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Se levantó de nuevo sobre el asiento y se asió a las tallas en la madera, al tiempo que daba una patada con la pierna buena para utilizarla como palanca. Durante un instante, se quedó colgado de las manos mientras trataba de izar el cuerpo hasta la cubierta del púlpito. En la lengua tenía un sabor a sangre y a carbonilla. Se oyó gemir como un cachorrillo mientras la pierna herida le ardía de dolor y sentía en los dedos el mismo calor que si se hubiese agarrado a una forja al rojo vivo.

De pronto, notó que las manos de Leigh le rodeaban los brazos y tiraban de ellos con fuerza, con mucha más fuerza de la que jamás había pensado que podía tener una mujer.

La ayuda le dio la media pulgada que necesitaba. Levantó la rodilla por encima del baldaquín, incapaz de reprimir un sollozo mientras levantaba la otra pierna. Pero después, estaba allí en lo alto y el aliento le raspaba la garganta irritada.

– ¡Date prisa! -Las manos de Leigh lo buscaron a tientas-. Por aquí… hay una ventana.

Saltó como pudo por encima de la balaustrada y, a trompicones, fue tras ella, que ya se asomaba por la ventana abierta. Leigh pasó ambas piernas por encima del alféizar y saltó al otro lado. S.T. miró al exterior y vio, para alivio suyo, que el suelo estaba tan solo a unos centímetros de altura.

Levantó la pierna herida sobre el repecho, se dio la vuelta, apoyó el pie en la pared para darse impulso y cayó entre la maleza que crecía bajo la ventana. Se levantó, se agarró con las manos el dolorido muslo y tragó profundas bocanadas de aire fresco, aunque no pudo evitar una tos ahogada tras cada una de ellas.

Leigh lo agarró del brazo y tiró de él.

– ¡Vamos! ¡Aléjate de la casa!

S.T. permitió que fuese ella quien lo guiase y se internó en la oscuridad entre toses y trompicones. Cuando recuperó el aliento se enderezó, tanteó la oscuridad hasta asirla de los hombros, tomó el rostro de la joven entre ambas manos y la besó con fuerza.

Para su sorpresa, Leigh hundió los dedos en su cabello y le devolvió un beso en el que intercambiaron el sabor de la sangre y de la carbonilla. Se apretó contra el cuerpo quemado de él hasta casi hacerle perder el equilibrio con la fuerza de su abrazo. Cuando se apartó de él de golpe, S.T. no le soltó los hombros.

– Maldita sea, Sunshine -dijo con voz entrecortada.

– Sabía que vendrías -dijo ella, y se alejó en la oscuridad.

S.T. se quedó mirándola a través del humo. Sintió que una dolorosa sonrisa se extendía por su quemado rostro, se apoyó en el muro, alzó la vista hacia el cielo y lanzó al espacio un aullido estentóreo de felicidad que terminó con un ataque de tos.

– Me obligaste a comportarme como una auténtica lunática -le soltó ella desde las sombras-. ¿Quieres venir de una vez a un lugar seguro?

Capítulo 24

S.T. logró llegar hasta la hilera de árboles que rodeaba el descuidado jardín. Cuando Leigh pasó ante uno de los troncos, se agarró a él y se apoyó en la corteza.

– Siéntate -dijo con voz ronca-. Necesito… descansar.

La pierna herida se dobló bajo su cuerpo, rodeó el árbol con el brazo y se deslizó hasta quedarse de rodillas.

Cada vez que tomaba aliento era como un castigo por aquel alarido de felicidad, el aire bajaba ardiente por su garganta y le abrasaba el pecho. Leigh se agachó a su lado, y S.T. distinguió parte de su rostro, que quedaba iluminado por el resplandor amarillento de las llamas.

La joven apartó la mano con la que él se cubría la herida y se inclinó sobre ella. A continuación, sin pronunciar palabra, desató el pañuelo que S.T. llevaba flojo alrededor del cuello y lo anudó sobre la herida. S.T. apretó los dientes para no gemir. El corte de la espada le dolía, pero de lo que en verdad era consciente era de su piel chamuscada allí donde la ropa rozaba las ampollas. El aire frío que le golpeaba el rostro y las manos era como hielo sobre fuego.

– No me dijiste que te hubiesen herido -dijo Leigh entre dientes-. ¡Eres un idiota irremediable!

