coches en buen estado seguían la ribera del río. El arroyo, ahora helado, atravesaba el valle; era de un blanco opaco allí donde en verano salpicaba las rocas, y de una tonalidad más oscura en las pozas profundas, hielo translúcido sobre un fondo marrón.

Al fondo del valle distinguió el vado por el que la carretera cruzaba el río. Las colinas todavía ocultaban el pueblo a la vista, el lugar que Chilton denominaba el Santuario Celestial.

Un jinete solitario iba por la senda a lomos de un caballo que Leigh reconoció pese a la distancia. La yegua negra frisona de Anna de crines largas y onduladas y cascos ligeros había sido un regalo sorpresa en la fiesta de la Epifanía de hacía dos años. La engalanaron con orgullo: su madre había adornado las bridas de plata y Leigh y Emily habían entretejido lazos rojos en sus crines y cola de seda.

Ahora el regalo que habían entregado con tanto cariño e inocencia trotaba ante ella con Jamie Chilton sobre sus lomos.

Leigh recordó lo que era el odio.

El recuerdo de su familia fue como una bofetada, como si despertase de un sueño. Su respiración se aceleró y se volvió entrecortada; se oyó a sí misma al borde de un estremecedor sollozo cuando apretó la espada.

Aquel hombre le había quitado todo cuanto amaba, no iba a permitir que le quitase nada más.

A su lado, Nemo pareció contagiarse del mismo frenesí. Se acomodó sobre el vientre, con las orejas alerta y los dorados ojos fijos en la figura que se movía hacia ellos. Leigh instó al zaino a seguir adelante, y el lobo al instante reinició la marcha a su lado. Cuando estaban a media colina, el zaino inició un trote y Nemo lo siguió a la misma velocidad, la mandíbula abierta, deslizándose a grandes saltos por la vertiente a medida que aumentaba la velocidad.

Leigh desenvainó la espada. El zaino cambió a un trote ligero y se lanzó colina abajo directo a atacar a Chilton. Leigh vio cómo el hombre levantaba la vista y la miraba. El viento movía las crines del caballo, y golpearon su rostro cuando se inclinó hacia delante; el aire pareció tirar de la espada y ponerla con la punta hacia arriba mientras el movimiento del zaino le impulsaba el brazo. Por el rabillo del ojo vio cómo Nemo corría a su lado, como una mancha mortal de color crema y de sombras, para cortar la retirada a su presa.

El suelo pasaba a toda velocidad y era una especie de borrón verde con tonos grises. Los ojos le escocían por el frío y la velocidad; las riendas parecían habérsele enredado en la mano izquierda, y en las orejas no oía otra cosa que el sonido del viento y de los cascos de su caballo.

Chilton se levantó y apoyó los pies en los estribos. Su boca no era sino un abierto agujero oscuro, pero Leigh no lo oía. Dejó atrás la vertiente a todo galope. Chilton espoleó a la yegua. El caballo pegó un salto hacia delante y respingó ante el ataque de Nemo; Leigh sintió un momento de terror ante la posibilidad de herir a la yegua.

Después, llegó a su objetivo y la espada silbó en el aire sobre la cabeza de Chilton.

Él la evitó al tirar de las riendas. La yegua se echó atrás y se quedó a una pulgada de los amenazadores dientes de Nemo, que se apartó para que no lo golpease con sus cascos. Leigh pasó como una exhalación y erró en su objetivo por pocos centímetros, incapaz de mover bien las riendas con una sola mano. Frenó al zaino, buscó una rienda suelta con la mano, e hizo dar la vuelta al caballo mientras enarbolaba la espada del Seigneur con la punta hacia el cielo. Nemo había descrito un círculo y se había situado en el flanco de la yegua, con la presa atrapada entre ellos, y se lanzó sobre la pierna de Chilton con un rugido salvaje.

Mordió la bota de Chilton, pero el hombre no hizo el más leve ruido. Luchó en silencio, y se defendió del lobo a golpes de fusta. Leigh lanzó al zaino de nuevo hacia él. Apuntó la espada hacia él con mano temblorosa. Todo parecía ir demasiado deprisa y demasiado despacio a la vez; no era capaz de controlar al zaino, no lograba mantener la mano firme, y veía el gesto de dureza en la boca de Chilton y sus ojos que giraban mientras se defendía e hincaba las espuelas en su montura para dirigirla hacia el espacio que quedaba entre ella, el lobo y el río.

La espada cortó el aire con un silbido y fue a clavarse en el abrigo de Chilton; Leigh sintió la repentina resistencia a su agarre, y tiró de ella con desesperación para no perderla. Logró liberarla de un tirón, pero el hombre inició un movimiento; no podía hacer otra cosa que atacar a la desesperada. La hoja redondeada se deslizó por el cuello del hombre sin causarle ningún daño, y solo un movimiento desesperado puso la punta de nuevo hacia arriba y se la clavó en la mejilla.

La sangre salió a borbotones del corte y cayó por su rostro, pero Chilton continuó sin emitir sonido alguno. Parecía un demente; había perdido el sombrero y su cabello ondeaba como una nube de color naranja.

La yegua se movió hacia delante, fuera de su alcance. Nemo había hincado los dientes en el tobillo de Chilton e iba medio corriendo y dando saltos sobre las patas traseras. La fusta se movió de nuevo hacia él, y Nemo soltó su presa. De un salto, el lobo se colocó delante de la yegua para cortarle el paso, pero Chilton tiró con fuerza de las riendas para llevarla hacia un lado y le clavó las espuelas. Leigh se lanzó, inclinada sobre el cuello de su caballo, y dirigió la espada a la espalda de Chilton. Encontró resistencia, pero no estaba lo bastante cerca para clavarla bien.

El zaino se apartó con un respingo de los rugidos de Nemo. El súbito movimiento desplazó a Leigh de la silla. Se agarró con fuerza del cuello del animal, apretó las piernas a ambos lados de la silla de montar e hizo uso de toda su fuerza para mantenerse montada. Cuando recuperó el equilibrio y encontró de nuevo las riendas, Chilton ya corría con la yegua a todo galope.