Creía en ella. Por mucho que lo intentase, no lograba convencerse de que fuese ella quien lo había traicionado.
No, Leigh no lo haría. En ella no tenía cabida la deshonra.
Así que ahora ella iba a descubrir que había sido nombrada albacea del testamento y las últimas voluntades de Sófocles Trafalgar Maitland, y heredera de un lobo, un caballo, distintos cuadros a medio pintar, un castillo en ruinas en Francia y cuentas bancarias distribuidas en quince lugares a lo largo y ancho de Inglaterra, siempre que la Corona no confiscase los fondos para ponerlos a disposición del Estado.
«Acuérdate de mí -pensó S.T.-, solo quiero que me recuerdes de vez en cuando.»
Cuando apareció el agente, S.T. rebuscó en el bolsillo el trozo de papel doblado en el que había escrito una lista de los bancos, dejó que le pusiese las esposas, habló con firmeza a Nemo para que se quedase allí y siguió al hombre al exterior de la celda. Había esperado reunirse con el letrado en las oficinas de los agentes en la cárcel, pero en su lugar fue conducido al exterior, acompañado de dos agentes, que lo hicieron cruzar al otro lado de la calle para meterse por una calleja en la que había establos y entradas a jardines. Finalmente llegaron a unos escalones que conducían a la entrada del servicio de una elegante casa.
La cocinera y las criadas que la ayudaban se alinearon junto a la pared con los ojos abiertos de par en par mientras S.T. y los agentes atravesaban la cocina.
– Ten cuidado, Lacie, te van a entrar moscas en la boca -dijo uno de los agentes con voz potente a la vez que le daba un golpecito cariñoso a la criada más joven.
La muchacha le hizo una reverencia.
– Claro que no, señor Dinton. A mí no.
S.T. la miró al pasar y le sonrió con la comisura de los labios. La criada soltó una risita e hizo un nuevo saludo; la cocinera le ordenó entre dientes que volviese a su faena.
Los agentes subieron con decisión la estrecha escalera con S.T. entre ellos. Al alcanzar el rellano, les salió al encuentro un ama de llaves de rostro severo.
– Por aquí -les indicó con sequedad, y abrió la puerta que conducía a una cómoda biblioteca.
Las cortinas de las ventanas que daban a la calle estaban corridas, y el rojo brocado permitía apenas que entrase un hilillo de la luz del día, pero en la chimenea ardía el fuego y abundantes velas iluminaban la estancia.
– El señor Dinton y el señor Grant tienen que esperar al otro lado del pasillo, en la salita -anunció el ama de llaves.
– ¿Qué? ¿Y dejarlo aquí solo? -protestó Dinton.
– Sus instrucciones son que lo encadene a la mesa -respondió la mujer. Las aletas de su nariz se ensancharon, como si el simple hecho de repetir aquella orden constituyese una ofensa para ella. Esperó hasta que los agentes del juzgado de paz, entre murmullos, terminaron de sentar a S.T. y de encadenar sus dos manos a las patas de la mesa.
– Lo único que quiero es hacer testamento -musitó él-. No sé a qué viene tanto alboroto.
El ama de llaves lo miró por encima del hombro y, tras hacer salir a los agentes fue tras ellos y cerró de un portazo. S.T. oyó cómo sus pasos se dirigían al otro lado del corredor, y después el ruido de otra puerta al cerrarse. Los zapatos del ama de llaves se alejaron con un ruidito seco.
Esperó. Todo aquello le parecía muy exagerado para tratarse de un preso común y unos abogados un tanto renuentes.
Se oyeron unos pasos que se aproximaban a la puerta, el suelo de madera del pasillo retumbó con fuertes crujidos. S.T. se echó hacia atrás en la silla y enderezó los hombros; se sentía tenso y avergonzado y no estaba dispuesto a dejarlo entrever.
La corpulenta figura que abrió la puerta y entró con pasos pesados pertenecía a un completo desconocido. S.T. lo miró a la espera de que fuese él quien se presentase, ya que imaginaba que sobre su identidad no cabía duda alguna.
