– Ay -gimió mientras ahogaba un sollozo, y echó la cabeza hacia delante-. Me temo que voy a vomitar.
El caballo se echó hacia un lado y se detuvo. La capa se abrió y él la sujetó en el aire sobre el estribo, agarrándola por los hombros, mientras las arcadas recorrían su cuerpo.
Cuando al fin la náusea desapareció, Armonía cerró los ojos y, demasiado débil para enderezarse, se quedó allí doblada. Incluso respirar le costaba trabajo.
– ¿Mejor? -le preguntó él con aquella voz grave y dulce que ella supo que no iba a olvidar en su vida.
Asintió y él la levantó y la recostó contra su cuerpo, mientras volvía a envolverla en la capa y el caballo echaba a andar. Armonía echó una ojeada a su alrededor, a la oscura carretera, y vio que pasaban ante la última casa.
– Deberíamos darnos prisa -dijo con voz temblorosa-. Vendrán tras nosotros.
– Podemos dejarlos atrás.
– Me habéis salvado -dijo ella-, vos me habéis salvado.
– Así es -respondió el hombre y posó la mano enguantada sobre la de ella con fuerza.
– ¡Os amo! -soltó ella, y empezó a llorar con sollozos profundos y entrecortados.
Él soltó una leve risilla. El caballo irguió la testuz e inició un nuevo trote rápido con soltura y sin necesidad alguna de que lo guiasen con las riendas.
– ¿Lo habéis matado? -preguntó cuando logró ahogar sus sollozos.
– ¡Menudo grupo de damiselas más sediento de sangre! ¿Si he matado a quién?
– A ese hombre espantoso. Me rasgó la enagua. Iba… iba a… -La joven tuvo dificultad para respirar.
– Ah, ese hombre.
Ella se estremeció.
El señor de la medianoche dijo en voz baja:
– Para mi pesar, no logré matarlo. No tuve espacio para maniobrar al estar tú de por medio, pero no creo que Chilton celebre otra de esas «ascensiones» suyas en un futuro próximo.
– No -susurró ella-. Todo se está desmoronando.
Era todo una locura. La bestia salvaje… la bruja de la espada… Armonía tragó saliva.
– Quizá es cierto que es el diablo quien ha venido para atormentar al maestro Jamie.
– Pues si es así, tendrá que ponerse a la cola y esperar que le llegue el turno.
La muchacha se recostó contra él; aquella calidez era lo único seguro en un mundo cambiante. Cada una de las zancadas del caballo la aproximaba más al pecho del hombre.
Las lágrimas caían por sus mejillas; movió la mano bajo la capa y se restregó con ella el rostro.
– Perdonadme -murmuró-. No volveré a llorar.
– No te preocupes -dijo él sin inmutarse-, estoy acostumbrado a que las mujeres me inunden con sus lágrimas.
Agarró las riendas, hizo salir al caballo de la carretera y se dirigió hacia los cerros, iluminados por las estrellas, en lo alto del páramo.
Era una verdadera pena, pensó S.T., que Leigh no hubiese estado allí para ver cómo entraba a caballo en la iglesia y rescataba a Dulce Armonía.
Qué pena, maldita sea y, después de todo, no había necesitado el estoque.
Armonía iba reclinada contra él, con el rostro vuelto hacia su barbilla, mientras Mistral buscaba el camino en la oscuridad. S.T. sentía su ligero aliento en el cuello.
Ella había creído en él. No había dudado de que fuese capaz de liberarla. Sin duda lo mejor sería que nunca supiera que había llegado a tiempo por los pelos.
La cueva a la que S.T. se dirigía era uno de los descubrimientos de Nemo, que él había visto una noche cuando daba de comer en secreto al lobo, tras salir a hurtadillas con dos pares de faisanes o de liebres o lo que lograse coger sin levantar sospechas. Nemo era capaz de alimentarse sin ayuda alguna y de conseguir lo que fuese, desde pescado hasta cuervos o ratones; podía sobrevivir durante días sin alimento, pero si pasaba demasiada hambre y empezaba a matar ovejas, pondría en pie de guerra a toda la campiña. Habían pasado muchas generaciones desde que en Gran Bretaña había lobos, pero la gente tenía buena memoria.
