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Estaba de mucho mejor humor con nosotros, ahora que sabía que teníamos a un sospechoso en una de las salas de interrogatorio, aunque no estuviéramos seguros de cuál era.

– Damien -respondió Cassie-. Encaja que ni pintado con el modus operandi.

– Mark admitió que estuvo en la escena -le recordé-. Y es el único que tiene algo parecido a un móvil.

– Que nosotros sepamos. -Supe a qué se refería, o eso creí, pero no iba a sacar la teoría del sicario delante de O'Kelly ni de Sam-. Y no me lo imagino haciéndolo.

– Eso ya lo sé. Yo sí.

Cassie puso los ojos en blanco, lo que en cierto sentido me resultó reconfortante. Una pequeña y feroz parte de mí había esperado que se acobardase.

– ¿O'Neill? -preguntó O'Kelly.

– Damien -contestó Sam-. Les he llevado tazas de té a todos y él es el único que la ha cogido con la mano izquierda.

Tras un instante de sorpresa, Cassie y yo nos echamos a reír. Se acababa de quedar con nosotros -yo, por lo menos, me había olvidado por completo de lo del zurdo-, pero ambos estábamos embalados y atolondrados y no podíamos parar. Sam esbozó una media sonrisa y se encogió de hombros, complacido ante la reacción.

– No sé de qué os reís vosotros dos -señaló O'Kelly con brusquedad, aunque su boca también temblaba-. Deberíais haber caído también. Todo ese rollo de los modus operandi…

Yo me reía tan fuerte que me estaba poniendo rojo y los ojos me lloraban. Me mordí el labio para detenerme.

– Oh, Dios -exclamó Cassie, respirando hondo-. Sam, ¿qué haríamos sin ti?

– Ya basta de jueguecitos -zanjó O'Kelly-. Vosotros dos os encargáis de Damien Donnelly. O'Neill, tú y Sweeney le dais otro repaso a Hanly, y haré que algunos de los muchachos hablen con Hunt y los testigos de las coartadas. Y Ryan, Maddox, O'Neilclass="underline" necesitamos una confesión; no la caguéis. Ándele.

Arrastró su silla hacia atrás con un rechinar estridente y se fue.

– ¿Ándele? -repitió Cassie.

Parecía peligrosamente cerca de otro ataque de risa.

– Bien hecho, chicos -dijo Sam. Nos tendió una mano a cada uno, y su apretón resultó fuerte, cálido y sólido-. Buena suerte.

– Si Andrews contrató a uno de ellos -dije, después de que Sam se fuera en busca de Sweeney y Cassie y yo nos quedásemos solos en la sala de investigaciones-, esto va a ser el lío del siglo.

Ella alzó una ceja sin comprometerse y se terminó el café; iba a ser un día muy largo y todos nos habíamos estado atiborrando de cafeína.

– ¿Cómo quieres hacerlo? -pregunté.

– Tú estás al mando. Ése ve a las mujeres como una fuente de simpatía y aprobación; le daré una palmadita en la cabeza de vez en cuando. Los hombres lo intimidan, así que ve con cuidado: si lo presionas demasiado, se quedará sin habla y querrá irse. Tómate tu tiempo y hazle sentir culpable. Sigo pensando que estuvo indeciso respecto a todo desde el principio, y apuesto a que se siente fatal por lo que hizo. Si jugamos con su conciencia, sólo es cuestión de tiempo que se desmorone.

– Vamos allá -dije.

Nos colocamos bien la ropa, nos atusamos el pelo y caminamos, hombro con hombro, pasillo abajo hacia la sala de interrogatorios.

Fue nuestra última actuación como compañeros. Ojalá pudiera mostrar hasta qué punto un interrogatorio posee su propia belleza, esplendorosa y cruel como la de una corrida de toros; cómo, haciendo caso omiso del tema más burdo y del sospechoso más imbécil, conserva inalterable su gracia tensa y afilada, sus ritmos irresistibles y agitadores; hasta qué punto las buenas parejas de detectives conocen todos los pensamientos del otro con la seguridad de dos compañeros de baile de toda la vida en un pas de deux. Nunca supe ni sabré si Cassie o yo éramos unos detectives magníficos, aunque sospecho que no, pero sí sé una cosa: formábamos un equipo digno de canciones de bardo y libros de historia. Aquél fue nuestro último y fantástico baile juntos, ejecutado en una sala de interrogatorios mínima, rodeada de oscuridad y con la lluvia cayendo suave e incesantemente sobre el tejado, sin más público que los condenados y los muertos.

