Выбрать главу

Pensé en el delicado hoyuelo junto al hueso de la muñeca de Jamie y en la nuca morena de Peter, bordeada de blanco después de un corte de pelo. Podía percibir que Cassie no me miraba.

– No veo qué relación puede haber -dije.

Me puse en pie, pues empezaba a costarme mantenerme en equilibrio sin tocar la mesa, y la cabeza comenzó a darme vueltas.

Antes de dejar el yacimiento me detuve en la pequeña colina que se alzaba por encima del cuerpo de la niña y di una vuelta completa sobre mí mismo, grabando en mi mente una visión panorámica de la escena: zanjas, casas, campos, caminos de acceso, rincones y trazados. A lo largo del muro de la urbanización habían dejado una delgada franja de árboles intacta, seguramente para proteger la sensibilidad estética de los residentes de la vista rigurosamente arqueológica. Uno de esos árboles tenía un trozo roto de cuerda de plástico azul atado con fuerza alrededor de una rama alta que colgaba medio metro. Estaba deshilachada y mohosa, lo que hacía pensar en alguna historia gótica y siniestra (linchamientos, suicidios a medianoche…), pero yo sabía qué era: los restos de un columpio de neumático.

Aunque había llegado a pensar en Knocknaree como si fuera algo que le hubiera ocurrido a otra persona, a un desconocido, parte de mí no se había ido nunca de aquí. Mientras me entretenía en Templemore o me despatarraba en el futón de Cassie, aquel niño implacable no había dejado de dar vueltas como un salvaje en su columpio de neumático, ni de trepar un muro siguiendo la brillante cabeza de Peter ni de esfumarse bosque adentro en un relámpago de piernas morenas y risas.

Hubo un tiempo, entre la policía, los medios y mis aturdidos padres, en que creí que yo era el que se había salvado, el chico que había vuelto a casa a través del reflujo de la inexplicable marea que se llevó a Peter y a Jamie. Pero ya no era así. De un modo demasiado oscuro y decisivo como para considerarse metafórico, nunca había salido de ese bosque.

Capítulo 3

No hablo con nadie de lo de Knocknaree. No veo por qué iba a hacerlo; sólo llevaría a interrogatorios inacabables y morbosos sobre mis recuerdos inexistentes o a especulaciones compasivas e imprecisas sobre el estado de mi psique, y no tengo ganas de lidiar con ninguna de esas dos cosas. Lo saben mis padres, obviamente, y Cassie, y un amigo mío del internado llamado Charlie -ahora es ejecutivo de un banco en Londres; aún mantenemos el contacto de vez en cuando-, y una chica, Gemma, con la que salí una temporada cuando tenía unos diecinueve años (nos pasamos gran parte de nuestro tiempo juntos bebiendo demasiado, además ella era del tipo ansioso e intenso y pensé que aquello me haría resultar interesante); nadie más.

Cuando fui al internado empecé a usar mi segundo nombre y abandoné el primero, Adam. No estoy seguro de si fue idea de mis padres o mía, pero creo que fue acertada. Hay cinco páginas de Ryan en el listín telefónico de Dublín, pero Adam no es un nombre demasiado común y la publicidad era abrumadora (incluso en Inglaterra: solía echar un vistazo furtivo a los periódicos con los que se suponía que debía encender las estufas de nuestros monitores, arrancaba todo lo que tuviera algo que ver y luego lo memorizaba en un retrete antes de arrojarlo dentro y tirar de la cadena). Tarde o temprano, alguien habría atado cabos. En cambio, no es probable que nadie relacione al detective Rob y su acento inglés con el pequeño Adam Ryan de Knocknaree.

