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A Luton la furia lo hacía ser veloz, y golpeaba una y otra vez pese a que la espada de hoja ancha gozaba de ventaja al ser más larga.

– Voy a matarte, ¡serpiente mentirosa! Tuviste que interferir, ¿a que sí? -dijo con la respiración entrecortada-. Voy a acabar contigo, contigo y con ese demente. ¡Con los dos!

S.T. contrarrestó el ataque en silencio, y sacó un estilete de debajo de la capa para utilizarlo con la mano izquierda. Dio arremetidas y eludió golpes; vio un hueco en la postura demasiado equilibrada de Luton y pegó un corte que hizo que brotase sangre de sus costillas. Luton hizo un gesto de dolor, tragó aire y reanudó el ataque con un gruñido airado.

Con un estoque y un poco más de luz, S.T. habría podido desarmar a aquel hombre con tres estocadas. Luton era un espadachín mediocre y ya tenía dificultades para respirar, pero S.T. no distinguía la hoja de la otra espada. Luchaba por instinto cuando veía la pálida mancha del puño de Luton en movimiento, a la que debía añadirle la longitud de una espada de treinta pulgadas. Sin embargo, en uno de los ataques, lo alcanzó y le produjo un estallido de dolor cuando se hundió en la parte superior de su muslo.

Dio un paso adelante tal como había aprendido a hacer en sus años de aprendizaje en un patio polvoriento y caluroso de Florencia. Allí se enfrentaba a los más diestros sin protección alguna, bajo la tutela de un maestro que no tenía paciencia con los débiles. En aquel entonces, un quejido, un fallo implicaba recibir una paliza como castigo; ahora le supondría la muerte. S.T. golpeó la espada de Luton en la empuñadura, la obligó a elevarse con todas sus fuerzas y lanzó una embestida cuando se esperaba una retirada; lo hizo con tal fuerza que el brazo de Luton se elevó en el aire. Cuando Luton se lanzó hacia delante para recuperar su posición, S.T. recibió el estoque con el filo de su espada, y ambas armas chocaron con fuerza y violencia.

Sintió una sacudida que le atravesó la mano y le llegó hasta el hombro. El estoque de Luton se partió en dos como si de un hueso se tratase.

Luton lanzó un aullido de furia y echó el arma rota a un lado. S.T. oyó el estrépito del metal al chocar contra el pavimento de la calle, pero ya no le preocupaba lo que Luton hiciese.

Algo ocurría en la mansión. La gente salía corriendo por la puerta principal con antorchas en la mano y las lanzaba a la hoguera. Mientras S.T. miraba la escena, el resplandor de unas llamas se alzó tras dos de las ventanas -dentro- y Chilton apareció en la puerta con dos antorchas encendidas en las manos. Hablaba a gritos de persecuciones, iluminado por las llamas del interior. De la parte superior de la puerta empezó a salir un humo oscuro en columnas que se elevó tras él y cubrió la luminosa fachada.

S.T. echó a correr. Subió los escalones de tres en tres a trompicones. Alguien corría escaleras abajo, para obligarlo a retroceder, pero S.T. enarboló la espada y de un golpe apartó la pica del hombre.

– ¿Está ella ahí dentro?

Se lanzó sobre Chilton espada en mano. Sintió un crujido en el oído.

Chilton lo miró; una quietud repentina se había adueñado de él, su boca se abrió silenciosa y una mancha roja apareció y se extendió por el blanco cuello de su camisa. Después dejó de verlo; ya no era sino un bulto que yacía en el umbral. Cuando caía al suelo, se oyó un nuevo coro de gritos. S.T., de pie sobre él, miró atónito hacia abajo y, a continuación, volvió la cabeza para mirar por encima del hombro.

Por encima de las llamas de la hoguera y de los rostros horrorizados de los seguidores de Chilton se erguía la figura de Luton; subido a uno de los pedestales de piedra que había junto a la cancela de la entrada, asía con un brazo uno de los barrotes de la verja y trataba desesperadamente de cargar la pistola y apuntar de nuevo.

S.T. se dio la vuelta, saltó por encima del cuerpo de Chilton y se adentró en la humareda.

