Выбрать главу

Sin embargo, cada vez que me acercaba demasiado al tema del móvil, se callaba. Encerrándose en sí mismo como un erizo, esquivaba mi mirada y empezaba a alegar pérdida de memoria. La discusión con Cassie parecía haberme roto el ritmo; todo resultaba terriblemente desquiciado e irritante, y por más que lo intentaba no lograba que Damien hiciera otra cosa que contemplar la mesa y negar con la cabeza, abatido.

– Está bien -dije al fin-. A ver, infórmame un poco. Tu padre murió hace nueve años, ¿correcto?

Damien levantó la vista con cautela.

– Casi diez, a finales de octubre será el décimo aniversario. ¿Puedo…? ¿Cuando acabemos podré salir bajo fianza?

– Eso es decisión de un juez. ¿Tu madre trabaja?

– No. Ya lo he dicho antes, tiene eso del… -Hizo un vago gesto señalándose el pecho-. Cobra una pensión por invalidez. Y mi padre nos dejó algo de… ¡Dios mío, mi madre! Debe de estar volviéndose loca… ¿Qué hora es?

– Tranquilo. Ya hemos hablado con ella, sabe que nos estás ayudando en la investigación. Incluso con el dinero que dejó tu padre, no tiene que ser fácil llegar a fin de mes.

– ¿Cómo…? Bueno, nos las apañamos.

– Aun así -repliqué-, si alguien te ofreciera un montón de dinero por hacer un trabajo te verías tentado, ¿no?

A la mierda Sam y a la mierda O'Kelly. Si el tío Redmond había contratado a Damien, necesitaba saberlo ahora.

Las cejas de Damien se juntaron en un gesto que parecía de genuina confusión.

– ¿Qué?

– Podría nombrarte a unas cuantas personas con millones de razones para ir tras la familia Devlin. Pero la cuestión, Damien, es que no son de los que hacen su propio trabajo sucio. Son de los que contratan a alguien. -Hice una pausa para darle ocasión de decir algo, pero se limitó a mostrar una expresión aturdida-. Si tienes miedo de alguien -continué, con toda la amabilidad de la que fui capaz-, podemos protegerte. Y si alguien te contrató para hacer esto, entonces tú no eres el auténtico asesino, ¿verdad? Lo es él.

– ¿Qué? Yo no… ¿qué? ¿Cree que alguien me pagó para… para…? ¡Dios mío, no!

Su boca se abrió en señal de pura y horrorizada indignación.

– Pues si no fue por dinero -inquirí-, entonces ¿por qué?

– ¡Ya se lo he dicho, no lo sé! ¡No me acuerdo!

Por un instante extremadamente antipático llegué a preguntarme si, de hecho, no habría perdido una fracción de su memoria; y, en tal caso, por qué y dónde. Descarté la idea. Es algo que oímos sin parar, y yo había visto la expresión de su rostro cuando se saltó lo de la paleta. Fue deliberado.

– ¿Sabes? Hago todo lo que puedo por ayudarte, pero no hay modo de hacerlo si tú no eres sincero conmigo.

– ¡Lo estoy siendo! No me encuentro bien…

– No, Damien, no lo eres -dije-. Y te diré cómo lo sé. ¿Recuerdas esas fotos que te he enseñado? ¿Recuerdas la de Katy con la cara levantada? Se la hicieron en la autopsia, Damien. Y la autopsia reveló qué le hiciste a esa niña exactamente.

– Ya le he dicho…

Me acerqué a su cara con un movimiento rápido.

– Y además, Damien, esta mañana hemos encontrado la paleta en la caseta de las herramientas. ¿Te crees que somos idiotas? Ésta es la parte que te has saltado: después de matar a Katy, le bajaste los pantalones y las bragas y le introdujiste el mango de la paleta.

Damien se llevó las manos a ambos lados de la cabeza.

– No, no…

– ¿Y tratas de decirme que simplemente ocurrió? Violar a una niña con una paleta no es algo que ocurra y ya está, no sin una maldita buena razón, y será mejor que dejes de joder y me digas cuál fue. A menos que sólo seas un enfermo pervertido. ¿Es eso, Damien? ¿Lo eres?

