– El señor Chilton está muerto -dijo Leigh.
MacWhorter se aclaró la garganta.
– Sí. He examinado su cadáver. -Levantó la voz para hacerse oír por encima del ruido-. Muy desafortunado. De un disparo. -Y miró de nuevo a S.T., como si estuviese haciendo un cálculo.
S.T. le devolvió la mirada.
– Será necesario hacer algunas averiguaciones -dijo el juez con voz fuerte.
– Ah, ¿sí? -Pese al barullo que los rodeaba, el tono ácido de las palabras de Leigh se oyó con total claridad-. Antes, jamás las hacíais.
MacWhorter frunció el ceño.
– Formaremos un jurado.
– Sí, hacedlo -declaró S.T. con voz ronca-. Supongo que ahora podréis formarlo sin peligro.
MacWhorter respondió a sus palabras levantando la barbilla.
– Me temo que necesito que me deis vuestro nombre, caballero, y me digáis cuál es vuestra dirección.
– Samuel Bartlett. Me alojo en la posada Twice Brewed Ale.
– ¿Y a qué os dedicáis?
S.T. sonrió con la boca torcida.
– Aparte de a rescatar a alguna que otra damisela, me dedico a viajar.
– A la ley no le hace gracia la frivolidad, señor Bartlett. -MacWhorter lo examinó con frialdad-. Me han llegado informes de incidentes ocurridos en el curso de las últimas semanas, de la presencia de elementos sospechosos en la Twice Brewed.
– ¿Y lo habéis investigado? -preguntó Leigh en tono burlón-. ¿Pensasteis que era necesario hacer averiguaciones?
– Estaba a punto de hacerlo, desde luego.
S.T. posó la mano en el tronco del árbol y se apoyó sobre ella disimuladamente.
– El hombre que buscáis es George Atwood. Lord Luton. Fue él quien disparó a Chilton.
– ¿Y cómo lo sabéis? -El juez enarcó las cejas y bajó la barbilla-. ¿Estáis diciendo que lo presenciasteis?
S.T. miró hacia el edificio en llamas.
– Pues sí, yo lo vi.
– ¡Acusáis a un lord! ¿Tengo que creer que pasaba por casualidad y le disparó a ese hombre? ¿Por qué motivo?
– Preguntad a las muchachas -dijo S.T.-. Las dejé en las ruinas junto al río, donde estaba el puente romano.
– ¿Son testigos del asesinato?
S.T. movió la mano con impaciencia.
– Ellas no vieron cómo le disparaban a Chilton, pero pueden contároslo todo sobre lord Luton. Aunque dudo que podáis atraparlo. Ya debe de estar lejos.
– Me resulta muy extraño que ese tal lord Luton aparezca y desaparezca tan convenientemente -dijo MacWhorter-. ¿Y qué tenéis que ver vos en este asunto, señor Bartlett? ¿Cómo es posible que aparecieseis aquí a estas horas?
– Estaba tomando el aire -respondió S.T. con voz ronca-. ¿Por qué otra razón iba a estar aquí?
Las aletas de la nariz del juez de paz se dilataron en un gesto de desprecio.
– Tomando el aire. A lomos de un caballo negro, tal vez. Me han dicho que hay uno atado tras la última de las casitas, con una máscara blanca y negra en las alforjas.
Otro grupo de ventanas se hizo pedazos, y de nuevo los gritos y las llamas se alzaron hacia el cielo. El fuego convirtió a MacWhorter en una pálida silueta cuando se inclinó hacia S.T.
– ¿Queréis acaso escabulliros de la justicia, señor Bartlett? Ha habido rumores sobre vos y sobre quién sois. Creo que podría hacer algunas averiguaciones más precisas sobre el asunto. Quizá seáis vos quien le disparó, caballero.
– Lo habría sido -dijo S.T. con voz rasposa-, pero Luton llegó primero.
Leigh le acarició el brazo, como si quisiese silenciarlo.
S.T. le levantó la mano, se la besó y la apretó con fuerza con la suya.