Por supuesto, sabía que debía decírselo a O'Kelly ahora que estaba trabajando en un caso que, en principio, podía estar relacionado con aquél pero, francamente, ni por un segundo pensé en hacerlo. Me habrían echado del caso -no se permite trabajar en algo con lo que puedas estar emocionalmente implicado-, además de interrogarme otra vez desde el principio sobre ese día en el bosque, y no veía en qué pudiera eso beneficiar al caso o a la comunidad en general. Aún conservaba un recuerdo vivido e inquietante de la primera tanda de interrogatorios: voces masculinas con un áspero deje de frustración que refunfuñaban débilmente donde mi oído casi no alcanzaba a oírlas, mientras en mi mente unas nubes blancas cruzaban sin cesar un amplio cielo azul y el viento silbaba a través de alguna inmensa extensión de hierba. Era lo único que pude ver y oír las primeras dos semanas. No recuerdo sentir nada al respecto en aquel momento, pero retrospectivamente resulta un pensamiento horrible: mi mente barrida por completo y reemplazada por una especie de ruido de emisión en pruebas; y cada vez que los investigadores volvían a la carga y lo intentaban de nuevo la emisión afloraba, por algún proceso de asociación, se filtraba por la parte de atrás de mi cabeza y me asustaba hasta dejarme en un estado de tensión huraño y poco colaborador. Y por más que lo intentaron -al principio cada tantos meses, en las vacaciones escolares, y luego cada año más o menos- nunca tuve nada que decirles; cuando acabé el colegio, por fin dejaron de venir. Me pareció una decisión excelente, y por mi vida que no veía qué utilidad podía tener hacerme dar marcha atrás a esas alturas.

Supongo, si he de ser sincero, que tanto a mi ego como a mi sentido de lo pintoresco les atrajo la idea de sobrellevar ese extraño e intenso secreto a lo largo del caso sin levantar sospechas. Supongo que, en ese momento, me pareció lo que habría hecho el enigmático inconformista de Selección de Personal.

Llamé a Personas Desaparecidas y me dieron de inmediato una posible identificación: Katharine Devlin, doce años, metro cuarenta y nueve, complexión delgada, pelo largo, oscuro y ojos avellana; faltaba en su domicilio del 29 de la arboleda de Knocknaree (de repente me acordé: en la urbanización, todas las calles que se llamaban arboleda o callejón o plaza o camino de Knocknaree, el correo se extraviaba constantemente) desde las 10.15 de la mañana anterior, cuando su madre fue a despertarla y vio que no estaba. A partir de los doce años se les considera lo bastante mayores para escaparse, y parecía que ella se hubiera ido por decisión propia, por lo que Personas Desaparecidas le había dado un día de margen para regresar a casa antes de soltar la caballería. Ya tenían redactado el comunicado de prensa, listo para enviar a los medios a tiempo para las noticias vespertinas.

Me sentía desproporcionadamente aliviado por el hecho de tener una identificación, aunque fuera provisional. Como es obvio, yo sabía que una niña -sobre todo una niña sana y bien vestida, en un lugar tan pequeño como Irlanda- no puede aparecer muerta sin que alguien la reclame; pero había varios aspectos de este caso que me ponían nervioso, y creo que mi parte supersticiosa pensaba que esa chica se quedaría sin nombre como si hubiera caído del cielo y que su sangre acabaría concordando con la de mis zapatos y una serie de otros «Expedientes X». Sophie tomó una foto identificativa con una Polaroid, desde el ángulo menos perturbador, para mostrársela a la familia, y volvimos a las casetas.

Hunt salió de una de ellas mientras nos acercábamos, como el hombrecillo de los viejos relojes suizos.

– ¿Han…? Es decir, sin duda es un asesinato, ¿no? Pobre criatura. Es espantoso.

– De momento lo consideramos como presunto homicidio -anuncié-. Ahora necesitamos hablar con su equipo. Luego nos gustaría charlar con la persona que encontró el cadáver. Los demás podrán volver al trabajo, siempre que se mantengan fuera de los límites de la escena del crimen. Ya hablaremos con ellos más tarde.

– ¿Cómo vamos a…? ¿Hay algo que indique dónde… adónde no pueden pasar? Cintas y esas cosas.

– La escena del crimen está delimitada por una cinta -le expliqué-. Si se mantienen fuera, todo irá bien.

– También necesitamos que nos preste algún sitio para utilizarlo como oficina de campo durante el resto del día o quizás un poco más -dijo Cassie-. ¿Dónde podemos instalarnos?