– Gracias -dijo con voz suave-. Muchísimas gracias. No sabéis cuánto os lo agradezco.
Él se inclinó y deslizó la mano enguantada bajo la barbilla de la joven. Su rostro era muy dulce; las huellas de las lágrimas todavía brillaban en las pestañas y las mejillas. Se aproximó a ella, le levantó la barbilla y la besó en la boca. A continuación, hincó los talones en Siroco y lo hizo salir disparado sendero arriba.
Era una verdadera pena, pensó, que Leigh no hubiese estado allí para verlo.
Pese a que evitó tomar la carretera principal y rodear la muralla, llegó rápidamente con el caballo de refresco, pero se detuvo a cierta distancia de las tenues luces de la posada Twice Brewed para despojarse de la máscara y cambiar las manoplas negras y plateadas por mitones. Siroco resopló inquieto y movió los cuartos traseros, por lo que S.T. se detuvo y levantó la vista para escudriñar la oscuridad en la misma dirección que lo hacía el caballo.
Oyó el golpear de unos cascos, y se inclinó para poner la mano sobre el hocico de Siroco e impedir que hiciese cualquier sonido de saludo equino. Pero el golpeteo irregular se aproximó; oyó el ruido de las piedras y vio una forma oscura que se aproximaba hacia él en la oscuridad.
Desenvainó la espada.
– ¡Identificaos!
No obtuvo respuesta. La oscura silueta se aproximó hasta donde él se encontraba, y vio al fin el blanco pelaje.
– ¡Leigh! -Por un instante, sintió alivio, pero después el zaino disminuyó la marcha, se acercó despacio a Siroco y adelantó el hocico para saludarlo. S.T. vio que las riendas se arrastraban por el barro.
Soltó una imprecación. Cogió al zaino por el bocado y tiró de él para tratar de encontrar pruebas de alguna caída. En la oscuridad, no vio señal alguna de que el caballo hubiese caído, ni manchas de barro ni huella alguna en la silla; era un pequeño consuelo, pero mejor que nada. Era muy difícil que alguien saliese despedido de una silla de amazona si contaba con unos pomos que sujetan al jinete en su sitio, pero si un caballo se encabritase y cayese hacia atrás, ese mismo elemento se convertiría en una trampa que la dejaría atrapada bajo media tonelada de carne equina temblorosa.
Podía estar tirada en tierra en cualquier parte, aplastada e inconsciente. O muerta.
– Leigh -gritó subido al estribo-. ¡Leigh!
La fantasmal escarcha de su aliento desapareció hasta convertirse en negrura. Ahora ya no le importaba que lo oyesen; le traía sin cuidado lo que Luton pudiese sospechar. Iba a echar mano de todos los que se encontrasen en la taberna para salir en su busca. Escuchó mientras maldecía su oído malo, mientras se esforzaba por controlar los movimientos del caballo y su propia respiración y así oír cualquier respuesta por débil que fuese. La brisa ligera y fría le trajo el silencio por toda respuesta. Hizo que los caballos se volviesen en dirección norte.
– ¡Leigh! -gritó de nuevo con voz atronadora. Sin embargo, el eco solo le trajo el sonido de vuelta en la oscuridad de la noche.
Contuvo la respiración y oyó un gemido inconfundible. Tensó el cuerpo al tratar de adivinar la procedencia, pero no hubo necesidad de ningún esfuerzo. Los dos caballos se volvieron y miraron ante sí con las aletas del hocico dilatadas; un bulto gris que se movía en la oscuridad cobró la sólida forma de un lobo que se aproximaba con trote decidido pese a cojear de forma extraña.
S.T. envainó la espada y desmontó. Nemo se restregó sin brío contra sus piernas, en lo que no era sino un pálido reflejo de su saludo saltarín habitual. S.T. se arrodilló y dejó que le lavase la cara a lamidos mientras buscaba entre el frío y espeso pelaje con cuidado hasta que descubrió el pelo apelmazado sobre la herida, encima de una de las patas delanteras de Nemo.
No hurgó en ella, ya que no quería intranquilizar al lobo. Además, poco era lo que podía ver en la oscuridad. El animal no parecía sufrir demasiado a causa de la herida, se tenía en pie y podía moverse, pero a S.T. se le formó un nudo en la garganta y lo invadió una sensación persistente de pavor.