– Bien. Dejémonos de historias. Vos sabéis muy bien qué ha sucedido aquí, MacWhorter. Lo sabéis con todo detalle. Una jovencita sin experiencia ha logrado lo que vos y los vuestros teníais miedo de hacer, y se las ha ingeniado para poner fin al maleficio que se había apoderado de este lugar. -Su voz se volvía más ronca a medida que elevaba el tono-. Ahora estáis a salvo, vos y vuestra familia. Ya no corréis peligro, y sin embargo estáis aquí mientras esta casa se quema y tenéis la desfachatez de hablar de jurados y de justicia. -S.T. torció la boca-. Vamos, detenedme e interrogadme, bastardo cobarde, si de verdad creéis que por ahorcar a alguien, podréis dormir mejor por las noches.
El juez apretó los labios. Miró indignado a S.T. y resopló con fuerza por la nariz.
– Puedo adivinar quién sois vos, caballero. ¡Un vulgar forajido!
– Y yo sé muy bien quién sois vos -respondió S.T.-. No necesito adivinarlo.
MacWhorter apartó la mirada y la dirigió hacia el numeroso grupo que formaba la brigada de los cubos. El calor del fuego perlaba su frente de sudor. Su mandíbula se estremeció.
– Idos -dijo con furia-. Desapareced de mi vista; salid de mi distrito. -Con un movimiento brusco, se apartó y después volvió a dirigir la mirada hacia él-. Llevaos vuestra espada y vuestra máscara. Tenéis de plazo hasta que se haga de día, porque entonces organizaré una partida para salir en vuestra busca bajo la acusación de asesinato y robo.
La luz que su linterna proyectaba osciló cuando se dirigió colina abajo.
S.T. recostó la cabeza sobre el tronco y cerró los ojos. Oyó en el oído bueno el silbido y el crepitar del fuego, el humo negro se había adueñado de su gusto y su olfato. Le dolía todo; incluso los ojos los notaba secos e inflamados.
– Voy a vendarte la mano -dijo Leigh.
Abrió los ojos y vio cómo se agachaba entre las sombras en movimiento que había a sus pies y cogía las tiras de corteza del cubo. Cuando se levantó, la asió por la muñeca. En realidad no distinguía su rostro, pero era ella, cubierta ahora por las sombras y con las llamas como fondo. El resplandor dibujaba un halo en torno a su cabello, iluminaba la curva de su mejilla. La atrajo hacia sí con la única intención de retrasar su marcha, de fingir que podía tenerla para siempre entre los brazos, con el rostro hundido en el hueco de su hombro. El olor a humo, el dolor y la realidad de ella inundaron sus sentidos.
– No quiero dejarte -dijo con voz áspera, y a continuación soltó una risa atormentada que ahogó en el abrigo de ella-. Dios, esa era una de las cosas que siempre decía: «no quiero dejarte; te quiero; volveré»… -La abrazó con más fuerza-. El Señor nos asista, Leigh, ¿qué es lo que he hecho?
Ella volvió la cabeza y apretó la mejilla contra la de S.T. Su piel refrescó su rostro lleno de ampollas.
S.T. no podía decir nada más. «Te necesito. Nunca te olvidaré.» Todas las palabras que se le ocurrían, todas las promesas y votos que acudían a sus labios le parecían carentes de todo valor, se habían convertido en polvo por haberlas pronunciado tantas veces. ¿Habían tenido alguna vez sentido para él todas aquellas promesas de volver? Aunque hubiese sido en tan solo una ocasión, ¿le había resultado alguna vez más difícil marcharse que quedarse?
La abrazó con fuerza mientras su cabeza no dejaba de dar vueltas en un intento por encontrar una salida, una solución para que su detención no lo condujese directamente al cadalso. Podría eludir la acusación de asesinato, había pruebas suficientes para que las cosas no estuviesen tan claras… pero su pasado lo tenía atrapado. Si lo cogían, estaba acabado. Tenía a sus espaldas delitos suficientes a la espera de castigo.
Fue Leigh quien puso fin al abrazo. Siempre tan práctica, lo apartó para buscarle la palma de la mano y hacerle una cataplasma con la corteza del árbol y unos jirones de tela. Con la mano libre, él le acarició el pelo mientras la veía hacerlo gracias a la luz que proyectaba su hogar en llamas.
– Habría que hervir la corteza de aliso -dijo la joven-, pero esto es mejor que nada.
Tras completar la tarea, alzó el rostro. S.T. bajó la mirada hasta la mano que le había vendado. El tiempo parecía fluir implacable, como el agua.
– Leigh -dijo-, ¿adónde irás ahora?
Ante el fuego, ella no era más que una mancha oscura. S.T. era incapaz de distinguir su rostro.
– No lo sé -respondió.