S.T. no estaba seguro de si alguien más había oído aquel aullido solitario por la mañana. Lo más probable era que el lobo hubiese salido detrás de Leigh cuando ella partió a caballo, lo que S.T., muy a su pesar, no tenía más remedio que agradecerle. Cuando por fin había logrado que las muchachas se fuesen con él, Leigh todavía no había vuelto, pero no había tenido tiempo de ir a buscarla.
Mistral levantó la cabeza y emitió un suave sonido. S.T. agachó la cabeza para evitar las ramas bajas cuando se internaron por un pequeño sendero entre la maleza.
Hablando con propiedad, aquella no era en realidad una cueva, sino una antigua construcción subterránea hecha con piedras cóncavas; los escalones de entrada, así como la pesada puerta de hierro, quedaban totalmente ocultos por la tierra y los arbustos. En la zona circundante había un montón de ruinas romanas; era un puesto de vigilancia solitario en las cercanías del río. Cuando Castidad y Paloma se negaron en redondo a marcharse a Hexham, S.T. las montó a lomos del negro Siroco con la promesa de que podrían serle de ayuda, y las condujo hasta ese lugar.
Entre gemidos y protestas allí las dejó.
En realidad, no creía que estuviesen esperándolo en la oscuridad; había supuesto que se dirigirían a la granja más próxima, pero Siroco estaba todavía allí atado al poste tal como S.T. lo había dejado. Cuando S.T. las llamó por sus nombres, un par de voces lastimeras salieron por la oscura abertura.
Armonía se movió en sus brazos. S.T. se inclinó para apartar una rama y escudriñó la oscuridad de la caverna.
– ¡Hola! ¿Qué ha pasado con las velas que os dejé?
– Se cayeron y no podemos encontrarlas -dijo Castidad con voz débil y temblorosa.
– Tenemos miedo de las ratas -añadió Paloma con desconsuelo.
S.T. volvió junto a Mistral y levantó a Armonía de la silla cogiéndola por la cintura. Cuando la depositó en el suelo, sacó de las alforjas un chisquero y una vela. Tras encenderla, descubrió dos pálidos rostros que lo miraban desde el oscuro agujero.
– ¿Armonía? -dijo Castidad con voz temblorosa-. ¡Oh, Armonía!
Subió a trompicones la escalera, atravesó el ramaje de la entrada y rodeó con los brazos a la otra joven. Ambas rompieron a llorar. Castidad cubrió los temblorosos hombros de Dulce Armonía con su propia capa.
– ¡Creía que nunca volvería a verte! Tu pobre vestido… y tus manos…, Dios mío, Armonía, ¿qué te han hecho?
– ¡Vino un hom… bre! -dijo Armonía entre sollozos mientras Castidad le desataba el cordón que llevaba anudado a las muñecas-. Fue horrible. El maestro Jamie dijo que mi ascensión iba a tener lugar, pero me ataron una cuerda al cuello, y él… y él… -Su voz se quebró con un sollozo, y se volvió al tiempo que se frotaba las muñecas-. Pero… pero ahora estoy a salvo. El señor de la medianoche entró con su caballo en la iglesia. Fue la cosa más impresionante que puedas imaginar. ¡Ojalá lo hubieses visto!
Las tres se volvieron hacia S.T. con respeto reverencial.
– Haces que me den ganas de haberlo visto yo mismo -dijo a la vez que le entregaba la vela a Castidad-. Voy a encenderos un fuego antes de irme.
– ¿Vais a abandonarnos de nuevo? -gritó Paloma de la Paz, y su admiración se convirtió en desesperación.
– No puedo hacer otra cosa. Tengo la intención de estar en la taberna bebiendo ponche inocentemente junto al fuego cuando regrese Luton.
– En ese caso, mejor que os deis prisa -dijo Castidad-. Yo sé encender el fuego, y ahora tenemos con qué hacerlo.
– Buena chica. -Tomó las riendas de Siroco y guió al caballo, tras desensillar a Mistral y colocarle a él la silla-. ¿Serías capaz de encontrar el camino y llevar a este animal hasta el río para que beba?
– Claro que sí, mi señor -afirmó Castidad, llena de orgullo y ganas de complacer-. Y le pondré el morral que trajisteis para que coma.
S.T. montó a Siroco. Armonía, con la capa de Castidad ceñida al cuerpo, se apresuró a adelantarse y le rozó la bota con la mano.