Nos desplegamos en abanico, por si acaso, para cruzar el yacimiento en dirección a los arqueólogos. Estos nos lanzaron unas miradas breves e intranquilas, pero nadie echó a correr; nadie dejó siquiera de trabajar.
– Mark -dije. Aún estaba arrodillado en su talud; se puso en pie de un rápido y peligroso movimiento y se me quedó mirando-. Voy a tener que pedirte que traigas a todo tu equipo a la cantina.
Mark estalló.
– ¡Me cago en Dios! ¿Es que no habéis tenido bastante? ¿De qué tenéis miedo? Aunque hoy encontrásemos el Santo Grial de los cojones, el lunes por la mañana arrasarían este sitio de todos modos. ¿No podéis dejarnos en paz al menos estos días?
Por un momento casi pensé que iba a echárseme encima, y noté que Sam y O'Gorman se acercaban detrás de mí.
– Cálmate, chico -advirtió O'Gorman.
– No me llames «chico». Tenemos hasta las cinco y media del viernes y todo cuanto queráis de nosotros puede esperar hasta entonces, porque no iremos a ninguna parte.
– Mark -dijo Cassie con severidad, a mi lado-. Esto no tiene nada que ver con la autopista. Te diré lo que vamos a hacer: tú, Damien Donnelly y Sean Callaghan vendréis con nosotros ahora mismo. Es innegociable. Si dejas de ponernos dificultades, el resto de tu equipo puede seguir trabajando bajo la supervisión del detective Johnston. ¿Te parece bien?
Mark la fulminó con la mirada, pero al cabo de un segundo escupió en la tierra y proyectó su barbilla hacia Mel, que ya estaba dirigiéndose hacia él. Los demás arqueólogos nos observaban, sudorosos y con ojos como platos. Mark le espetó unas instrucciones a Mel en voz baja mientras señalaba con el dedo varios puntos del yacimiento; luego le dio en el hombro un apretón ligero e inesperado y se alejó a grandes zancadas hacia las casetas, con los puños bien hundidos en los bolsillos de la chaqueta. O'Gorman fue tras él.
– Sean, Damien -llamé.
Sean dio un brinco entusiasta y sostuvo la mano en alto para que chocara mi palma con la suya, pero me lanzó una mirada cómplice al ver que yo lo ignoraba. Damien vino más despacio, subiéndose los pantalones. Estaba tan aturdido que casi parecía ser víctima de una conmoción, aunque tratándose de él no me alarmó especialmente.
– Tenemos que hablar con vosotros -anuncié-. Nos gustaría que esperaseis un rato en la cantina, hasta que estemos listos para llevaros a comisaría.
Ambos abrieron la boca. Me di la vuelta y me fui antes de que pudieran preguntar.
Los metimos en la cantina junto con un aturullado doctor Hunt -que seguía aferrado a puñados de papeles- y dejamos a O'Gorman para vigilarlos. Hunt nos dio permiso para registrar el yacimiento, con una prontitud que le hizo bajar puestos en la lista de sospechosos (Mark exigió ver nuestra orden, pero se echó atrás en cuanto le dije que me encantaría conseguir una si a él no le importaba esperar allí unas cuantas horas), y Sophie y su equipo se dirigieron a la caseta de los hallazgos y empezaron a pegar papel marrón sobre las ventanas. Johnston, afuera en la excavación, se movía entre los arqueólogos libreta en mano, comprobando paletas y apartando a personas para breves tête-á-tête.
– La misma llave sirve para todas las casetas -anunció Cassie al salir de la cantina-. Hunt, Mark y Damien tienen una, pero Sean no. No hay más, y todos dicen que nunca han perdido, prestado ni echado de menos la suya.
– Pues empezaremos con las casetas y luego nos iremos abriendo si es necesario -dije-. Sam, ¿vais tú y Cassie a la de los hallazgos? Sweeney y yo nos ocuparemos del despacho.
