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Leigh espoleó al zaino para ir tras él, y se unió a Nemo en la persecución. La cola de la aterrorizada yegua flotaba tras ella y se movía como un estandarte negro. La frisona era rápida, pero Nemo y el alto zaino iban ganando terreno, galopando sobre la helada senda. Leigh lanzó una rápida mirada por encima del hombro y vio que se dirigían hacia el Santuario Celestial. De nuevo espoleó al caballo, inclinada sobre su cuello, con los dedos de la mano que agarraba la espada enredados en sus crines y la hoja enarbolada en lo alto.

Allá adelante distinguió gente en la carretera. Sus figuras estaban desdibujadas. Tragó aire, jadeó para recobrar fuerzas, y no escuchó otra cosa que el golpear de los cascos y el latir de su corazón. Apenas oyó una especie de suave chasquido, y vio cómo Nemo se tambaleaba. El lobo, de pelambre clara, se fue al suelo de cabeza con un fogonazo y se puso en pie de un salto cuando ella pasó a su lado como una exhalación.

La yegua se movió hacia un lado delante de ella y se dirigió hacia el vado del río. El brazo de Chilton se alzó y dejó caer el látigo con fuerza. La yegua dio un salto enorme, como si quisiese pasar por encima del río, y cayó justo en el medio. Leigh vio cómo se rompía el hielo al caer. Chilton salió disparado por encima de su cuello y la yegua recuperó el equilibrio. En ese momento Leigh alcanzó la orilla a lomos del zaino. La joven gritó con alegría malsana y se echó hacia atrás para dar el salto, a la vez que manipulaba la espada ahora que tenía al enemigo al alcance de la mano.

El zaino se dispuso al salto. Levantó los cascos delanteros en el aire.

Agua.

El caballo se negó a seguir adelante y se lanzó a un lado, lo que hizo que Leigh saliese despedida de la silla y diese una voltereta en el aire.

Cayó al vacío. El mundo empezó a girar a su alrededor. Agua. La vio como una especie de fogonazo ante sus ojos. El hielo y un intenso dolor la golpearon como una explosión. Agua, agua, agua, agua…

Paloma de la Paz se sentó sobre la cama de la habitación de S.T.

– Yo no me voy -dijo ella plácidamente-. Me quedo aquí con vos.

S.T. no le hizo caso y abrió la cartera.

– Tienen el carricoche preparado para llevaros hasta Hexham. El billete de la diligencia está pagado hasta Newcastle. ¿Cuánto dinero crees que podréis necesitar entre las dos?

– Dádselo a Castidad -dijo Paloma, y apartó la cartera de ella-. Yo no voy a abandonaros, después de todo lo que habéis hecho por nosotras.

– No tienes por qué pensar que me abandonas -dijo S.T. con impaciencia-. Os quiero a las dos lejos, donde podáis estar a salvo.

– Señor Bartlett -dijo Castidad con voz muy suave-, yo no tengo adónde ir.

S.T. tomó aliento.

– ¿De dónde procedes?

– De Hertfordshire, señor. -E inclinó la cabeza-. Pero perdí a mi padre hace tiempo y mi madre no tiene trabajo, allí tendré que vivir de la caridad, señor. -Movió las manos vendadas y apretó la una contra la otra, a la vez que se humedecía los labios-. Por favor, señor, no quiero volver al asilo de los pobres.

S.T. posó la mano en el hombro de la muchacha.

– Seguid juntas. Quédate con Paloma. Yo os daré dinero suficiente para que podáis buscar trabajo.

– No tenemos referencias -dijo Paloma de la Paz sin alterarse-. Nadie nos contratará.

– Por Dios bendito, yo os escribiré cartas de recomendación. Tenéis que iros de aquí. Os quiero lejos de Luton.

– Yo no le tengo ningún miedo -declaró Paloma mientras le dirigía una sonrisa brumosa-. Mientras vos estéis a mi lado.

– Ni yo tampoco -aseguró Castidad con decisión.

– Pues aquí no podéis quedaros. -A grandes zancadas se acercó a la ventana y miró por ella-. Yo tengo cosas que hacer y no puedo hacer de niñera. Y, maldita sea, ¿adónde diablos ha ido Leigh con mi estoque? Ahora no es momento de jugar, ¡que el demonio la lleve! -Se dio la vuelta, cogió a Castidad del brazo y la empujó con suavidad hacia la puerta-. Venid y sed buenas chicas.

