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Él le dedicó una sonrisa que le causó dolor.

– Mi dulce Sunshine.

– Y tampoco hables, haz el favor. Debes de tener los pulmones abrasados por el humo. -Tomó el cubo de manos de la otra muchacha y dijo-: Tráeme una luz.

S.T. hizo un gesto negativo con la cabeza cuando la joven salió corriendo.

– No quiero una antorcha. No levantes tanto revuelo. Únicamente…

– Necesito luz -dijo ella interrumpiéndolo-. Quiero examinarte la pierna.

– Y meterme en la cama y preparar una pócima, ¿y después hacerme tragar algún brebaje estimulante? Eso no será necesario. No creo que vaya a quedarme mucho aquí, Sunshine.

Ella lo miró sobresaltada.

S.T. sacó la mano quemada del agua, la sacudió e inclinó la cabeza en dirección a la multitud que se había formado colina abajo.

– Me parece reconocer a un juez de paz, si no me engaña toda una década de eludir a los de su profesión.

Leigh se volvió para mirar. Allá abajo, un robusto caballero que había llegado sobre su montura hacía gestos y daba instrucciones.

– El señor MacWhorter -dijo, y exhaló un soplo de aire helado como si el nombre la irritase-. Tienes razón, es uno de los jueces. -De súbito, su cuerpo se tensó y apartó la mirada del caballero para fijarla en la espalda de la joven que se alejaba, cubierta por una capa de color claro-. ¿Dónde está Chilton? -preguntó con brusquedad.

S.T. alargó la mano sana, la cogió del hombro y la hizo girar en dirección a un cuerpo inmóvil que yacía en el suelo a unos metros de la muchedumbre. Nadie se ocupaba de él, únicamente le habían echado descuidadamente por encima una capa negra que le cubría la cabeza y los hombros.

Leigh se quedó inmóvil al verlo. S.T. no retiró la mano de su hombro.

La joven miró fijamente el cadáver de Chilton, y a continuación alzó la mirada hacia Silvering.

La brigada de los cubos lanzaba su insuficiente contenido a la casa en un intento de mojar las partes que todavía no eran pasto de las llamas, pero el humo salía sin cesar por la puerta abierta y tras las ventanas de todas las estancias de la planta baja rugía un resplandor naranja y amarillo.

S.T. vio cómo la realidad de lo ocurrido se reflejaba en el rostro de Leigh. Todo el horror reprimido mientras luchaban por escapar, toda la verdad de lo que había sucedido la alcanzó en aquel momento de silencio. Permaneció allí inmóvil, hizo caso omiso de la mano que S.T. posaba sobre ella, de los gritos que se oían a su alrededor y se dedicó a contemplar cómo ardía su hogar.

«Ahí la tienes -pensó S.T.-, ahí tienes tu venganza.»

– Sunshine -dijo en alto, con voz ronca y profunda.

Le apretó el hombro, esperando que se apartase rápidamente de él, como hacía siempre, y rechazase todo consuelo, pero no lo hizo. Cerró los ojos y se apoyó en su mano. Cuando la aproximó hacia él, la joven volvió el rostro hacia el pecho de S.T. como si buscase esconderse en él.

La abrazó fuerte, pese al dolor que le causaba que el cuerpo de ella se ciñera al suyo con tanta fuerza. Quería sufrir, merecía consumirse en las llamas del infierno por lo que había hecho.

Leigh no podía ser suya. Lo sabía; lo había sabido desde el principio.

En aquel momento, todo había terminado.

«Aurevoir,mabelle… ha llegado la hora de que nos separemos…»

Era la misma estrofa de siempre. La misma canción, el mismo final. Tenía que irse. No podía quedarse.

Pensó que ella estaba en lo cierto. Le había llamado mentiroso, había mirado hacia delante y había visto este final, se había enfrentado a lo que él era incapaz de afrontar. Había llegado muy pronto el adiós. Él había creído que dispondría de más tiempo. Se había introducido allí a hurtadillas, para a continuación materializarse, igual que la muerte, a la que se niega una y otra vez, pero que es inevitable.

– ¿Cómo lo hiciste? -le preguntó Leigh con voz apagada.

