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– Aquí mismo -dije-. Su familia se volvió loca buscándola y estuvo aquí mismo todo el tiempo.

Me había levantado demasiado deprisa y por un momento la caseta dio vueltas a mi alrededor y se desvaneció; un agudo zumbido de fondo me machacaba los oídos.

– ¿Quién tiene la cámara? -preguntó Cassie-. Tendremos que fotografiar esto antes de meterlo en bolsas.

– El equipo de Sophie -contesté-. Les diremos que inspeccionen también este lugar.

– Y mira -dijo Sam. Alumbró con la linterna la parte derecha de la caseta y enfocó una gran bolsa de plástico medio llena de guantes de jardín, de esos de goma verde con el dorso entretejido-: si yo necesitara unos guantes, cogería un par de éstos y luego los volvería a echar dentro.

– ¡Detectives! -chilló Sophie, desde algún lugar del exterior.

Su voz sonó metálica, comprimida por el cielo bajo. Di un respingo.

Cassie se levantó de golpe y se volvió a mirar la paleta.

– Alguien tendría que…

– Yo me quedo -dijo Sam-. Id vosotros dos.

Sophie estaba en los peldaños de la caseta de las herramientas, con una luz negra en la mano.

– Sí -anunció-, definitivamente se trata de vuestra escena del crimen. Han intentado limpiarla, pero… Venid a ver.

Los dos jóvenes técnicos estaban apretados en un rincón; el chico sostenía dos espráis negros y Helen manejaba una cámara de vídeo, con los ojos grandes y asombrados por encima de la máscara. La caseta era demasiado pequeña para cinco, y la siniestra y clínica incongruencia que los técnicos habían traído consigo la convirtió en una especie de improvisada cámara de tortura de alguna guerrilla: papel para cubrir las ventanas, una bombilla monda y lironda balanceándose en el techo, unas figuras con máscaras y guantes a la espera de poder entrar en acción…

– Quedaos atrás, junto al escritorio -ordenó Sophie-, lejos de las estanterías.

Cerró la puerta de golpe, con lo que todos pestañeamos, y apretó un trozo de cinta encima de las rendijas que tapaba.

El luminol reacciona hasta con la más mínima cantidad de sangre, haciéndola brillar expuesta a una luz ultravioleta. Se puede pintar una pared salpicada, se puede restregar una alfombra hasta que parezca nueva y quedar impune durante décadas, pero el luminol hará resurgir el crimen, con detalle e inmisericorde. «Si Kiernan y McCabe hubieran tenido luminol, podrían haber encargado a una avioneta de fumigación que vaporizara el bosque», pensé, y reprimí unas ganas histéricas de reírme. Cassie y yo retrocedimos hacia el escritorio, separados unos centímetros. Sophie le pidió con un gesto el espray al técnico, encendió su luz negra y apagó la bombilla del techo. En la oscuridad súbita pude oírnos a todos respirar, cinco pares de pulmones luchando por el aire polvoriento.

El siseo de una botella de espray y el minúsculo piloto rojo de la cámara acercándose. Sophie se agachó y sostuvo su luz cerca del suelo, junto a las estanterías.

– Aquí -dijo.

Oí la inspiración leve y seca de Cassie. El suelo se iluminó de un blanco azulado y mostró unos trazos frenéticos, como una especie de grotesca pintura abstracta: arcos de gotas donde la sangre había salpicado, círculos emborronados donde se había encharcado y empezado a secar, marcas enormes donde alguien la había fregado, jadeante y desesperado, para tratar de eliminarla… Brillaba como una sustancia radiactiva desde las grietas entre las tablas del suelo y realzaba el grano rugoso de la madera. Sophie movió la luz negra hacia arriba y roció otra vez. Aparecieron ínfimas gotitas esparcidas por las estanterías metálicas y un manchón como la huella de una mano al agarrarse con frenesí. La oscuridad nos despojó de la caseta y del embrollo de papeles y bolsas de cerámica rota, y nos dejó suspendidos en el negro espacio con el asesinato, luminiscente, clamoroso y reproduciéndose una y otra vez ante nuestros ojos.

– Dios mío -exclamé.

