Me llevé el vaso a mi cuarto y preparé un vodka con tónica bien cargado.
Como es natural, no pude dormir. Cuando la luz empezó a filtrarse a través de las cortinas, me rendí. Decidí que iría al trabajo temprano para ver si encontraba algo que me indicara qué le había dicho Cassie a Rosalind, y para empezar a preparar el archivo sobre Damien que enviaría al fiscal general. Pero aún llovía con fuerza, había mucho tráfico y, cómo no, al Land Rover se le pinchó una rueda a media altura de Merrion Road y tuve que hacerme a un lado y cambiarla como pude, con la lluvia entrándome a raudales por el cuello y todos los conductores detrás de mí tocando airadamente sus bocinas, un modo de decirme que ya estarían en otra parte de no ser por mí. Al final estampé la luz de emergencia en el techo, lo que cerró la boca a la mayoría.
Eran casi las ocho cuando llegué al trabajo. El teléfono, inevitablemente, sonó justo cuando me quitaba el abrigo.
– Sala de investigaciones, Ryan -contesté, encabronado.
Estaba mojado, helado y harto y quería irme a casa a tomar un largo baño y un whisky caliente. No quería tratar con quienquiera que fuese.
– Ven a mi puto despacho -ordenó O'Kelly-. Ya. -Y colgó.
Mi cuerpo fue lo que reaccionó primero. Me entró frío por todas partes, el esternón se me tensó y me costaba respirar. No sé cómo lo supe, pero era evidente que estaba en un aprieto. Si O'Kelly sólo quiere su charla de siempre, mete la cabeza por la puerta, ladra: «Ryan, Maddox, a mi despacho» y desaparece otra vez, y cuando tú logras seguirle él ya está detrás de su escritorio. Las citaciones por teléfono las reserva para cuando te ha de echar una bronca. El motivo podía ser cualquiera, por supuesto -una llamada importante que se me había pasado, Jonathan Devlin quejándose de mi trato, Sam cabreando al político equivocado-, pero supe que no era nada de eso.
O'Kelly estaba de pie, de espaldas a la ventana y con las manos hundidas en los bolsillos.
– Adam Ryan, me cago en la leche -dijo-. ¿No se te pasó por la cabeza que era algo que yo debía saber?
Me invadió una oleada de vergüenza terrible y abrasadora. La cara me ardía. No había sentido esa humillación tan extrema y apabullante desde el colegio; era ese vacío en el estómago cuando no cabe ninguna duda de que te han pillado, de que estás atrapado, y no hay absolutamente nada que puedas decir para negarlo o salir de ésa o arreglarlo un poco. Clavé la mirada en el borde del escritorio de O'Kelly y me puse a buscar dibujos en las vetas de la falsa madera, como un colegial sentenciado a la espera de que el bastón entre en acción. Yo había contemplado mi silencio como una especie de gesto de orgullo, de solitaria independencia, algo que habría hecho un curtido personaje de Clint Eastwood, y por primera vez lo veía como lo que básicamente era: una gran estupidez corta de miras, inmadura y desleal.
– ¿Tienes alguna idea de hasta qué punto puedes haber jodido esta investigación? -preguntó O'Kelly con frialdad. Siempre se vuelve más elocuente cuando se enfada, otro motivo por el que creo que es más inteligente de lo que pretende-. Piensa un momento en lo que un buen abogado defensor podría hacer con esto, si por casualidad llegamos a la sala del tribunal. El detective principal fue el único testigo ocular y el único superviviente de un caso sin resolver y relacionado con éste… Dios santo. Mientras los demás soñamos con coños, los abogados defensores sueñan con detectives como tú. Pueden acusarte de cualquier cosa, desde ser incapaz de llevar a cabo una investigación imparcial hasta ser tú mismo un sospechoso potencial de uno o ambos casos. Los medios y los fanáticos de las conspiraciones y la chusma anti-Garda se volverán locos. Dentro de una semana, nadie en todo el país recordará a quién se supone que están juzgando.