Por un instante, él no supo a qué se refería.

Después ella levantó la cabeza y miró hacia el cadáver de Chilton.

– No fui yo. -S.T. tragó aire hasta el fondo de sus quemados pulmones-. Fue otro quien lo hizo.

«Pero será a mí a quien acusen.»

No lo dijo en voz alta. Se limitó a mirar con tristeza a aquel honrado juez rural, a todas aquellas gentes íntegras que no se habían enfrentado a Chilton para defenderla. Pero las consecuencias las pagaría él. Se había mostrado a la luz en aquel lugar, y ahora, como siempre, tenía que irse, antes de que la situación se normalizara y la gente respetuosa con la ley comenzase a hablar. Empezase a unir los cabos sueltos.

Y eso ya estaba pasando. La joven de la cofia que había traído el cubo de agua estaba junto al estribo de MacWhorter y le hablaba durante más tiempo del que una simple petición de una antorcha requería. Mientras S.T. contemplaba la escena, el caballero desmontó, la joven señaló con el dedo, MacWhorter agarró una lámpara para iluminar en aquella dirección y comenzó a subir la colina en dirección a él y a Leigh.

S.T. se apartó de golpe del árbol y se quedó erguido. No apartó el brazo con el que rodeaba a Leigh, pero ella al instante se separó y miró por encima del hombro. Se oyó un grito, y los que luchaban contra el fuego se apartaron tras explotar dos de las ventanas y surgir de ellas unas llamas que se extendieron por la fachada de piedra.

S.T. apretó el brazo con el que ceñía el cuerpo de Leigh. Todavía no iba a abandonarla. No cuando ella aún lo necesitaba. Así no. No iba a salir corriendo como un ladrón furtivo ante un juez de pueblo de rostro solemne y nariz aguileña.

Pese a la distancia, S.T. vio que la expresión del rostro del hombre cambiaba al reconocer a Leigh. El caballero se quedó mirándola y, a continuación, depositó la lámpara en manos de la joven, alargó los brazos y echó a andar hacia ellos con grandes zancadas.

– ¡Milady! -gritó por encima del estruendo del fuego-. Lady Leigh, Dios nos asista, ¡esto es asombroso! -Subió a toda velocidad colina arriba-. No teníamos ni idea de que hubieseis regresado. Esa mocosa afirma que estabais dentro. -Llegó a la altura de ellos, sacudió a Leigh por los hombros y la atrajo hacia sí-. Niña, niña, ay Dios mío, ¿qué estáis haciendo aquí? ¿Qué es lo que sucede?

Leigh soportó el abrazo un momento y después se apartó del hombre.

– ¿Es posible salvar la casa?

Él se humedeció los labios y apartó la mirada.

– Lo siento. Lo siento muchísimo. No hay muchas posibilidades.

– En ese caso todo ha terminado. Todo. -Leigh miró a S.T. con súbita intensidad.

Él no entendió la mirada. En ella no había acusación. Parecía expectante, como si él pudiese decir algo que lo cambiaría todo. Buscó sus ojos de mirada firme y pensó que si existiesen palabras mágicas para retroceder en el tiempo y darle la ocasión de hacer las cosas de manera distinta, él habría vendido su alma al diablo para lograrlo.

Leigh continuaba mirándolo. De súbito, levantó la mano y le acarició el rostro cubierto de ampollas.

– Tus pobres cejas -dijo-. Quemadas por completo por culpa del diablo.

MacWhorter la miró como si estuviese loca.

– Milady, venid y alejaos de aquí. Os mandaré a mi casa con la señora Mac para que podáis disfrutar de todas las comodidades.

Leigh no apartó la mirada del rostro de S.T.

– Él me ha salvado, señor MacWhorter -dijo-. Buscó por toda la casa hasta dar conmigo.

Por primera vez, S.T. recibió una mirada directa del caballero, que parecía incómodo y tenía el ceño fruncido, como si le resultara un tanto molesto que le presentasen a aquel héroe en particular.

– Si es así, os debemos nuestra más profunda gratitud.

S.T. hizo una ligera inclinación. La pierna le dolía y le escocía, pero él se mantuvo erguido con el peso apoyado sobre ella.