Le estaba presionando demasiado. Como no podía ser de otra manera, Damien, que al fin y al cabo había tenido un día muy largo, se echó a llorar otra vez.

Transcurrió un buen rato. Con las manos en la cara, sollozaba convulsivamente y con voz ronca. Me apoyé en la pared preguntándome qué diablos hacer con él y de vez en cuando, si paraba para coger aire, volvía a atacarlo con lo del móvil sin gran entusiasmo. No contestaba; ni siquiera sé si me oía. En ese cuarto hacía demasiado calor y aún olía a pizza, empalagosa y nauseabunda. Era incapaz de concentrarme. Sólo podía pensar en Cassie, en Cassie y Rosalind, en si Rosalind había accedido a venir, en si estaría aguantando el tipo, en que Cassie llamaría a la puerta en cualquier momento para confrontarla con Damien…

Acabé por rendirme. Eran las ocho y media y aquello no tenía sentido. Damien ya no podía más, llegado a ese punto ni el mejor detective del mundo lograría sacarle nada coherente, y yo sabía que debería haberme percatado mucho antes.

– Vamos -le dije-. Hay que cenar y descansar un poco. Mañana lo intentaremos otra vez.

Alzó la vista y me miró. Tenía la nariz roja y los ojos hinchados y medio cerrados.

– ¿Puedo irme… a casa?

«Te acaban de detener por asesinato, ¿a ti qué te parece, genio?» No me quedaban fuerzas para ser sarcástico.

– De momento, esta noche permanecerás arrestado -le respondí-. Haré que venga a buscarte alguien.

Cuando saqué las esposas, se las quedó mirando como si fueran un instrumento de tortura medieval.

La puerta de la sala de observación estaba abierta, y cuando pasamos por delante vi a O'Kelly de pie frente al cristal, con las manos en los bolsillos, balanceándose adelante y atrás sobre sus talones. El corazón me dio un vuelco: Cassie debía de estar en la sala de interrogatorios; Cassie y Rosalind. Por un instante pensé en entrar, aunque descarté la idea al instante porque no quería que Rosalind me relacionara de ningún modo con todo aquel desastre. Entregué a Damien -todavía pálido, aturdido y con la respiración entrecortada por largos sollozos, como un niño que ha llorado con demasiada intensidad- a los agentes uniformados y me fui a casa.

Capítulo 22

Hacia las doce menos cuarto sonó el fijo. Corrí a descolgarlo, pues Heather tiene sus normas respecto a las llamadas telefónicas después de que ella se haya ido a la cama.

– ¿Diga?

– Siento llamar a estas horas, pero llevo toda la tarde buscándote -dijo Cassie.

Había silenciado el móvil, pero había visto las llamadas perdidas.

– Ahora no puedo hablar -contesté.

– Rob, por el amor de Dios, es importante.

– Lo siento, tengo que colgar. Mañana me encontrarás en el trabajo a una hora u otra, o también puedes dejarme una nota.

La oí coger aire de forma apresurada y lastimosa, pero colgué de todos modos.

– ¿Quién era? -quiso saber Heather, que apareció en la puerta de su dormitorio con un camisón con cuello y aspecto de estar muy dormida y enfadada.

– Era para mí -dije.

– ¿Cassie? -Fui a la cocina, busqué la cubitera y puse algunos cubitos en un vaso-. Oooooh -exclamó con complicidad detrás de mí-. Así que al fin os habéis acostado, ¿eh?

Tiré la cubitera dentro del congelador. Heather me deja en paz si se lo pido, pero nunca vale la pena. Los morros, los aspavientos y los discursos resultantes sobre su extraordinaria sensibilidad duran mucho más que la irritación original.

– Ella no se merece esto -afirmó, y me dejó de piedra. Cassie y ella no se caían bien (una vez, muy al principio, traje a Cassie a cenar a casa y Heather se pasó toda la tarde rozando la grosería, y cuando nuestra invitada se fue se pasó horas ahuecando cojines del sofá y enderezando alfombras y suspirando ruidosamente; Cassie, por su parte, nunca volvió a mencionar a Heather), y no supe muy bien de dónde salía aquel súbito exceso de compañerismo-. No más de lo que me lo merecía yo -concluyó, y regresó a su dormitorio con un portazo.