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Su corazón latía acelerado a causa del humo; apoyó las manos sobre las rodillas y respiró con gran esfuerzo. La pierna herida le temblaba y amenazaba con doblarse.

Con un sollozo de impotencia, se irguió, se envolvió en la alfombra y se internó una vez más en la salita roja. Se aproximó a otro par de puertas, se quedó ante ellas y gritó el nombre de Leigh en dirección al horno que formaban las tapicerías en llamas de la estancia que había más allá.

No obtuvo respuesta.

Gritó de nuevo, con la voz amortiguada por la chalina. Solo le llegó el ruido sibilante de las llamas. La pierna no dejaba de doblarse bajo él con cada paso que daba para dirigirse hacia el último par de puertas. Estaba de nuevo en el salón verde, con sus muros recubiertos de llamas.

La llamó dando alaridos… pero las llamas hacían demasiado ruido. Incluso si le hubiese contestado, le habría resultado imposible oírla.

Un bastidor de cortinas dorado se desplomó en llamas sobre el suelo en medio de la sala. S.T. se obligó a sí mismo a seguir adelante. Avanzó medio a trompicones, medio a gatas por el suelo, mientras las lágrimas provocadas por el humo y la frustración cubrían su rostro. Cada una de las estancias era una auténtica pesadilla bajo el resplandor de los cortinajes y las tapicerías que ardían en medio de una cegadora humareda.

No estaba seguro de cuánto tiempo podía seguir apoyándose en la pierna herida. La voz se le había enronquecido, pero no por ello dejó de gritar el nombre de ella con alaridos salvajes hasta que no le quedó voz ni aliento para hacer otra cosa que desplazarse sin rumbo de estancia en estancia entre el resplandor y el humo. Tenía miedo de desmayarse; sus pulmones apenas tenían fuerza para mantenerlo al borde de la conciencia.

El humo y las lágrimas lo cegaban y hacían que todo se convirtiese en una mancha oscura y luminosa a la vez. Cuando abrió la última puerta ya no pudo cerrarla; se agarró al pomo y notó que se le doblaban las rodillas y caía al suelo.

– Seigneur! ¿Estás ahí?

Oyó con claridad la voz de Leigh. Sus ojos se negaron a abrirse en medio de otra humareda infernal. Ella volvió a llamarlo y empezó a toser. Cuando su mente se despejó, se dio cuenta de que las llamas estaban tras él y que crecían con el aire fresco que le golpeaba el rostro.

Abrió los ojos con esfuerzo, vio la fría oscuridad que se abría ante él y avanzó tambaleándose, tras cerrar la puerta de golpe para impedir el avance del fuego.

– Leigh. -Apenas emitió un ligero sonido. Ante él surgieron unas columnas borrosas que se elevaban hacia la oscuridad que había en lo alto.

– Estoy aquí arriba -dijo la joven casi sin aliento.

S.T. se tambaleó sobre los pies, con la pierna temblando de dolor.

– ¿Dónde? -preguntó con voz ronca tras arrancarse el pañuelo de la boca.

– Arriba. -El eco repitió aquella palabra que se disolvió entre toses de ahogo-. En la galería. Te encuentras en la capilla de la casa.

S.T. no podía pensar. Ya tenía bastante con respirar, con inhalar aquel aire que le quemaba la garganta y los pulmones.

– ¿Cómo? -preguntó en un susurro-. ¿Cómo… llego -levantó la cabeza sin fuerzas- ahí arriba?

– La escalera… de la capilla en… la salita de estar. -La voz de ella se alzó ronca y misteriosa sobre él-. A la izquierda. La puerta de la izquierda. La habitación… de al lado.

S.T. se humedeció los labios y miró a su izquierda. Distinguió la puerta que ella le indicaba gracias al resplandor que había a ras de suelo. El humo salía por debajo de las hojas y subía por la madera.

Fue a tientas hasta allí y asió el pomo de bronce. Una sacudida de dolor recorrió su mano; se echó hacia atrás y la puerta se abrió con una explosión.