Me lo quedé mirando. Aquel golpe inesperado, surgido de ninguna parte cuando yo aún no me había recuperado del hecho de ser descubierto, me dejó aturdido y sin habla. Parecerá increíble, pero juro que nunca, ni una sola vez en veinte años, se me había ocurrido que yo podía ser sospechoso de la desaparición de Peter y Jamie. No había nada de eso en el archivo, nada. La Irlanda de 1984 pertenecía más a Rousseau que a Orwell; los niños eran inocentes, recién salidos de las manos de Dios, habría sido un ultraje contra natura sugerir que también podían ser asesinos. Hoy en día, todos sabemos que nunca se es demasiado joven para matar. A los doce años era un niño grande, llevaba sangre de otra persona en los zapatos y la pubertad es una época extraña, conflictiva y desequilibrada. De repente vi con claridad el rostro de Cassie el día en que volvió de hablar con Kiernan, la ligera curva en la comisura de sus labios que decía que se estaba guardando algo. Necesitaba sentarme.
– Todos los tipos a los que has encerrado exigirán un nuevo juicio basándose en tu historial de ocultación de pruebas materiales. Felicidades, Ryan, acabas de joder todos los casos que hayas tocado alguna vez.
– Así que estoy fuera de éste -dije al fin, como un idiota.
Tenía los labios entumecidos. Tuve una súbita alucinación de docenas de periodistas ladrando y aullando a la puerta de mi edificio, plantándome micrófonos en la cara y llamándome Adam y exigiendo detalles morbosos. A Heather le iba a encantar: melodrama y martirio de sobra para meses. Dios.
– No, no estás fuera del maldito caso -espetó O'Kelly-. Y si no lo estás es simplemente porque no quiero a ningún periodista sabelotodo metiendo las narices para saber por qué te he echado. A partir de ahora, la palabra clave es minimización de daños. No interrogarás a una sola víctima ni tocarás la menor prueba; te sentarás ante tu escritorio y procurarás no empeorar aún más las cosas. Estamos haciendo todo lo posible para que esto no salga a la luz. Y el día que se acabe el juicio de Donnelly, si es que llega a celebrarse, quedarás suspendido de la brigada y pendiente de investigación.
Lo único que podía pensar era que «minimización de daños» tenía tres palabras.
– Señor, lo siento mucho -dije, y parecía lo mejor que podía decir.
No tenía ni idea de qué implicaba la suspensión. Me vino una imagen fugaz de algún poli de la tele plantando la insignia y la pistola sobre el escritorio de su jefe; primer plano, aparecen los créditos y su carrera se evapora.
– Con eso y dos libras tienes un café -dijo O'Kelly categóricamente-. Clasifica las entradas de la línea abierta y archívalas. Si alguna de ellas menciona el caso antiguo, ni siquiera termines de leerla: se la pasas directamente a Maddox o a O'Neill.
Se sentó a su mesa, descolgó el teléfono y empezó a marcar. Me quedé ahí mirándolo unos segundos ante de darme cuenta de que esperaba que me fuera.
Regresé despacio a la sala de investigaciones, aunque no sé muy bien por qué, pues no tenía intención de mover un dedo con las entradas de la línea abierta; supongo que debía de estar en piloto automático. Cassie estaba sentada delante del vídeo, con los codos en las rodillas, visionando la cinta de mi interrogatorio a Damien. Sus hombros mostraban una caída exhausta; el mando a distancia colgaba lánguidamente de una de sus manos.
En lo más hondo de mi ser sentí un espasmo horrible y malsano. Hasta ese instante no se me había ocurrido preguntarme cómo se había enterado O'Kelly. Sólo lo recordé entonces, de pie en el umbral de la sala de investigaciones mientras la miraba. Era la única forma de que lo hubiera descubierto.
Era más que consciente de que últimamente me había comportado como un mierda con Cassie (por más que alegara que la situación era compleja y que tenía mis motivos). Pero nada de lo que hubiera hecho, nada de lo que pudiera hacer en este mundo, justificaba aquello. Nunca hubiera imaginado una traición de ese tipo. Nunca conocí una furia semejante. Creí que las piernas no me sostendrían.