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– ¿Tienes familia?

– Una prima. En Londres.

– ¿Cómo se llama?

Ella se volvió a medias, y el fuego le permitió ver el contorno de su pómulo y sus labios, lisos como el mármol, sin expresión.

– Clara Patton.

– Ve allí -dijo S.T.-. Yo te encontraré.

Leigh lo miró, de nuevo no era más que una sombra misteriosa.

– ¿Por qué? -preguntó.

«Porque no puedo vivir sin ti. Porque te amo. Porque esto no puede terminar así.»

Otra vez esas palabras que no podía decir. Todas aquellas mentiras que había contado en su vida.

– Porque lo necesito -respondió con fiereza.

– Qué hombre más tonto -dijo ella, pero apenas se la oyó por culpa del fuego.

– Tengo que encontrarte otra vez. No permitiré que desaparezcas. No puedo… es… es imposible -balbuceó él de manera incoherente-. Irme. Ahora. De esta forma. Pensaré en algo.

– ¿En qué vas a pensar? -En la voz de ella había una nota extraña-. ¿En una señal secreta? ¿Dos velas en la ventana cuando puedas reunirte sin peligro conmigo en el jardín?

Como un abismo, aquel futuro se abrió a los pies de S.T. Se sintió superado, inútil, igual de horrorizado que si ella le hubiese lanzado a su rostro quemado el cubo de agua helada. Se lo imaginó. Conocía muy bien ese retozar en el jardín, pero la excitación que eso despertaba ahora se había tornado amarga; el romanticismo se había convertido en un castigo.

– No -dijo-. Así jamás, nosotros no.

– ¿Cómo, entonces?

S.T. apretó el puño derecho y sintió la quemadura.

– Sunshine, Sunshine, al diablo con todo…

Una densa columna de humo se desplazó hacia ellos. S.T. tuvo que entrecerrar los ojos ante el escozor. La tos le hizo doblarse sobre sí mismo. Cuando recuperó el aliento y pudo enderezarse, vio que habían dispuesto una pequeña máquina contra incendios. Un equipo de hombres hacía funcionar la bomba, que lanzaba al aire un tembloroso arco de agua en dirección a la ventana mientras la brigada de los cubos trabajaba para mantener lleno el depósito.

– Demasiado tarde -declaró Leigh y se frotó los ojos con la manga.

S.T. no supo si lo hacía por el humo o porque estaba llorando.

– Podrían salvar las alas del edificio -logró decir él, tras tragar saliva por su torturada garganta.

Leigh se encogió de hombros.

– No importa. Ahora todo ha terminado.

– Leigh…

La joven lo miró de nuevo. Ahora, S.T. la veía con claridad en medio del resplandor; volvía a tener aquella mirada expectante, la barbilla ligeramente alzada, los labios un poco entreabiertos.

– Te amo -dijo con su voz ronca-. ¿Lo recordarás?

La expresión desapareció del rostro de Leigh. Sonrió levemente, con tristeza.

– Recordaré que me lo has dicho.

– Es cierto. -La voz del hombre se quebró.

Leigh cogió el cubo de agua. Iba a irse de allí, S.T. no tenía la menor duda, sintió que el pánico le inundaba el pecho y la agarró del brazo.

– ¿Te irás con tu prima?

Leigh lo miró a los ojos. La expresión de su rostro ya no era expectante ni inquisidora ni triste, la mirada que le dirigió fue como el refulgir de un sable.

– No estoy segura -contestó deliberadamente.

Él se mantuvo firme ante el reto, negándose a rendirse, a reconocer la derrota, a aceptar que aquello fuese el final.

– ¿Y a qué otro lugar podrías ir?

– Podría ir contigo.

Lo dijo sin inmutarse, con tranquilidad.

S.T. se quedó inmóvil, la garganta le ardía al respirar.

Entre el ruido del fuego y la nube de humo; entre el calor, el intenso olor y aquel sabor amargo, S.T. encontró lo que se le había escapado durante toda la vida. Fue como recibir un regalo sin adornos, sin todos esos lazos que se usan para embellecer un objeto de poco valor.

No le había dicho que lo amaba. No tenía necesidad de decírselo. Con tan solo tres palabras lo había puesto en su sitio.

