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– Ya vuelve de la iglesia -dijo una voz de hombre con el marcado acento del norte que le era tan familiar-. Se acerca tu hora, hechicera.

Leigh oyó los gritos, proferidos ahora por una única voz, que se iban haciendo más fuertes. Era una voz que llevaba muchos meses sin oír, pero que conocía bien; jamás en la vida podría olvidar el timbre cautivador que adquiría al pronunciar un sermón. Las palabras no importaban, era el sonido; persuasivo y dominante, una caricia y un grito repentino, que desgranaba historias de pecado y redención y cantaba la gloria de Dios y de Jamie Chilton.

Era todo lo que ella odiaba y temía, y venía a por ella.

Dios. Dios bendito. Hubo un tiempo en el que se habría alegrado de morir si podía llevarse a Chilton con ella. Pero ahora no era así, ahora quería vivir, y el terror nublaba su mente.

«Seigneur -rogó en silencio, y cerró los ojos bajo la venda, atrapada entre las lágrimas y la risa histérica-. Seigneur,Seigneur… ahora te necesito.»

S.T. distinguió las luces antes de llegar al lugar; allá arriba a la derecha oscilaban las antorchas entre las ramas de los árboles, en lo alto, en el extremo de la calle desde donde Silvering dominaba el pueblo. Estuvo a punto de echar a correr, pero los años que llevaba moviéndose en sigilo se lo desaconsejaron. Había dejado a Nemo en el páramo, y le había pedido al lobo herido que se quedase donde lo había encontrado. Ahora, ató a Siroco y se mantuvo en el lado más oscuro de la calle, con la mano en la empuñadura de la espada para impedir que hiciese ruido al moverse.

Las luces parecieron fusionarse y aumentar de intensidad al acercarse. Cuando alcanzó los últimos árboles, la voz atronadora de Chilton sonó fuerte e incoherente, y la fachada entera de Silvering osciló ante él con un pálido resplandor de color coral que proyectaba una pequeña hoguera encendida justo al lado de la cancela abierta. El frontón y las cornisas destacaron en todo su relieve, y las sombras danzaron como si la casa estuviera viva.

Un grupo de gente estaba reunido en torno a la hoguera y sobre la escalinata; las llamas al alzarse dibujaban sus siluetas. S.T. calculó que había allí una veintena o más, hombres en su mayoría. Las mujeres se habían quedado en las cercanías. Mientras miraba, una de ellas retrocedió de espaldas hasta la zona que quedaba fuera del resplandor de la hoguera, se volvió y se alejó inadvertidamente entre las sombras.

«Así se hace, chérie», dijo para sus adentros.

Algo hizo ruido en la oscuridad, cerca de él. S.T. empuñó la espada y escudriñó la zona. Justo delante él, descubrió una figura solitaria bajo los árboles, alejada del resto, que estaba observando.

Era Luton.

S.T. se desabrochó la capa y se quitó el sombrero, al tiempo que doblaba los puños de la camisa para ocultar los encajes. A continuación, se quitó la chalina y le dio la vuelta al cuello para que su aspecto fuese lo menos principesco posible. Guardó el pañuelo en el bolsillo y sintió el frío en el cuello; luego se aproximó a la figura solitaria rodeada por las sombras.

– Buenas noches -murmuró en un intento de mostrarse cordial mientras la sangre le golpeaba en las sienes-. ¿Qué es lo que pasa?

Luton se sobresaltó y se volvió hacia S.T. con el rostro desencajado.

– ¡Por Dios bendito, Maitland! ¿Qué diablos… qué haces tú aquí?

S.T. se encogió de hombros.

– Curiosidad. -Y miró de reojo al otro hombre con una leve sonrisa-. ¿Es que he llegado tarde a los festejos?

Luton se limitó a mirarlo, y frunció el ceño bajo la alta peluca.

– Tenía la intención de seguirte los pasos -dijo S.T.-, pero… en fin… una de las jóvenes me entretuvo.

Se arrepintió de aquellas palabras al instante de pronunciarlas. Era posible que Luton le hubiese hablado a Chilton de la posada; el aristócrata podía saber de dónde procedían Paloma y Armonía y cómo habían abandonado el Santuario Celestial. En ese caso, no había más que un paso para conectar al señor Bartlett y a S.T. Maitland con el enmascarado señor de la medianoche. Y, en cualquier caso, era un paso muy pequeño. S.T. no bajó la guardia y se mantuvo alerta ante un posible ataque. Pero Luton se limitó a decir:

– Hemos tenido problemas esta noche.