Este era minúsculo y estaba atestado. Los estantes se combaban bajo el peso de los libros y plantas de interior y en el escritorio se amontonaban papeles y tazas y trozos de cerámica, además de un ordenador mastodóntico. Sweeney y yo trabajamos rápida y metódicamente, sacando cajones, cogiendo libros y comprobando la parte de atrás y colocándolos otra vez más o menos en su lugar. Lo cierto es que no esperaba encontrar nada. Ahí no había ningún sitio donde ocultar un cuerpo, y estaba bastante seguro de que la paleta y la bolsa de plástico habían acabado arrojadas al río o enterradas en algún lugar de la excavación, donde necesitaríamos el detector de metales y una gran dosis de suerte y tiempo para encontrarlas. Todas mis esperanzas estaban puestas en Sophie y su equipo y los rituales misteriosos que estuvieran llevando a cabo en la caseta de los hallazgos. Mis manos avanzaban automáticamente a lo largo de las estanterías; aguardaba, con una intensidad que casi me paralizaba, algún sonido del exterior, como pasos o la voz de Sophie llamándome. Cuando a Sweeney se le cayó un cajón y maldijo en voz baja, estuve a punto de gritarle que se callara.
Poco a poco me iba dando cuenta de lo alta que había sido mi apuesta. Podría haberme limitado a llamar a Sophie y hacer que viniera a comprobar la caseta de los hallazgos, sin necesidad de mencionárselo a nadie más si no daba resultado. En lugar de eso, me había apoderado de todo el yacimiento y había traído prácticamente a todas las personas que tenían alguna relación con la investigación. Si aquello resultaba ser una falsa alarma no quería ni pensar en la reacción de O'Kelly.
Al cabo de lo que me pareció una hora, oí en el exterior: «¡Rob!». Me levanté del suelo de un salto, desperdigando papeles por todas partes. Era la voz de Cassie, clara, juvenil y excitada. Subió los escalones brincando, cogió el tirador de la puerta y entró en el despacho dando un giro.
– Rob, tenemos la paleta. En la caseta de las herramientas, debajo de todas esas lonas.
Estaba colorada y sin aliento, y era obvio que se había olvidado por completo de que apenas nos hablábamos. Yo mismo me olvidé por un instante; su voz fue a clavarse directa a mi corazón, familiar, radiante y cálida.
– Quédate aquí y sigue buscando -le ordené a Sweeney, y la seguí.
Ella ya estaba corriendo de vuelta a la caseta de las herramientas, y sus pies aparecían y desaparecían al saltar por encima de surcos y charcos.
La caseta era un caos de carretillas en posiciones variadas y absurdas, picos, palas y azadones enmarañados contra las paredes y enormes y tambaleantes montañas de cubos de metal abollados, esterillas de espuma y chalecos amarillo fluorescente (alguien había escrito «INSERTAR EL PIE AQUÍ», con una flecha apuntando hacia abajo, en la espalda del de arriba de todo), todo ello recubierto de capas irregulares de barro seco. Había unos cuantos que guardaban las bicis ahí. Cassie y Sam habían trabajado de izquierda a derecha, pues el lado izquierdo tenía ese inconfundible aspecto posregistro, discretamente ordenado e invadido.
Sam estaba de rodillas al fondo de la caseta, entre una carreta rota y un montón de lonas verdes, sosteniendo la esquina de éstas con una mano enguantada. Nos abrimos paso entre las herramientas y nos apiñamos a su lado.
La paleta estaba tirada detrás de la pila de lonas, entre éstas y la pared; la habían lanzado con tanta fuerza que la punta, al engancharse a media caída, había rasgado la dura tela. No había bombilla y la caseta estaba en penumbra aun con las grandes puertas abiertas, pero Sam alumbró el mango con la linterna. Ahí estaba: «SC», en letras grandes y torcidas con trazos góticos, quemadas en la madera barnizada.
Hubo un largo silencio; sólo el perro y la alarma de coche, incesantes en la distancia, con idéntica y mecánica determinación.
– Diría que estas lonas no se utilizan muy a menudo -comentó Sam con discreción-. Estaban detrás de todo lo demás, debajo de herramientas rotas. ¿Y no dijo Cooper que seguramente estuvo envuelta en algo el día antes de que la encontraran?
Me enderecé y me sacudí fragmentos de mugre de las rodillas.