Una bola de humo y fuego lo lanzó hacia atrás. La habitación se llenó del rugido de las llamas, dio con la espalda en el suelo y se levantó de un salto, aterrorizado por el remolino ardiente que sorbía el aire y hacía crecer las llamas. El cuerpo le ardía allí donde la ropa le rozaba la piel. Se puso a duras penas de rodillas, consciente apenas de las llamas que coloreaban los paneles de madera con su luz translúcida y extraña, y hacían que se formasen burbujas en el barniz que se derretía hasta convertirse en carbonilla. De una patada, cerró la puerta ante toda aquella destrucción. Chocó con un pilar de mármol, se abrazó a él y aplastó el rostro ardiente contra la fría piedra.

– Seigneur! -La voz de Leigh estaba llena de angustia-. ¿Estás ahí?

– No puedo pasar por ahí -dijo entre jadeos-. Sunshine…

– El púlpito. -Las palabras le llegaron flotando desde las tenebrosas sombras-. ¿Puedes trepar por el pulpito?

S.T. escudriñó la oscura masa de madera que había debajo de la galería. Unos escalones esculpidos en la madera que llegaban casi a la altura de un hombre, subían hasta un púlpito; a continuación, había un baldaquín de madera tallada que doblaba aquella altura. La parte superior rozaba el suelo de la galería que estaba suspendida en lo alto.

Apoyó la mano en la ornada barandilla de los escalones de madera y se arrastró hasta subirlos, utilizando la mano que no tenía quemaduras para apoyar el peso y no forzar la pierna herida.

Desde el oscuro interior del pulpito asió el borde del baldaquín y se izó hacia arriba. La rodilla se quedó incrustada en uno de los adornos tallados en un lado. Echó mano de toda su fuerza para empujar y, con un gesto de dolor, trató de trepar a lo alto.

Tuvo un ataque repentino de tos; sus pulmones protestaban por el esfuerzo al que los obligaba el denso humo. S.T. perdió el agarre, se asió con la mano quemada y cayó hacia atrás al no soportar los dedos aquella agonía de dolor.

– Aquí -dijo ella-. ¿Puedes alcanzar mis manos? Solo tienes que desatármelas.

S.T. trató de mirar hacia arriba. Distinguió movimiento en la oscuridad, y oyó los golpes frenéticos que daba ella al maniobrar. La pálida silueta de sus manos surgió a través de la balaustrada.

Él se soltó, se dejó caer hasta el suelo del pulpito y apoyó la cabeza en el podio. Le costó un esfuerzo sobrehumano levantarse y sacar el estilete de su funda.

En la humeante oscuridad apenas veía; tuvo que palpar con las manos para encontrar el cordón. Ella soltó un gemido de dolor cuando deslizó la hoja por debajo del nudo.

– Lo siento -murmuró mientras cortaba con todo el cuidado de que era capaz. La cuerda se aflojó y ella se apartó antes de que tuviese tiempo de desatarla.

– Dame la navaja -susurró Leigh-. ¡Mis piernas!

Con un gesto, S.T. le colocó el estilete en la palma de la mano.

– Ten cuidado.

– Claro, no quiero cortarme también el tobillo -murmuró con una tosecilla ahogada-. Así, ya está. ¡Vamos! -Y volvió a asomar la mano por la balaustrada.

– ¿Que suba ahí arriba? -preguntó con voz áspera.

– ¿Acaso quieres salir por donde entraste? Desde ahí abajo no hay salida.

S.T. miró hacia la puerta cerrada de la capilla. Las llamas se distinguían en los bordes, desdibujadas por el humo que penetraba.

– Yo te ayudaré, Seigneur. -Leigh se puso en pie y se inclinó sobre la balaustrada-. Agárrate a mis manos.

– ¿Es que me vas a subir de un tirón? -preguntó secamente.

– Vamos a hacerlo juntos, ¿o acaso crees que voy a abandonarte?

– Juntos.

– ¡Vamos! -le instó ella-. ¡Sube al asiento del predicador y dame la mano!

– No, no podrás sujetarme. -Tanteó en la negra caverna que era el baldaquín y subió al asiento. Encontró la talla con la rodilla-. Puedo hacerlo solo.

Se dio impulso y buscó en la oscuridad un punto donde agarrarse entre los adornos del baldaquín, pero sus dedos llenos de ampollas no soportaron el peso de su impulso. Se estiró, gruñó entre dientes y cayó de nuevo.

– ¡Dame la mano! -gritó Leigh-. ¿Qué es lo que te pasa?