Respiró hondo, se encasquetó bien el sombrero y volvió a montar a Mistral.
Justo en el momento en que con las riendas le indicaba al caballo que fuese a la izquierda, Nemo descubrió algo a la derecha que despertó su interés. El lobo se metió bajo el hocico de Mistral y, al hacerlo, la rienda se atravesó sobre el pecho del caballo. Mistral arqueó el cuello y caracoleó como protesta ante aquellas señales contradictorias. S.T. lo forzó a ir hacia la derecha, y Mistral se tomó la improvisada indicación al pie de la letra: apoyó todo su peso sobre los cuartos traseros tal como le habían enseñado y empezó a hacer piruetas en el aire con las patas de delante.
En el campo de batalla habría sido una maniobra grandiosa, pero en el patio de la hostería hizo que una mujer se pusiese a chillar y que los mozos de cuadra apareciesen de golpe. De repente, todos se agruparon a su alrededor, los miraron fijamente, se pusiesen a dar gritos y los señalaron con los volantes que tenían en la mano.
Lo habían reconocido. Un momento antes, solo era un viajero más en la abarrotada explanada, y al siguiente se había convertido en el salteador de caminos.
S.T. se llevó la mano a la espada, pero no la desenvainó; no podía hacerlo en medio de aquella multitud. La correa se tensó en su mano cuando Nemo reaccionó ante el peligro y la expectación lanzando gruñidos y pegando saltos hasta donde la correa se lo permitía. S.T. tuvo que soportar en el brazo todo el peso del animal. De un fuerte tirón, hizo retroceder al furioso lobo y condujo a Mistral hacia la cancela de entrada.
Los espectadores que se habían interpuesto en su camino para impedirle la huida perdieron de repente todo el interés cuando Mistral se lanzó hacia delante. Pero los repetidos saltos de Nemo ejercían una fuerza contraria sobre el cuerpo de S.T. Todo aquel peso en movimiento solo sirvió para hacerle perder el control.
Mistral retrocedió alarmado. S.T. sintió cómo el caballo se tambaleaba y se inclinaba bajo aquel peso desequilibrado. Una marea de gente pareció rodearlos. En las milésimas de segundos que transcurrieron entre dejar que Mistral cayese al suelo y controlar a Nemo, S.T. se abalanzó sobre el cuello del caballo y le quitó las riendas.
Mistral cayó sobre las patas delanteras. S.T. volvió sobre la silla para llamar desesperadamente a Nemo, pero la oportunidad de escapar se evaporó al aproximarse los mozos de cuadra y los postillones para arrebatarle las bridas. El lobo describió un amplio círculo entre gruñidos y amenazas. Los espectadores se apartaron dando alaridos. En ese instante, S.T. levantó a Mistral del suelo, miró hacia delante y vio que unos muchachos empujaban un faetón vacío para bloquear la cancela. No lo pensó. Hundió las espuelas en el enorme caballo y se lanzó hacia la entrada con la mente, el cuerpo y el corazón concentrados en el espacio oscuro que quedaba sobre el vehículo y que significaba la libertad.
Mistral dio dos zancadas a todo galope, lo único que el reducido espacio le permitía hacer, y saltó. La luz se hizo sombra. Con el impulso, S.T. se inclinó hacia atrás mientras volaba. Lentamente y de forma extraña, vio los asientos del faetón bajo el lomo de Mistral; la negra silueta del arco de entrada parecía una mano que quisiera atraparlos en lo alto. A continuación, con una fuerte sacudida y entre las salpicaduras del charco que había bajo la cancela, pisaron tierra.
Con un nuevo salto salieron a la calle y S.T. tiró de las riendas exigiendo a Mistral un último esfuerzo; con tres zancadas pasó de un alocado galope a un paso más controlado. Vio que Nemo salía a toda velocidad por debajo del faetón y, por un instante, creyó que iban a lograrlo. Gritó al lobo y se inclinó sobre el cuello de Mistral, pero en ese momento el cuello de Nemo sufrió una sacudida que tiró de él hacia atrás; el lobo cayó al suelo tras enredarse la correa en la rueda trasera del faetón.