Durante un momento de silencio, el robusto hombre miró a S.T. Lo examinó como si se tratase de una mercancía en el mercado, y fue de izquierda a derecha mientras el suelo protestaba crujiendo a cada paso. Pese a la figura entrada en carnes, la chaqueta de seda turquesa tenía un corte perfecto, y la chalina era de un lino impoluto. Se detuvo, adelantó el labio inferior, y mantuvo las manos en los bolsillos.
– ¿Quizá quiere examinar mi dentadura? -preguntó S.T. secamente.
– No sea descarado.
Las esposas de S.T. chocaron entre sí cuando apretó los puños contra la silla.
– Pues en tal caso, deje de mirarme como un pueblerino en presencia del rey y su corte. Lo que quiero es que redacte mi testamento antes de que hablemos del juicio.
Los ojos saltones bajaron la mirada.
– Soy Clarbourne -anunció con frialdad.
S.T. alzó la mirada y frunció el ceño. Observó aquella figura enorme y orgullosa, la poderosa mandíbula y los fuertes hombros. Después, de improviso, lo comprendió con tal fuerza que exclamó:
– ¡Por Dios! -Echó la cabeza hacia atrás al tiempo que soltaba una sombría carcajada-. ¡Clarbourne! Vive Dios que creí que se trataba de mi abogado; incluso pensé que veníais demasiado elegante para el asunto del que se trata.
El conde de Clarbourne, creador de ministerios, favorito del rey y con gran influencia en la Hacienda Pública, no dio muestra alguna de encontrar divertida la confusión. Su boca mostró un gesto de desprecio.
– Cuidado con las libertades que os tomáis, caballero.
S.T. lo miró con recelo.
– ¿Qué demonios quiere el Departamento del Tesoro de mí? -Lo miró de reojo y dibujó una astuta sonrisa en sus labios-. ¿O es que quizá quieren nombrarme bandolero supremo para así llenar las arcas del Estado? Yo estoy dispuesto a aceptar, pero me cuesta creer que necesiten la ayuda de un aficionado para dicha empresa.
Clarbourne lo miró con desagrado.
– Estoy aquí para informaros de vuestra situación, gallito de mierda. -Cruzó las manos tras la espalda-. La Corona tiene en su poder pruebas irrefutables de las actividades del sujeto conocido como el señor de la medianoche. Suficientes para colgarlo una docena de veces si es que su majestad así lo desea.
Hizo una pausa y dejó que un impresionante silencio se adueñase de la estancia.
– Os lo agradezco -dijo S.T.-. Es muy amable de vuestra parte haber recorrido tan largo camino para transmitirme la opinión que su majestad tiene del asunto.
Clarbourne sacó una cajita de rapé del chaleco, cogió una pizca y dio un fuerte estornudo.
– Vuestro nombre es Maitland -dijo. Se acercó a la ventana y apartó un poco una de las cortinas hacia un lado con el dedo índice-. Sófocles Trafalgar Maitland, como reza la Biblia de vuestro padre, que sus abogados consultaron a petición mía. Lord Luton ha confirmado vuestra identidad.
S.T. se mantuvo a la espera con el rostro impasible.
Clarbourne se frotó la nariz y resopló.
– Esa persona… llamada Chilton, que hizo el flaco favor de permitir que le disparasen… hay dudas acerca de quién cometió un acto tan atroz. Según tengo entendido, vos acusáis a Luton. Y él es tan amable que os acusa a vos. Todo esto es muy aburrido y muy incómodo. Si se celebra el juicio -entrecerró los ojos y miró a través del estrecho hueco-, habrá que llamar a testigos. Se les someterá a preguntas y ciertas… circunstancias saldrán inevitablemente a la luz pública.
– ¿Circunstancias?
– Tengo una hija -soltó Clarbourne de repente.
S.T. se quedó inmóvil y contempló la enorme silueta junto a la oscura ventana.
Clarbourne soltó la cortina.
– Lady Sophia. -Torció el labio-. Es una joven muy inconsciente a la que últimamente le ha dado por llamarse Paloma de la Paz.