Katy Devlin había muerto en aquel suelo. Nos habíamos sentado en esa caseta e interrogado al asesino, ni más ni menos que en la escena del crimen.

– No es posible que se trate de lejía ni de nada parecido -aventuró Cassie.

El luminol da falsos positivos por materiales como la lejía doméstica o el cobre, pero ambos sabíamos que Sophie no nos habría hecho acudir de no haber estado segura.

– Comprobado -respondió Sophie sin extenderse. Pude oír su mirada fulminante en su voz-. Sangre.

En lo más hondo, creo que había dejado de creer en aquel momento. En las últimas semanas había pensado muchísimo en Kiernan, en su acogedor refugio junto al mar y sus sueños angustiados. Son contados los detectives que terminan su carrera al menos sin un caso de éstos, y una parte traidora de mí insistía desde el principio en que la operación Vestal -la última que habría elegido en este mundo- iba a ser el mío. Fue extraño y casi doloroso adoptar un nuevo enfoque para comprender que nuestro hombre ya no era un arquetipo sin rostro, surgido de la pesadilla colectiva para realizar una acción y disolverse de nuevo en la oscuridad; estaba sentado en la cantina, a sólo unos metros de distancia, y llevaba unos pantalones enfangados y bebía té ante la mirada recelosa de O'Gorman.

– Ya lo tenéis -concluyó Sophie.

Se enderezó y encendió la luz del techo. Pestañeé ante el suelo anodino e inocente.

– Oye -dijo Cassie. Seguí la inclinación de su barbilla; en uno de los estantes más altos había una bolsa de plástico rellena de más bolsas de plástico, de esas grandes, transparentes y gruesas que utilizaban los arqueólogos para almacenar cerámica-. Si la paleta fue un arma aleatoria…

– Oh, por el amor de Dios -exclamó Sophie-. Vamos a tener que comprobar todas las bolsas de este maldito lugar.

Los cristales de las ventanas vibraron y se oyó un tintineo repentino y furioso en el techo de la caseta. Había empezado a llover.

Capítulo 20

Llovió con ganas el resto del día, con esa lluvia densa e incesante que puede dejarte empapado con sólo que corras cien metros hasta tu coche. De vez en cuando, un rayo se recortaba sobre las colinas oscuras y el rugido distante del trueno llegaba hasta nosotros. Dejamos que la pandilla del departamento acabara de ocuparse de las escenas y nos llevamos a Hunt, Mark, Damien y, por si acaso, a un Sean profundamente agraviado («¡Creí que éramos compañeros, tío!») para ponernos manos a la obra. Encontramos una habitación para interrogar a cada uno y empezamos por revisar sus coartadas.

Sean fue fácil de descartar. Compartía piso en Rathmines con otros tres tipos y todos ellos recordaban, en mayor o menor medida, la noche en que murió Katy, pues fue el cumpleaños de uno de ellos y montaron una fiesta en la que Sean pinchó discos hasta las cuatro de la madrugada; luego vomitó en las botas de la novia de alguien y durmió la mona en el sofá. Al menos treinta testigos podían dar fe tanto de sus andanzas como de sus gustos musicales.

Las otras tres no eran tan sencillas. La coartada de Hunt era su esposa y la de Mark era Mel; Damien vivía en Rathfarnbam con su madre viuda, que se acostaba temprano pero estaba segura de que su hijo no podría haber salido de casa sin despertarla. Esta clase de coartadas son las que odian los detectives; son pobres y tercas, y pueden llegar a cargarse un caso. Sería capaz de nombrar una docena de ellos en los que sabemos exactamente quién fue el autor, el cómo y el dónde y el cuándo, pero no podemos hacer nada de nada porque la madre del tipo jura que estuvo acurrucado en el sofá viendo un programa de la tele.

– Bien -dijo O'Kelly en la sala de investigaciones, después de que trajéramos la declaración de Sean y lo enviásemos a casa (me perdonó la traición y se despidió ofreciéndome la palma para que se la chocara; quería saber si podía vender su historia a los periódicos, a lo que le contesté que si lo hacía yo personalmente registraría su piso en busca de drogas cada noche hasta que cumpliera los treinta)-. Una cosa menos, quedan dos. Hagan sus apuestas, chicos: ¿quién va a ganar?