Se arrodilló al lado del lobo y le acarició el espeso pelaje mientras trataba de dar significado a unas palabras que resonaban en el límite de su conciencia.
«La bestia… la espada… la hechicera…»
Nemo. La colichemarde.
La hechicera, y la forma en que había salido a galope del establo como si la persiguiesen todas las furias del infierno.
Como una chispa al prender en el serrín, se hizo la luz en su mente. La comprensión de lo que ella había hecho le alcanzó como un golpe certero.
– ¡Qué estúpida inconsciente! -exclamó-. ¡Qué estúpida!
Se puso en pie y miró a su alrededor. Se sentía perdido. Las implicaciones de aquello lo sacudieron hasta lo más profundo de su ser.
Chilton. Había ido ella sola a acabar con él. Y no había regresado.
– ¡Maldita seas, Leigh! -Y dirigió sus alaridos al cielo nocturno-. ¡Maldita seas, maldita, maldita!
Capítulo 23
A Leigh la oscuridad no le daba miedo. Le encantaba la noche; siempre se había sentido protegida por las sombras cuando salía sola a pasear bajo las estrellas. Ni espectros ni demonios, ni tampoco el temor a inquietantes bestias del Averno le causaban angustia cuando estaba en el exterior y era libre.
Pero tenía los ojos vendados, estaba dolorida y tumbada en el suelo con las manos y los pies atados. Debía forzar el oído para tratar de dar forma a los sonidos que hasta ella llegaban, y eso sí que daba miedo. No había criatura infernal capaz de despertar más temor en ella que los distantes gritos y alaridos de los seguidores de Chilton. Estaba tumbada en el lugar donde había recobrado el sentido, y se estremecía de frío mientras trataba de no perder la conciencia a pesar de los dolores que la atenazaban. Tenía un dolor punzante en la cabeza; sus mejillas estaban apoyadas en una alfombra y el cuerpo sobre la desnuda madera. Olía a casa, a su casa, fría y vacía, pero en la que todavía pervivía el rastro del rapé con olor a menta que utilizaba su padre, y aquel del hinojo, parecido al de regaliz, que las criadas habían utilizado con frecuencia para frotar los suelos.
Por la forma en que le llegaba el sonido cada vez que su guardián hacía un movimiento, tenía la certeza de encontrarse en algún lugar de Silvering, en una estancia amplia. Hizo un esfuerzo para tratar de centrar su confusa mente. No se trataba del salón de mármol, ya que allí no había alfombras, ni del Kingston, ya que en aquel el escudo con las armas de la familia Kingston estaba pintado sobre la madera desnuda, ni eran tampoco los resonantes corredores con sus suelos de piedra y los retratos de la familia en las paredes. Puede que fuese la sala, o el comedor grande o la recámara que había sobre la cocina, o quizá incluso la galería de la capilla privada; todas ellas tenían el suelo de madera y alfombras y resonaba el eco.
Cuando se oyó el distante tumulto de gritos, su guardián se puso en pie y se alejó hasta que le resultó imposible decir adónde se habían dirigido sus pasos. Entonces se concentró en sus ataduras mientras rogaba mentalmente que el guardián hubiese abandonado la habitación. Y así debía de ser, ya que nadie la reprendió, pero tampoco consiguió librarse del cordón que la atenazaba desde los codos a las muñecas; no fue ni siquiera capaz de doblar las manos y encontrar el nudo.
Estaba atada a algo sólido. Sus inquisitivos dedos palparon la forma de la madera y definieron los adornos de las molduras. Solo había un lugar en la casa que exhibiese aquellos balaustres de madera de roble tan trabajados: la barandilla de la galería de la capilla, en la que había pasado innumerables tardes de domingo sentada entre su madre y Anna, escuchando la dulce voz de su padre mientras ensayaba un sermón en medio de la paz y el silencio reinantes.
Los pasos volvieron, rápidos y agitados. Leigh trató de quedarse inmóvil y fingir estar inconsciente, pero el frío hizo que se estremeciera de tal forma que apenas fue capaz de controlar sus movimientos.