Capítulo 22
Dulce Armonía asió las manos de las jóvenes que tenía a ambos lados y observó cómo el maestro Jamie se acercaba con movimiento rígido a las cortinas de color púrpura de la parte frontal de la iglesia. Su corazón latía con fuerza; parecía incapaz de controlar la respiración.
Pronto… pronto… tan pronto como terminase el servicio lo haría.
No se atrevía a mirar ni a un lado ni a otro, ni a buscar a nadie con la vista. El maestro Jamie estaba cambiando. Miraba a su alrededor a menudo, como si lo supiese. Cuando sus ojos se cruzaron con los de ella, Armonía sintió un estremecimiento que la recorrió desde la garganta hasta el vientre; no podía ni tragar saliva. El hombre la miró durante largo rato; el arañazo de su mejilla tenía un fuerte color rosa y rojo a la luz de las velas. A continuación alzó los brazos.
La mano derecha no alcanzó la misma altura que la izquierda, sino que fue presa de violentos estremecimientos y, con los dedos abiertos, blanca y temblorosa, destacó sobre el brillante trasfondo de color violeta.
– ¡Oye mi grito, oh Señor! -gritó el hombre-. Los agentes de Lucifer han venido a perseguirnos; el infierno nos envía diablesas a aguijonearnos y bestias demoníacas a desgarrarnos, pero Tú has hecho que un caballo, una bestia sin alma, una de tus humildes criaturas nos entregue a la bruja. Nos has mostrado que la naturaleza está de nuestra parte; ¡toda la creación divina se alzará contra esta maldición! No sucumbiremos al miedo. La bruja no escapará a nuestra venganza, ¡hecha en tu sagrado nombre!
– ¡Venganza sagrada! -gritó alguien. Era la voz de Ángel Divino.
Otros susurraron y murmuraron, pero no se oyó el grito estentóreo que en otros tiempos se habría alzado al unísono.
Armonía sabía que todos recordaban el rostro lleno de moratones de la bruja que había atacado al maestro Jamie con una espada. Era un rostro familiar. Un rostro turbador. Armonía lo había visto cuando llevaban el terrible cuerpo inerte, atado y sin conocimiento, al Santuario Celestial.
Había cosas que quedaban en el pasado; cosas de las que nadie hablaba ya, pero el rostro blanco y vulnerable de la prisionera aturdida volvía a ponerlas frente a ellas.
Otra gente había habitado el Santuario Celestial en otra época. Gente maligna. Había habido cosas que el maestro Jamie había dicho a sus fieles que tenían que hacer, y ellos las habían hecho. Habían alejado a los no creyentes, y la paz del maestro Jamie había reinado en el pueblo.
Aquella bruja había sido una de los no creyentes. Armonía se acordaba de ella, y no era la única. Aquella tarde, a espaldas del maestro Jamie, habían cuchicheado entre sí.
A espaldas de él.
Y ahora Armonía se disponía a marcharse. No iba a obedecer nunca más las órdenes del maestro.
Estaba aterrorizada.
Era el señor de la medianoche quien la había hecho volverse atrevida. Algunas de las demás, pensó, se sentían también como ella. Había sido él quien había hecho que el maestro Jamie pareciese un payaso, quien lo había hecho enfurecer de impotencia y caer de culo en la calle helada, pero el señor no se encontraba en aquel momento allí, y no había forma de saber cuándo volvería.
El maestro Jamie todavía era el amo, más amo que nunca con toda su bondad convertida en ira, con Ángel Divino y los hombres que harían todo lo que él les mandase.
Así que era necesario hacer profesión de fe.
Por eso tenía que irse ya. No había ninguna esperanza para la bruja, estaba condenada, pero Armonía no podía ayudar al maestro Jamie a castigarla. Ni tampoco atreverse a negarse.
Lo único que debía hacer era soportar aquel servicio interminable; después simplemente se adentraría en las sombras de la iglesia cuando todo el mundo se marchara y esperaría allí a que la calle quedase vacía. Se iría a pie. No sería hasta pasada la penitencia de la medianoche cuando volvería Ángel Divino y descubriría su ausencia.