Allá arriba, junto al techo, se cernía una negra y asfixiante nube de humo sobre el frío suelo de mármol. El gran vestíbulo oscilaba a la luz de las llamas. Una humareda oscura salía de un par de elegantes sillas que habían juntado en el centro de la estancia y a las que habían prendido fuego; las llamas se alzaban hacia el piso superior en la oscuridad. Los ojos de S.T. empezaron a lagrimear, alzó el brazo para protegerlos y los entrecerró. A través de las puertas de doble hoja, que se encontraban abiertas, S.T. vio que ardían los cortinajes de las demás estancias.

La pierna herida no le obedecía y se doblaba bajo su peso. Hizo un esfuerzo para dejar de tambalearse y enderezarse; se deshizo de la espada y guardó el estilete en su funda. El sonido del fuego le llegó al oído bueno como si lo envolviese una ráfaga de aire proveniente de un horno, como si un dragón rugiese en su oído izquierdo y lo siguiese en cualquier dirección que él tomase.

– ¡Leigh! -llamó a gritos-. ¿Estás aquí?

En ese momento, fue víctima de un ataque de tos que le hizo doblarse sobre sí mismo.

Volvió a gritar, y se lanzó a través de las puertas de doble hoja al interior del salón, donde las cortinas en llamas iluminaban los retratos y los paneles de madera. El fuego subía insaciable por la tela de color verde claro y hacía que se desprendiesen flecos ardientes que chisporroteaban sobre el suelo de madera y humeaban sobre la alfombra. S.T. se cubrió la nariz con la chalina y la ató por detrás mientras, entre toses, se agachaba para eludir el humo que flotaba en la estancia.

Oyó la voz de Leigh, no tuvo duda alguna. Estaba seguro de oírla por encima del ruido del fuego, pero no era capaz de saber de dónde provenía.

Todos los sonidos le llegaban por el lado izquierdo, el de su oído bueno. Había puertas abiertas en todos los lados de la sala. Se quedó quieto en medio de la habitación sin saber qué dirección tomar.

Cogió una alfombrilla que había junto a la chimenea y golpeó con ella las llamas que subían por los cortinajes de la puerta del lado izquierdo. El humo y el calor lo rodearon. Se echó hacia atrás con los ojos irritados y se cubrió la cabeza con la alfombrilla para lanzarse a través de las llamas. Al otro lado se encontró con un nuevo infierno: los cortinajes en llamas proyectaban un resplandor rojo sobre el papel escarlata que cubría las paredes.

Había más humo. Más puertas. Volvió a gritar el nombre de ella.

Interrumpió el avance. Cubierto de sudor, volvió la cabeza y trató de escuchar por encima del crepitar de las llamas y de su silbido al elevarse. Había humo por todas partes, una nube baja y oscura iluminada por llamaradas anaranjadas y amarillas, y tenía en la garganta el sabor amargo de la carbonilla. Tuvo que doblarse para poder respirar. De los paneles que rodeaban una ventana surgió de repente una nube de humo que se convirtió en una cortina de llamas. Con un ágil movimiento, se apartó y se protegió el rostro de aquel calor infernal.

Fue cojeando hasta la puerta más próxima y la atravesó. Se encontró con un pasillo y una sala de desayunos que el fuego no había alcanzado; estaba iluminada por una luz tenue que provenía de las otras estancias. Oyó el sonido de su voz; muy débil, agudo y en sordina. Le contestó con un grito, y esta vez la oyó con más claridad.

Había pánico en su voz, lo que lo impulsó a meterse a ciegas por el pasillo humeante y adentrarse en la oscuridad.

Tropezó con algo que le golpeó la pierna herida y lo hizo doblarse de dolor. Durante un instante, fue incapaz de moverse. Presionó la herida con la palma de la mano entre toses y gemidos. Cuando se llevó la mano a los ojos en la penumbra, percibió el olor a sangre y sintió que el abundante líquido cubría su piel.

– Al diablo -murmuró con voz ronca. Se quitó el pañuelo que le cubría la boca-. Leigh -gritó en dirección al negro techo-. Por Dios santo, ¿dónde estás?

No oyó ninguna respuesta. Soltó una débil maldición, volvió a atarse el pañuelo sobre el rostro, retrocedió sobre sus pasos y se encaminó de nuevo a ciegas hacia el resplandor del fuego.

Al acercarse a las puertas, el humo se hizo más espeso. Tragó una bocanada de aire, retrocediendo ante aquel infierno de la habitación de color carmesí, mientras tosía y doblaba el cuerpo en busca de aire.