– Ah, ¿sí? ¡Qué pena! -S.T. alzó la mirada e indicó la pequeña hoguera-. ¿Y qué demonios hace este tipo aullando de ese modo?

Luton hizo un gesto brusco, de disgusto, con la mano.

– Se ha vuelto loco. He intentado razonar con él, pero ha perdido por completo la cabeza.

– Suena como si así fuese, desde luego.

– Recibimos la visita de tu salteador de caminos. -Luton miró de nuevo a S.T.-. ¿Y sabes de quién se trata? De aquel chulo francés, de ese al que llaman SeigneurdeMinuit. Te aseguro que hizo que Chilton se subiera por las paredes. Se lo ha tomado como un ataque personal. Traté de explicarle que era más probable que fuera yo el objetivo, ese maldito Robin Hood debe de haberse enterado de algo, pero no hubo forma de hacerlo razonar. -Se volvió hacia S.T. mientras la voz del predicador se elevaba hasta convertirse en un alarido-. Está que echa espuma por la boca, literalmente. Te aseguro que nunca había visto a un hombre en esa situación.

– Así que se ha suprimido la diversión, ¿no?

– Por supuesto, por completo. -Luton hizo un mohín con el labio superior-. Pero aún tengo cosas que hacer aquí.

S.T. guardó silencio durante unos momentos. La voz demente de Chilton resonaba en la calle. Mientras los dos hombres continuaban allí, otra joven se escabulló y aceleró el paso al pasar junto a ellos, con el rostro cubierto por una capucha. S.T. miró hacia Luton, y descubrió que el hombre lo observaba atentamente.

Decidió arriesgarse y preguntó:

– ¿Y qué es lo que hace ahí arriba?

– Quién sabe -respondió Luton con un gruñido-. No deja de chillar que va a quemar a la hechicera, pero hay gente ahí que no parece tener estómago suficiente para hacerlo.

– ¿La hechicera? -S.T. controló la voz y la mantuvo tranquila y no demasiado alta-. ¿Han atrapado a una hechicera?

– Eso es lo que Chilton parece creer.

– ¿Y dónde está? -preguntó fingiendo indiferencia.

Luton se encogió de hombros.

– Puede que en la casa. -Se estiró el labio-. ¿Y tú qué buscas, Maitland? ¿Por qué me has seguido hasta aquí?

S.T. sonrió.

– Por diversión.

Luton acarició la empuñadura de la espada.

– Pues yo te daré diversión. Tengo la intención de silenciar a ese gusano demente antes de que hable más de lo que debe.

– Sí que resulta un tanto chirriante para un oído sensible.

– No pienso arriesgarme a que mencione mi nombre cuando le venga en gana. Podría ser mi ruina, y la de otros también. -Luton desenvainó la espada-. Y ahora ya no me fío en absoluto, ni de él ni de los suyos; son capaces de cualquier cosa. Son unos maníacos. Y peligrosos. Todos ellos. ¿No ves que llevan picas? Ahora los únicos que quedan son los más fanáticos, los demás se han largado.

S.T. llevó la mano al mango de la espada. Luton miró hacia abajo y siguió su movimiento.

La trabajada empuñadura de la espada de hoja ancha desprendió destellos metálicos. Eran únicos e inconfundibles, y su belleza singular se hizo patente incluso bajo aquella luz oscilante.

El rostro de Luton se quedo inmóvil al reconocerla.

– ¡Cabrón! -Miró a S.T. a la cara-. Cabrón embustero… ¡Eras tú!

S.T. sacó la espada de la vaina, justo a tiempo de responder a la instantánea arremetida de Luton. Hubo un entrechocar de metales. Luton apartó el arma y volvió a atacar con furia. S.T. apenas podía distinguir el estoque de su oponente en aquella oscuridad, pero la espada que él enarbolaba parecía una especie de lazo rojo y plata y la mantuvo próxima para protegerse el cuello, sin atreverse a abrir su defensa y dar un corte amplio.