Выбрать главу

Cuando el hombre se movió, lo hizo con súbito entusiasmo. Subió rápidamente los escalones, tomó su rostro entre sus frías manos, y apretó su boca con fuerza contra la de la joven.

La ensoñación del momento se hizo añicos. Mientras el himno continuaba, Armonía se retorció y no dejó de moverse para tratar de liberarse, pero el maestro Jamie le cogió las manos y se las ató a la espalda. Los dos hombres se la llevaron a empujones. El extraño le tapó la boca con la mano. Armonía intentó darle un mordisco, hasta que el maestro Jamie le rodeó el cuello con una fina cuerda y la apretó. El dolor casi la ahogó; se revolvió desesperada para librarse de las manos que la sujetaban. El himno se volvió atronador en sus oídos y la oscuridad la envolvió.

Tras lo que solo pareció durar un instante, Armonía recuperó el sentido sumida en la confusión y con la respiración entrecortada. El largo himno llegaba al éxtasis del estribillo final y resonaba en sus oídos entre oleadas de miedo y temblores de frío. Le habían atado las manos por encima de la cabeza, tenía la espalda arqueada sobre el altar y la garganta le ardía. La habían despojado del vestido y solo la enagua cubría su piel desnuda cuando el desconocido se inclinó sobre ella con la boca en su oreja.

– Si haces el menor ruido, te mato -dijo. Y apretó despacio el cordón que le rodeaba el cuello.

Oyó la potente voz del maestro Jamie que se dirigía de nuevo a la congregación. Seguía adelante con el servicio religioso y hablaba de la alegría que lo embargaba, de Dios y de su bondad.

El desconocido esbozó una sonrisa y acercó la mano al cuello de la joven para acariciar el cordón de seda. Se inclinó sobre ella con todo su peso. Sonó un nuevo himno, las inocentes voces femeninas vibraban de euforia.

– Por favor -susurró la joven-. No lo hagáis.

El hombre sonrió y le apretó la garganta con los pulgares. Armonía echó la cabeza atrás y opuso resistencia.

La respiración del desconocido se aceleró y exhaló un calor húmedo sobre la piel de la joven. Su figura llenó por completo el campo de visión de Armonía y ocultó las velas tras de sí; el rostro del hombre era una silueta borrosa que parecía oscilar y volverse fluida en medio del terror que la atenazaba. El sonido del entorno adquirió una vibración extraña. Cuando él le rasgó la enagua, Armonía ni siquiera lo oyó, a causa de aquel retumbar que pareció brotar y crecer en medio de los cánticos. De repente, las voces decayeron y el estruendo se convirtió en alaridos. El hombre se quedó inmóvil sobre ella. Armonía tragó una bocanada de aire.

Extraños sonidos reverberaron en la iglesia, gritos y chillidos y el golpear de los cascos de un caballo sobre el mármol. El Seigneur, pensó la joven. Supuso que estaba soñando, que debía de haberse vuelto loca; era la iglesia, allí no podía haber caballo alguno, nada que fuese real podría ser la causa de aquel ruido de herraduras sobre el suelo.

El peso que la aplastaba desapareció. De pronto pudo ver más allá del desconocido cuando la seda púrpura se puso tensa, se retorció y cayó al suelo. Gritos de horror y confusión reverberaron en sus oídos. Vio que un caballo blanco emergía entre una cascada de seda violeta, desde el centro de una escena de pesadilla. Todos los seguidores del maestro Jamie estaban apiñados al fondo, fuera del alcance de aquel torbellino que formó la espada al cortar la seda de un tajo y hacerla salir volando por el aire; fuera del alcance de los cascos del caballo encabritado; fuera del alcance y apartándose a toda prisa del indómito jinete de la máscara pintada.

La plata de sus manoplas relució mientras hacía dar la vuelta al caballo para subir los escalones. A Armonía le resultó imposible cerrar los ojos, fue incapaz incluso de hacer ningún movimiento cuando el caballo, enorme e imponente, se lanzó hacia ella, las crines al aire, esplendorosas, bajo el reflejo de la luz de las velas. El desconocido había desaparecido de su ángulo de visión. Solo veía el caballo, el jinete y la espada, el relámpago del acero al trazar un amplio ángulo y silbar en el aire sobre su cabeza. Sus manos y su cuello se tensaron durante un doloroso instante, y después los brazos quedaron en libertad.

