Mark se enfureció.
– No tenemos ni cinco segundos que perder. No tenemos ni un segundo. ¿Te crees que sigues en el colegio, pedazo de imbécil? ¿Te crees que todo esto es algún tipo de juego, eh?
Tenía los puños crispados y estaba casi en posición de pelea callejera. Los demás arqueólogos habían dejado de trabajar y observaban con la boca abierta, indecisos y con las herramientas suspendidas en el aire. Yo pensé que iba a haber pelea, pero entonces Macker soltó una risa forzada y retrocedió, alzando las manos con sorna.
– Tranquilo, tío -dijo.
Se cogió el cigarrillo con el pulgar y el índice y lo reintrodujo en el paquete con gran precisión.
Mark mantuvo la mirada hasta que Macker, que se tomó su tiempo, se puso de rodillas, recogió su paleta y se puso a raspar otra vez. Luego giró sobre sus talones y regresó al talud, con los hombros erguidos y rígidos. Macker se puso en pie disimuladamente y lo siguió, imitando el trote elástico de Mark y transformándolo en un galope de chimpancé. Arrancó una risita tensa a uno o dos compañeros y, complacido consigo mismo, sostuvo la paleta delante de su entrepierna y meneó la pelvis en dirección al trasero de Mark. Su silueta contra el cielo encapotado resultaba distorsionada y grotesca, como una criatura sacada de algún friso griego obsceno y oscuramente simbólico. El aire estaba cargado de electricidad como una torre de alta tensión y las payasadas de Macker me dieron dentera. Me di cuenta de que estaba clavando las uñas en el muro. Deseé echarle las esposas, propinarle un puñetazo en la cara, cualquier cosa que le hiciera parar.
Los demás arqueólogos se cansaron y dejaron de prestarle atención, y él le levantó el dedo a Mark y volvió a su parcela con aire arrogante, como si todas las miradas siguieran puestas en él. De pronto me alegré ferozmente de no tener que volver a ser adolescente jamás en mi vida. Encajé mi cigarrillo en una piedra y me estaba abrochando el abrigo y girándome para volver al coche cuando una idea me golpeó en la boca del estómago (un golpe imprevisto, perverso y traicionero). La paleta.
Me quedé muy quieto largo rato. Oía latir mi corazón, rápido y superficial, en la base de mi garganta. Al fin acabé de abrocharme el abrigo, localicé a Sean entre el montón de chaquetas militares y me abrí paso hacia él a través de la excavación. Me sentía extrañamente exaltado, como si mis pies dieran palmetazos sin esfuerzo a un par de metros por encima del suelo. Los arqueólogos me lanzaron miradas veloces al pasar; no eran unas miradas hostiles exactamente, sino carentes de expresión de una forma perfecta y estudiada.
Sean estaba apartando tierra de una zona de piedras. Tenía los auriculares puestos bajo su gorro negro de lana y balanceaba la cabeza suavemente al ritmo del leve bam bam bam de heavy metal.
– Sean -dije.
Mi voz sonó como si surgiera de algún sitio detrás de mis oídos.
No me oyó, pero cuando me acerqué un paso más mi sombra se cernió sobre él, imprecisa bajo la luz grisácea, y alzó la vista. Rebuscó en su bolsillo, apagó el walkman y se bajó los auriculares.
– Sean -repetí-, tengo que hablar contigo.
Mark se giró de golpe, se nos quedó mirando, sacudió la cabeza con furia y luego volvió al ataque del talud.
Me llevé a Sean al área de descanso. Se subió al capó del Land Rover y se sacó de la chaqueta un donut grasiento envuelto en papel transparente.
– ¿Qué pasa? -preguntó afablemente.
– ¿Recuerdas que al día siguiente de encontrar el cadáver de Katharine Devlin mi compañera y yo nos llevamos a Mark para interrogarlo? -comencé. Me impresionó lo calmada que sonaba mi voz, natural y despreocupada, como si al fin y al cabo se tratara de una nimiedad. El arte de la interrogación se convierte en una segunda naturaleza; se te filtra en la sangre y permanece inalterable, más allá de lo atónito, agotado o excitado que estés: el tono educado y profesional, la marcha limpia e implacable a medida que se suceden las respuestas, pregunta tras pregunta…-. Poco después de que lo devolviéramos aquí, tú te quejaste de que no encontrabas tu paleta.