Castidad se volvió hacia él y le rodeó la cintura con los brazos.

– Os lo ruego, señor, no me echéis de aquí. La familia de Paloma de la Paz no querrá saber nada de alguien como yo; son gente muy importante.

– ¡Castidad! -dijo con voz aguda Paloma de la Paz -. No digas bobadas.

Castidad se soltó y se volvió hacia la otra joven.

– Es la pura verdad, y tú lo sabes. Tienes una gran casa, un padre y una madre, eres toda una dama.

– ¡Eso no es cierto! -Paloma se puso en pie-. Yo soy huérfana. Soy exactamente igual que tú.

S.T. alzó la vista rápidamente. La voz modulada de Paloma tuvo un efecto fuerte e inmediato sobre él.

– Que el diablo me lleve -dijo con incredulidad-. No es posible que aprendieras a hablar así con las enseñanzas de Chilton.

– ¡Sí que aprendí! -Hizo un mohín con el labio inferior-. ¡Mi madre me obligaba a robar en las calles!

– Tonterías. -S.T. cruzó la habitación y cogió a Paloma por los hombros-. ¿Cómo te llamas en realidad?

– No me acuerdo.

S.T. le pegó una sacudida.

– Escúchame, imbécil, si tienes una familia que puede acogerte, te obligaré a decírmelo.

– ¡Soy huérfana!

– ¡Eres una dama! -gritó Castidad-. Tú, Armonía y muchas de las otras lo sois, con vuestros aires elegantes; todas nosotras lo sabíamos, y también que el maestro Jamie te quería más que a las demás. Siempre eran las muchachas elegantes las que escogía para subirlas de categoría.

– Eso no es verdad. Mira Luz Eterna. -Paloma miró a Castidad con furia-. Ella fue elegida y procedía de un puesto de costura de Covent Garden.

– Ahí lo tienes, y no llegó muy alto, ¿a qué no? Volvió llorando a la mañana siguiente porque tenía el mal francés y no era adecuada. Las que de verdad ascienden, jamás regresan a este mundano valle de lágrimas.

S.T. se olvidó de Paloma, bajó las manos y se quedó mirando a Castidad de hito en hito.

– Pero fue elegida -insistió Paloma de la Paz.

– ¡Y volvió! -respondió Castidad con tozudez.

– Cuando el maestro Jamie eligió a Fe Sagrada para el ascenso, ¿volvió al día siguiente? ¿A qué no? Ni Sión ni Pan de Vida, y todas eran muchachas de buena familia.

– ¡Dios mío! -susurró S.T.-. ¿No volvieron nunca?

Castidad negó con la cabeza.

– El maestro Jamie las eligió para ascender.

– ¿Y jamás regresaron? ¿Estás segura?

– Subieron a los cielos -aseguró Paloma-. Eso fue lo que nos dijo el maestro.

S.T. se volvió hacia la ventana. Eran los últimos momentos de la tarde; Luton había abandonado la posada a caballo hacía media hora. La sospecha que empezaba a tomar forma en la mente de S.T. era tan absurda que apenas podía creerla. Luton y sus amigos podían tener las fantasías más siniestras, podían hablar de ellas para hacerlas parecer más reales, puede que hasta llegasen a cometer algún asesinato aislado si se creyesen lo suficientemente seguros para llevarlo a cabo, pero más allá de eso, S.T. ni siquiera se atrevía a especular. Había querido que Paloma y Castidad se fuesen de allí, alejarlas de Luton; aquel hombre era un animal sin moral, se mirara por donde se mirase, y podía, si se excitaba lo suficiente, si se sentía lo suficientemente seguro, si veía la oportunidad, ser capaz de hacer realidad sus imaginaciones.

Pero que hubiese algo más…; más que la amenaza de un crimen aislado y fruto de la improvisación… resultaba increíble.

Miró a Paloma de la Paz.

– Para esas «ascensiones», ¿puede resultar elegida cualquiera?

– Sí. Él lo ve en una visión.

– ¿Elige a un hombre alguna vez?

– Pues claro que no. Ellos ya han sido elegidos; no necesitan volver a nacer. -Paloma abrió unos ojos como platos-. ¿Creéis que ascender es una maldad? Él pertenece al diablo, y eso debe de ser un pecado monstruoso. Ahora iréis y lo mataréis, ¿verdad? -Le dirigió una sonrisa radiante-. ¡Qué maravillosamente audaz sois!