Armonía resbaló y se deslizó al suelo hasta caer de rodillas, incapaz de lograr que sus piernas obedeciesen. Las patas y los cascos del caballo parecían enormes, atroces, demasiado próximas. Retro cedió a trompicones, con la desgarrada enagua abierta, mientras el animal se aproximaba a ella por un costado. Una mano negra y plateada apareció ante su rostro y le ofreció ayuda, pero ella retrocedió hacia el altar presa del pánico.

– Enavant! -gritó el jinete y se inclinó hacia abajo.

La joven levantó la mirada hasta la deslumbrante máscara y trató de encontrar los ojos ocultos tras ella. No había más que brillo y oscuridad. El jinete le agarró de súbito las manos atadas y la levantó, izándola con un tirón doloroso y furibundo hasta tenerla a la altura de su muslo. Después, le rodeó la cintura con el brazo y la arrastró con el pomo de la espada sobre su vientre. Ella trató de ser de alguna ayuda e hizo un esfuerzo para tratar de doblar la rodilla bajo el cuerpo. El caballo se dio la vuelta y ella sintió que resbalaba. Gimoteó desesperada, e hizo un esfuerzo sobrehumano para levantarse con los brazos y los codos y no caer. Hubo un entrechocar de metales; el caballo giró una vez más. Más allá de la silla de montar y del muslo del señor de la medianoche vislumbró la figura del desconocido.

La peluca se le había caído hacia un lado, pero en su rostro se leía una expresión asesina. Esquivó la espada del señor y atacó con la suya. Armonía se cubrió la cabeza con las manos atadas y hundió el rostro en el cuello del caballo cuando el filo del arma se aproximó a ella. Oyó el tintineo del metal y la agitada respiración del hombre que se cernía sobre ella cuando respondió al ataque. Se dio con la barbilla en la silla y el pomo se incrustó en su estómago y le produjo náuseas.

El caballo se movió y la lanzó hacia delante al bajar velozmente los escalones. La joven empezó a deslizarse hacia el suelo, los pies primero, pero una sólida mano le agarró con fuerza las nalgas, volvió a subirla y le hizo recuperar un precario equilibrio. Ella se dejó hacer sin oponer resistencia. Durante un instante, al volver la cabeza y abrir los ojos, vio pasar ante ella filas de bancos al revés. El jinete se inclinó sobre ella, cruzaron la puerta y sintió el aire gélido en las piernas desnudas. Pudo ver trozos partidos de madera en el suelo y una de las grandes puertas de roble que colgaba de uno de los goznes, justo antes de que el caballo bajase por la escalinata exterior y se adentrase en la noche.

El blanco corcel inició un rápido trote que le hizo crujir los huesos al llegar al pavimento de la calle. Se oyeron gritos tras ellos, todos masculinos, que sonaron cada vez más distantes mientras Armonía se retorcía, jadeaba y trataba de no perder el equilibrio.

– Merde -musitó el señor al tiempo que le daba un empellón en el trasero-. ¿Quieres dejar de moverte de una vez?

El caballo inició un trote suave y cadencioso, por lo que le resultó más fácil obedecer aquella orden que cuando iba tan rápido. Las riendas flojas se agitaron ante su rostro, notó que el hombre torcía el cuerpo sobre ella y oyó el silbido y el golpeteo del metal cuando introdujo la espada en la vaina. Con ambas manos, la levantó y la apoyó en su pecho. Armonía se tambaleó con el cambio de posición, pero el brazo del hombre ciñó su cintura como si fuese de hierro y la dejó sin respiración. Cuando aflojó un poco el brazo, la joven pudo mover las piernas sobre el cuello del caballo y tragar una profunda bocanada de aire helado.

– Gra… gracias -balbuceó mientras sus dientes castañeteaban de frío y miedo.

– De nada -respondió él con voz divertida.

Armonía se estremeció e intentó unir los extremos de la desgarrada enagua; él la rodeó con ambos brazos y la cubrió con los pliegues de su cálida capa. Las piernas desnudas de la joven estaban en contacto con la silla y con los muslos del hombre; sin ánimos, fijó la mirada en la blanca sombra del caballo.