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– ¿Estás seguro? -le pregunté.

– Creo que sí. Pregúntele al doctor Hunt, él lleva el registro de los hallazgos. ¿Soy un testigo? ¿Tendré que testificar en un tribunal?

– Es bastante probable -afirmé. La adrenalina había desintegrado el cansancio y mi mente estaba acelerada, rebosante de variantes y posibilidades como un caleidoscopio-. Ya te informaré.

– Muy bien -exclamó Sean, ufano. Por lo visto, esto compensaba la decepción por lo del arma del crimen-. ¿Me darán protección?

– No, pero necesito que hagas algo por mí. Quiero que vuelvas al trabajo y les digas a los otros que hemos estado hablando de un extraño al que viste merodeando por aquí días antes del asesinato. Que te he pedido una descripción más detallada. ¿Podrás hacerlo?

Ni pruebas ni refuerzos. No quería asustar a nadie todavía.

– Por supuesto -aseguró Sean, ofendido-. Una operación secreta. Perfecto.

– Gracias -dije-. Volveré a hablar contigo más adelante.

Se bajó del capó y fue trotando con los demás, mientras se frotaba la parte de atrás de la cabeza a través de la gorra de lana. Aún llevaba azúcar en las comisuras de la boca.

Comprobé lo de Hunt, que repasó su cuaderno y confirmó las palabras de Sean. Éste halló la moneda el lunes, horas antes de que Katy muriese.

– Un hallazgo maravilloso -me explicó Hunt-, maravilloso. Nos llevó bastante tiempo… mmm… identificarla, ¿sabe? Aquí no tenemos especialistas en numismática; yo soy medievalista.

– ¿Quién tiene llave de la caseta de los hallazgos? -quise saber.

– Un penique de metal Eduardo IV, de principios de 1550 -dijo-. Oh… ¿la caseta? Pero ¿por qué?

– Sí, la de los hallazgos. Me han dicho que por la noche está cerrada. ¿Es correcto?

– Sí, sí, todas las noches. Casi todo es cerámica, pero claro, nunca se sabe.

– ¿Y quién tiene llave?

– Pues yo, desde luego. -Se sacó las gafas y pestañeó exageradamente mientras las limpiaba con el jersey-. Y Mark y Damien, por las visitas, ya sabe. Por si acaso. A la gente siempre le gusta ver los hallazgos, ¿no?

– Sí -dije-, estoy seguro de ello.

Regresé al área de descanso y llamé a Sam. Uno de los árboles era un castaño, por lo que había castañas diseminadas alrededor de mi coche; le quité la cáscara espinosa a una de ellas y luego la lancé al aire mientras esperaba respuesta. Una llamada informal, tal vez para concertar una cita con alguien para la noche, en caso de que unos ojos me observaran y se preocuparan; nada importante.

– O'Neill -contestó Sam.

– Sam, soy Rob -dije, atrapando la castaña encima de mi cabeza-. Estoy en Knocknaree, en la excavación. Os necesito a Maddox y a ti y a unos cuantos refuerzos lo antes posible, junto con un equipo del departamento; trae a Sophie Miller si puedes. Encárgate de que vengan con un detector de metales y alguien que sepa utilizarlo. Quedamos en la entrada de la urbanización.

– Entendido -respondió Sam, y colgó.

Tardaría al menos una hora en reunir a todo el mundo y llegar a Knocknaree. Trasladé mi coche colina arriba, oculto a la vista de los arqueólogos, y me senté en el capó a esperar. El aire olía a hierba muerta y truenos. Knocknaree se había encerrado en sí mismo, las colinas lejanas eran invisibles bajo las nubes y el bosque era una mancha oscura e irreal al pie de la ladera. Ya había pasado el tiempo suficiente para que a los niños les permitieran salir a jugar fuera otra vez, y oía pequeños chillidos de júbilo o de susto o ambas cosas procedentes del interior de la urbanización; la alarma de aquel coche continuaba sonando y en algún lugar un perro ladraba como un loco, frenética e incesantemente.

Cada sonido me ponía un poco más tenso; sentía temblar la sangre en cada rincón de mi cuerpo. La cabeza aún me iba a toda máquina y runruneaba al ritmo de las correlaciones y los fragmentos de pruebas, mientras preparaba mentalmente qué les diría a los demás cuando llegaran. Y más allá de la adrenalina estaba la inexorable comprensión de que, si estaba en lo cierto, era casi seguro que la muerte de Katy Devlin no tuviera relación alguna con la desaparición de Peter y Jamie; al menos, en ningún sentido que pudiera calificarse como prueba.