Los ojos de ella eran intensos mientras lo observaba; orgullosa y severa, una diosa con el alma ardiente. Su mirada era exigente y generosa a la vez, le rogaba la verdad, le ordenaba que fuese sincero.

Lo atravesó de lado a lado, destruyó sus fantasías y lo puso frente al rostro devastador de la realidad.

S.T. apartó las manos de ella.

– No puedo llevarte conmigo. Ahora sería imposible con MacWhorter y sus sabuesos tras de mí. ¿Cómo podría llevarte ahora?

– Yo no tengo miedo.

– Espérame -dijo él-. Yo te encontraré. Pensaré la manera de poder estar juntos.

Leigh bajó la cabeza. En aquel gesto, él vio desprecio y eso le destrozó el corazón, lo hizo añicos. Se sintió demasiado avergonzado para tocarla. Todo su pasado, todas sus locuras habían acabado en esto. Ella le ofrecía una fortuna y él, a cambio, no tenía sino sueños que ofrecerle.

Hasta ahora, con los sueños había tenido suficiente. Nadie le había pedido nada más.

– No será por mucho tiempo -dijo con su voz ronca-. Todo este alboroto pronto se calmará.

Ella levantó la vista, lo atravesó con la mirada. Sin decir ni una palabra, se burlaba de sus promesas.

– Ya encontraré la forma, ¡maldita sea! -S.T. volvió a recostar la espalda en el árbol, al tiempo que observaba las chispas que se alzaban hacia el oscuro cielo y brillaban y desaparecían entre las ramas-. Créeme. ¡Solo quiero que me creas!

– Eso no es lo que yo puedo ofrecerte -dijo ella. Y de repente su voz ya no era tan controlada. Había en ella un temblor. Fue la única muestra de emoción que la traicionó-. No puedo ser siempre una damisela en apuros para ti. No puedo ser tu reflejo. Solo puedo ir contigo si tú me lo pides.

La ira se apoderó de S.T. Se apartó de un empujón del árbol, sin acordarse de la mano herida.

– ¡Te estoy pidiendo que esperes! -La frustración y el humo apagaron su grito, lo quebraron hasta convertirlo en un aullido roto-. Que tengas un poco de fe.

Leigh lo miró. Era tan bella, estaba tan distante, no había en ella ni rastro de devoción ni de cariño ni de aquiescencia. Él sabía lo que estaba pensando, lo que en aquel momento sentía.

– Deberías marcharte -dijo ella al fin.

– ¿Me esperarás?

Leigh dirigió la mirada hacia la casa, a aquella destrucción que había sido su hogar.

– No tengo adónde ir, ¿verdad?

– A la casa de tu prima. De Clara Patton, en Londres.

Con una extraña sacudida de la cabeza, como si quisiese despejar alguna bruma en su interior, dijo:

– He permitido que esto suceda. Me he hecho esto a mí misma. Yo lo sabía. Lo sabía y dejé que ocurriera.

El ataque de ira que él sentía se esfumó. Levantó ambas manos, apretó los dedos contra las mejillas de la joven; la mano vendada formó una pálida forma en la sombra del cuello de ella, y la besó.

– En Londres. Allí estaré.

S.T. notó cómo las lágrimas caían por las mejillas de Leigh. Caían frías sobre sus dedos quemados y le escocían.

– Vete -dijo ella, apartándolo de un empellón-. Vete ya.

S.T. dio un paso hacia ella, pero Leigh se volvió por completo. Dejó caer el cubo de agua y fue a grandes zancadas colina abajo, dejándolo con tan solo el húmedo rastro de sus lágrimas en las manos.

El hombre no apartó la vista de ella hasta que llegó a la máquina contra incendios. MacWhorter salió a su encuentro. El juez la miró y después dirigió la vista a lo alto de la colina.

En ella no había indulto alguno, solo una mirada fría que lo desafiaba a quedarse más tiempo en aquel lugar.

S.T. miró más allá del cadáver de Chilton. En sus proximidades yacía desnuda una espada que le era familiar. Bajó cojeando por la vertiente, recuperó el arma y descubrió el tricornio de borde plateado entre las sombras. Después tiró de su capa y la quitó de encima del cadáver de Chilton. Habían cerrado los ojos del predicador, pero su pálido rostro estaba iluminado por un extraño resplandor cobrizo procedente de las llamas.