Damien estaba acurrucado en su silla, con los hombros rígidos y la taza de té humeante ignorada sobre la mesa. Cuando le llamé la atención, se me quedó mirando como si hablase urdu.

El mes transcurrido desde la muerte de Katy no le había tratado bien. Llevaba unos pantalones militares de color caqui y un jersey gris y ancho, pero se notaba que había perdido peso, lo que le hacía parecer desgarbado y, no sé por qué, más bajo de lo que era en realidad. Su atractivo de ídolo de adolescentes aparecía algo roído: bolsas violáceas debajo de los ojos, una arruga vertical que se le empezaba a formar entre las cejas… Aquella florescencia juvenil que tendría que haberle durado unos cuantos años más se marchitaba deprisa. Era un cambio lo bastante sutil como para no haberme dado cuenta en la excavación, pero me dio que pensar.

Empezamos con preguntas fáciles, cuestiones a las que podía responder sin necesidad de preocuparse. Era de Rathfarnham, ¿verdad? ¿Estudiaba en Trinity? ¿Acababa de terminar segundo? ¿Cómo habían ido los exámenes? Damien contestaba con monosílabos y se retorcía el dobladillo del jersey alrededor del pulgar; era evidente que se moría por saber por qué le hacíamos preguntas, pero le daba miedo averiguarlo. Cassie lo desvió hacia la arqueología y él se relajó poco a poco; dejó en paz el jersey y empezó a beberse el té y a formular frases completas, y tuvieron una conversación larga y jovial sobre los distintos hallazgos en la excavación. Les dejé hacer al menos veinte minutos antes de intervenir (sonrisa de paciencia: «Lo siento, chicos, pero creo que deberíamos volver a nuestro asunto antes de que nos busquemos un problema los tres»).

– Vamos, Ryan, sólo dos segundos -rogó Cassie-. Nunca he visto un broche de ésos. ¿Cómo es?

– Dicen que a lo mejor su destino será el Museo Nacional -le explicó Damien, ruborizado de placer-. Es como de este tamaño, de bronce, y con una cenefa tallada…

Hizo unos movimientos vagos y ondulantes con un dedo, que en teoría eran para representar la cenefa en cuestión.

– ¿Me lo dibujas? -pidió Cassie, y le puso delante la libreta y un boli.

Damien dibujó obedientemente, con el ceño fruncido por la concentración.

– Es una cosa así -dijo, devolviéndole la libreta a Cassie-. No sé dibujar.

– Caray -exclamó ella con admiración-. ¿Y lo encontraste tú? Si yo encontrara algo así, creo que explotaría o me daría un ataque o algo.

Miré por encima de su hombro y vi un círculo ancho con lo que parecía una aguja atravesada por detrás, decorado con curvas fluidas y equilibradas.

– Qué bonito -dije.

Damien, en efecto, era zurdo. Sus manos parecían una talla demasiado grandes para su cuerpo, como las zarpas de un muñeco.

– Hunt, descartado -anunció O'Kelly en el pasillo-. La declaración original dice que estuvo tomando té y viendo la tele con su esposa todo el lunes por la noche, hasta que se fueron a la cama a las once. Vieron unos puñeteros documentales, uno sobre mangostas y otro sobre Ricardo III; nos ha contado cada maldito detalle, nos gustase o no. La esposa dice lo mismo y la guía de la tele los respalda. Y el vecino tiene un perro, una de esas mierdecillas que se pasan la noche ladrando; dice que oyó a Hunt gritándole por la ventana hacia la una de la madrugada. ¿Por qué no mandaría él mismo callar a ese pequeño cabrón? Está seguro de la fecha porque fue el día que les hicieron el porche nuevo, y dice que los obreros alteran al perro. Voy a mandar a Einstein a su casa antes de que me vuelva loco. Ahora es una carrera de dos caballos, chicos.

– ¿Cómo le va a Sam con Mark? -quise saber.

– No está llegando a nada. Hanly está cabreado e insiste en su historia de la noche de sexo; la chica lo respalda. Si están mintiendo, no creo que se rajen pronto. Y él es diestro, desde luego. ¿Qué tal vuestro chico?