– Sí -contestó, a través de un bocado inmenso-. Eh, no pasa nada si como, ¿no? Me muero de hambre, y a ese Hitler le dará un ataque si como mientras trabajo.
– No te preocupes. ¿Llegaste a encontrar tu paleta?
Sean negó con la cabeza.
– Tuve que comprarme una nueva. Cabrones.
– Vale, piensa detenidamente -dije-. ¿Cuándo fue la última vez que la viste?
– En la caseta de los hallazgos -afirmó-, cuando encontré esa moneda. ¿Es que va a detener a alguien por robarla?
– No exactamente. ¿Qué es eso de la moneda?
– La encontré yo -explicó, con amabilidad-, todo el mundo estaba excitado y eso, porque parecía antigua y sólo hemos encontrado unas diez monedas en toda la excavación. La llevé a la caseta de los hallazgos para enseñársela al doctor Hunt, encima de mi paleta, porque si tocas monedas antiguas las grasas de la mano podrían joderla o algo. Y él se emocionó mucho y empezó a sacar todos esos libros para intentar identificarla, pero como eran las cinco y media nos fuimos a casa y me olvidé la paleta en la mesa de la caseta. Volví a buscarla a la mañana siguiente, pero ya no estaba.
– Y eso fue el jueves -señalé, presa de la desazón-. El día que vinimos a hablar con Mark.
De todos modos en aquel momento había sido una posibilidad muy remota, y me sorprendía lo terriblemente frustrado que me sentía, además de idiota y muy, muy cansado; quería irme a casa y meterme en la cama.
Sean sacudió la cabeza y se lamió los granos de azúcar de los dedos roñosos.
– No, fue antes -dijo, y sentí que el corazón se me aceleraba de nuevo-. Casi me olvidé durante un tiempo porque no la necesitaba, y es que habíamos vuelto a trabajar con el azadón esa mierda de acequia de drenaje. Pensé que alguien me la habría cogido y se habría olvidado de devolverla. Ese día que vinieron a por Mark fue el primero que la necesité, pero todo el mundo empezó: «No, yo no la he visto, qué va, no he sido yo…».
– ¿O sea, que es identificable? ¿Cualquiera que la viera la reconocería como tuya?
– Ya lo creo, lleva mis iniciales en el mango. -Dio otro mordisco enorme al donut-. Se las puse hace mucho, quemando el palo -continuó, con voz amortiguada-, una vez que llovía a saco y tuvimos que quedarnos dentro durante horas. Tengo una navaja del ejército suizo, ¿no?, y calenté el sacacorchos con el mechero…
– En ese momento acusaste a Macker de quitártela. ¿Por qué?
Se encogió de hombros.
– No lo sé, porque esas chorradas son típicas de él. Nadie iba a robarla de verdad con mis iniciales grabadas, y me imaginé que alguien la había cogido sólo para cabrearme.
– ¿Y continúas pensando que fue él?
– No. Luego caí en que el doctor Hunt cerró la caseta de los hallazgos cuando nos fuimos, y Macker no tiene llave… -De pronto se le iluminaron los ojos-. ¡Eh! ¿Fue el arma del crimen? ¡Mierda!
– No -respondí- ¿Qué día encontraste la moneda, lo recuerdas?
Sean pareció defraudado, pero reflexionó, con la mirada en el vacío y balanceando las piernas.
– El cadáver apareció el miércoles, ¿verdad? -dijo al fin. Se había terminado el donut; hizo una pelota con el papel transparente, lo lanzó en el aire y lo remató arrojándolo al sotobosque-. Vale, pues el día antes no fue, porque estábamos con la mierda de la acequia de drenaje. El día anterior a ése. El lunes.
Todavía pienso en esa conversación con Sean. El recuerdo tiene algo extrañamente reconfortante, aun cuando acarrea su trasfondo inexorable de dolor. Supongo, si bien me sigue costando reconocerlo, que aquel día fue la cumbre de mi carrera. No me siento orgulloso de muchas de las decisiones que tomé durante el transcurso de la operación Vestal; pero aquella mañana, al menos, a pesar de todo lo ocurrido antes y de cuanto viniera luego, aquella mañana hice todo lo correcto, con tanta seguridad y soltura como si no hubiera dado un paso en falso en toda mi vida.