Era tan sencillo… Podía haberlo hecho en cualquier momento durante aquellos dos años.
Lágrimas de pena le escocieron en los ojos. Parecía imposible que estuviese haciéndose pedazos todo lo que ella amaba. Sin el maestro Jamie, sin sus amigas, sin el Santuario Celestial, no tenía nada. Su vida anterior era como un sueño. No sabía adónde iría ni qué haría, pero no podía quedarse. Era como si hubiese estado viviendo, como decía la Biblia, con una venda en los ojos.
Ahora se había desprendido, pero ¿cómo era posible que algo que le había parecido tan maravilloso y seguro fuese tan horrible? Era como darle la vuelta a una piedra reluciente y descubrir gusanos y podredumbre debajo.
– ¡Dulce Armonía!
Levantó la cabeza de forma automática.
– Dulce Armonía, ¡te estoy llamando!
El maestro Jamie estaba ante ella con los ojos cerrados, los brazos abiertos, las manos con los puños apretados.
– Dulce Armonía… ay, Dulce Armonía. -Su voz bajó de tono hasta convertirse en un susurro-. Ha llegado la hora de tu bendita ascensión. Levántate. ¡Levántate y sígueme!
Armonía se quedó sentada, paralizada por el terror.
El maestro Jamie inició un himno; los demás se unieron a él y movieron el cuerpo al compás en los bancos. Mientras cantaban, el maestro Jamie no dejaba de pronunciar su nombre. Las jóvenes que estaban a su lado le soltaron las manos; sintió las palmas frías y húmedas.
Ángel Divino se acercó por el pasillo y le tendió la mano. Todos parecían mirar a Armonía, y sus bocas se movían en un cántico que no era capaz de comprender.
Se levantó despacio. Las demás se pusieron en pie y la dejaron pasar. La mayoría de ellas sonreían convencidas; una ascensión era un acontecimiento venturoso. Armonía recordó que tenía que mostrarse feliz de haber sido elegida. Pero no logró que su boca la obedeciese y mostrase alegría.
La mano de Ángel Divino se cerró en torno a la de Armonía, que fue contando los pasos hasta el frente de la iglesia mientras contemplaba cómo sus pies la llevaban sobre la piedra gris. El maestro Jamie inclinó la cabeza y abrió los ojos. Tomó las manos de la joven en las suyas y la miró con avidez. El corte y las pecas destacaban con horrible nitidez sobre la pálida piel de su rostro.
«Me odia -pensó la joven de repente-. Nos odia a todos.»
Conocía el sencillo ritual. Sus rodillas se doblaron por voluntad propia. Fijó la mirada en el chaleco del hombre cuando este se inclinó y posó las manos sobre su cabeza, antes de depositar un beso en su pelo. El sonido de la canción los envolvió y reverberó en la mente de Armonía.
Él la hizo alzarse. Era consciente de que el hombre debía de notar cómo le temblaba la mano, los estremecimientos de todo su cuerpo.
Estaba frente al cortinaje púrpura, que irradiaba luz y sombra por las velas que había detrás. El maestro Jamie la empujó inexorablemente hacia delante; las tiras de seda acariciaron su rostro y, por un instante, la envolvieron en el color de las amatistas al cerrarse a su alrededor. Las manos del maestro Jamie estaban sobre su espalda. Cuando la seda se alejó de su rostro, las manos le asieron con fuerza por los hombros.
Tras la cortina, el altar estaba vacío y había velas encendidas a todo su alrededor. El vibrante himno lo llenaba todo y ahogaba cualquier otro sonido. El maestro Jamie la condujo a lo alto de los escalones hasta que estuvo entre los candelabros y después la hizo girar con suavidad hasta quedar de cara a la cortina de color púrpura.
No vio al hombre que estaba oculto entre las sombras bajo el púlpito hasta que dio un paso al frente.
Era un extraño, de ropas elegantes, ojos pálidos y alta peluca, blanca como el yeso. La miró desde el pie de los escalones como si ella fuera algo sagrado, algo extraordinario y fascinante, y durante un instante confuso pareció que fuese cierto que iba a ascender, a elevarse por encima de la realidad circundante.