Nemo cayó de espaldas en el charco de barro. S.T. reaccionó frenético, consciente apenas de la muchedumbre que se agolpaba en la calle. Clavó las espuelas en Mistral para obligarlo a retroceder cuando el lobo se levantó y se lanzó hacia delante. Pero uno de los postillones saltó sobre el faetón y agarró la correa. Mientras Nemo tiraba de ella para ir detrás de S.T., el muchacho anudó el extremo a uno de los rayos de la rueda.
S.T. cabalgó hasta el arco de entrada e hizo retroceder al postillón con un alocado golpe de su espada. Se inclinó hacia el animal y trató de cortar la correa con el filo, pero las vueltas que daba Nemo, desorientado, hicieron vano su intento por liberar al lobo. Pese a que la multitud le cerraba ya el camino hacia la libertad, lo intentó una y otra vez mientras los cascos de Mistral reverberaban junto a los gritos bajo el arco. Siguió intentándolo incluso cuando la trampa se cerró, cuando Nemo abandonó su actitud beligerante e intentó dar un salto para lamer la mano de S.T., cuando alguien se hizo con las riendas de Mistral, cuando las pistolas y una escopeta de caza apuntaron hacia él en medio de la muchedumbre. Se quedó inclinado, con el brazo caído, la espada colgando de él y el rostro hundido entre las crines de Mistral.
Por primera vez en su vida, S.T. estaba en prisión. Podía haber sido peor, mucho peor, era consciente de ello. Los cuáqueros que regían en Kendal mantenían la cárcel tan limpia como su próspero pueblo; no permitían las mofas ni que se lanzaran gatos muertos, y tampoco les agradaba que hubiese cánticos a favor del prisionero. La detención y el encarcelamiento de S.T. habían sido de lo más pacíficos.
Le permitieron que Nemo permaneciese con él en la celda, e incluso dieron su autorización para que ambos, S.T. y el lobo, pudiesen hacer dos salidas al día para tomar el aire y hacer ejercicio. Mientras estaban fuera de la celda, Nemo iba con un bozal y S.T. con grilletes, una humillación que habría sido insoportable si no fuese por la actitud amable de los vecinos de la localidad. Acompañado de dos agentes y del lobo, S.T. recorría la calle mayor, se detenía en el King's Arms para visitar a Mistral y hacía el camino de vuelta entre amables y frecuentes saludos, a los que respondía con una gentil inclinación. Aquella aparente popularidad habría sido más gratificante si S.T. no supiese que la recompensa de mil libras iba a recaer sobre todo el pueblo de Kendal. Los padres de la ciudad habían decidido utilizar el dinero para convertir una de las casas en unos salones de reunión públicos, para que los honrados ciudadanos pudiesen entretenerse jugando a las cartas, representando obras de teatro y organizando bailes.
No tenía ninguna duda de que asistirían a su ejecución con similar entusiasmo, pero para ello había que esperar la llegada del tribunal superior del condado y la celebración del juicio.
Todo, a su manera, parecía encajar. Incluso en su caída era un elegido, un deslumbrante caballero al que le importaban un bledo sus circunstancias. S.T. sabía cómo representar ese papel. Lo había representado durante años.
Durante tres semanas esperó, hasta que una mañana apareció un agente y le comunicó que un caballero quería verlo. La tardanza no era sorprendente. Tras la detención, S.T. había enviado una carta a los viejos abogados de su padre y les había solicitado sus servicios. Como ya lo habían mirado con recelo cuando no era más que el heredero de dudosa reputación de un patrimonio en decadencia, no esperaba que ahora recibiesen con entusiasmo el encargo de defender al príncipe de los bandoleros. Pero tenía un motivo añadido: quería que tanto Mistral como Nemo tuviesen quien los cuidase. Aquello era lo que más le preocupaba cuando, tumbado por la noche en su catre, miraba al techo mientras acariciaba la cabeza de Nemo, que estaba tumbado en el suelo junto a él.
La única persona en la que confiaba para que se hiciese cargo de ellos era Leigh. Por lo menos se lo debía. Había reflexionado largo y tendido sobre el asunto, había tratado de imaginársela tan fría como para dar su nombre completo a las autoridades de la Corona… y, aunque estaba seguro, no tenía a nadie más. Ya había dejado a Siroco a su cuidado cuando se escabulló hasta las ruinas romanas aquella noche para cambiar de caballo y envió a Castidad, a Dulce Armonía y a Paloma de la Paz al Santuario Celestial a lomos del caballo negro para que Leigh, tan práctica como siempre, se hiciese también cargo de ellas.