– ¿Herido? -repitió él con voz chirriante-. ParlesangdeDieu, hasta una langosta cocida se sentiría mejor.

Leigh cambió de postura y su rostro quedó en la sombra.

– ¿Dónde tienes quemaduras?

S.T. levantó la mano y la miró. El fuerte olor a lana quemada se entremezcló con el aroma dulzón de la madera al arder.

– Creo que lo que está peor es la palma.

– ¿Dónde está tu cuchillo? -Le tomó la mano con mucha más dulzura de la que antes había empleado para acariciarlo-. Tendré que cortar el mitón.

Antes de que él tuviese tiempo de protestar, ya le había palpado el chaleco y había encontrado el estilete. S.T. jadeó, apretó los dientes con fuerza cuando ella cortó la lana que le cubría el dorso de la mano y empezó a separarla de la palma. El Seigneur no pudo evitar un estremecimiento involuntario.

– Échate en el suelo -dijo Leigh tras cambiar de idea-. ¿Te sientes mareado?

Él tragó saliva, se recostó en ella y volvió a temblar incontroladamente.

– Estoy bien -dijo, pero lo que de verdad estaba bien era dejar que fuese ella quien hiciese el trabajo y le rodeara los hombros hasta que su cabeza alcanzase el suelo. El ligero desnivel hizo que le llegase sangre al cerebro y se despejasen las brumas que lo nublaban.

– ¿Son campanas? -murmuró entre gestos de dolor cuando ella intentó de nuevo cortar el mitón quemado y separarlo de la mano.

– Sí, están dando el toque de alerta en la iglesia. Quédate aquí -dijo, como si él tuviese alguna intención de moverse-. Voy a buscar agua.

Se alejó veloz, y S.T. se dio cuenta de que la noche empezaba a iluminarse con algo más que el fuego. Los gritos lejanos se oyeron más cerca y le llegó el resplandor de las antorchas. Se incorporó, apoyándose en el hombro, y miró a su alrededor.

– Espera. -No fue capaz de forzar la voz más allá de un sonido áspero-. ¡Espera, Leigh!

Ella no se volvió; estaba demasiado lejos para oír nada por encima de las llamas y el alboroto. De alguna parte surgió un grupo pertrechado con cubos; eran hombres y mujeres de rostros rubicundos y con ropas de faena. Entre ellos había algunas de las muchachas de Chilton, pero sobre todo se trataba de gente de la vecindad, que unía sus fuerzas para combatir el fuego, de la misma forma que desde hacía siglos se habían agrupado para luchar contra un enemigo común. Leigh corrió colina abajo, se acercó a uno de los hombres, le señaló algo y le habló a gritos al oído. Alargó la mano, y la posó en el brazo de una joven que transportaba un cubo.

Se volvieron al unísono y regresaron donde él se encontraba. S.T. se sentó con la espalda apoyada en el árbol, pese a que todos sus instintos le advertían de que era mejor desaparecer en la oscuridad que quedarse allí atrapado, herido e incapaz de defenderse. Se puso de pie con esfuerzo, pero antes de que pudiese tomar ninguna decisión coherente, apareció Leigh ante él.

– Mete su mano en el agua del cubo -le ordenó a la joven, y desapareció en la oscuridad a grandes zancadas.

Era el tipo de exigencia autoritaria que los seguidores de Chilton habían aprendido a obedecer sin rechistar. La muchacha asió la mano de S.T. y la introdujo en el agua.

– ¡Dios! -S.T. tragó aire al entrar en contacto con el líquido helado. Aquel agua debía de venir directamente del río cubierto de hielo. La muchacha sostuvo su mano dentro y, tras un momento, la sensación ardiente de la palma de su mano disminuyó hasta convertirse en un dolor apagado.

Leigh regresó con una rama que parecía haber arrancado de algún arbusto cercano. Con el estilete de él empezó a pelar la corteza que la recubría, para después meterla en el interior del cubo.

– ¿Qué es eso? -preguntó él con reticencia.

– Una rama de aliso. Cuando esté mojada, haré una cataplasma con ella. Tú quédate sentado, monseigneur, ya has hecho suficientes heroicidades por hoy. Si te pones de pie, lo único que demostrarás es que eres un bruto.