Me concentré tanto que casi me olvidé de lo que estaba esperando. Cuando los otros empezaron a llegar, los vi con la mirada agudizada y sobresaltada de un extraño. Sobrios coches oscuros y una furgoneta blanca se acercaban en una ráfaga casi silente, puertas que se abrían deslizándose con suavidad, hombres trajeados y técnicos anónimos con su relumbrante colección de herramientas, listos como cirujanos para levantar la piel de ese lugar centímetro a centímetro y revelar la oscura arqueología que bullía debajo. El golpe de las puertas al cerrarse era casi imperceptible y de una precisión infalible, amortiguado por el aire denso.

– ¿Qué pasa? -preguntó Sam.

Había traído a Sweeney y O'Gorman y a un tipo pelirrojo al que reconocí vagamente del hervidero de actividad que fue la sala de investigaciones hacía unas semanas. Me bajé del Land Rover y ellos se posicionaron a mi alrededor; Sophie y su equipo se estaban poniendo los guantes y el rostro fino y tranquilo de Cassie asomaba por encima del hombro de Sam.

– La noche en que murió Katy Devlin -comencé-, desapareció una paleta de la caseta de los hallazgos de la excavación, cerrada con llave. Los arqueólogos utilizan unas paletas que consisten en una hoja de metal sujeta a un mango de madera de unos quince centímetros de largo, que se estrecha hacia la hoja y tiene la punta redonda. Esta paleta en concreto, que continúa desaparecida, llevaba las letras «SC» grabadas en el mango; son las iniciales del propietario, Sean Callaghan, que afirma que se la olvidó en la caseta de los hallazgos a las cinco y media de la tarde del lunes. Encaja con la descripción que hizo Cooper del instrumento utilizado para atacar sexualmente a Katy Devlin. Nadie sabía que iba a estar ahí, lo que sugiere que fue un arma aleatoria y que esa caseta podría ser nuestro escenario del crimen original. Sophie, ¿puedes empezar allí?

– El kit de luminol -le dijo Sophie a uno de sus «miniyó».

Se separó del grupo y abrió la puerta trasera de la furgoneta.

– Tres personas tenían llaves de la caseta -dije-. Ian Hunt, Mark Hanly y Damien Donnelly. No podemos descartar a Sean Callaghan, ya que podría haberse inventado el cuento de que se dejó la paleta allí. Hunt y Hanly tienen coche, lo que significa que, si fue uno de ellos, pudo haber ocultado o transportado el cuerpo en el maletero. Callaghan y Donnelly no tienen, que yo sepa, así que cualquiera de los dos tendría que haber escondido el cuerpo muy cerca de aquí, quizás en el yacimiento. Tendremos que peinar toda la zona con lupa y rezar para que quede alguna prueba. Estamos buscando la paleta, una bolsa de plástico manchada de sangre y las escenas del crimen original y secundaria.

– ¿También tienen llaves del resto de las casetas? -quiso saber Cassie.

– Averígualo -respondí.

El técnico había vuelto, con el kit de luminol en una mano y un rollo de papel marrón en la otra. Nos miramos unos a otros, asentí y nos pusimos en marcha al mismo paso, formando una falange veloz y resuelta que bajaba por la colina rumbo a la excavación.

Cuando un caso se esclarece es como si se abriera un dique. Todo a tu alrededor se aglomera y adopta la marcha más potente de forma grácil e irreprimible; cada gota de energía que has vertido en la investigación vuelve a ti, desatándose y ganando impulso a cada segundo y sumiéndote en su rugido creciente. Me olvidé de que O'Gorman nunca me había caído bien, me olvidé de que Knocknaree me hacía perder la cabeza y de que casi me había cargado aquel caso una docena de veces, casi me olvidé de todo lo que había ocurrido entre Cassie y yo. Creo que ésta es una de las cosas que siempre me han encantado de mi trabajo: el hecho de que, en determinados momentos, puedas renunciar a todo lo demás, te pierdas en su huracanado ritmo tecno y te conviertas tan sólo en parte de una maquinaria esencial y perfectamente calibrada.