Tal vez hiciera algún ruido o movimiento involuntario, no lo sé, pero Cassie se giró de golpe en su silla y me miró. Al cabo de un segundo le dio al «Stop» y dejó el mando.
– ¿Qué te ha dicho O'Kelly?
Ella lo sabía; ya lo sabía, y mi última chispa de duda se hundió en algo informe e increíblemente denso que reptaba por mi plexo solar.
– En cuanto termine el caso, estoy suspendido -respondí en tono cansino.
Mi voz sonaba como si fuera de otro.
Cassie, horrorizada, abrió los ojos de par en par.
– Mierda -exclamó-, mierda, Rob… Pero ¿no estás fuera? ¿No te ha… no te ha despedido ni nada?
– No, no estoy fuera -contesté-. Y no es gracias a ti.
El primer impacto empezaba a desvanecerse y una ira fría y atroz me atravesó como una descarga eléctrica. Sentí todo mi cuerpo temblar a su merced.
– Eso no es justo -dijo Cassie, y percibí una agitación minúscula en su voz-. Intenté avisarte. Ayer por la noche te llamé no sé cuántas veces…
– Entonces ya era un poco tarde para preocuparse por mí, ¿no crees? Tendrías que haberlo pensado antes.
Cassie palideció, sus ojos estaban abiertos como platos. Me dieron ganas de borrarle esa expresión de perplejidad con una bofetada.
– ¿Antes de qué? -quiso saber.
– De irle a O'Kelly con mi vida privada. ¿Ya te sientes mejor, Maddox? ¿Arruinar mi carrera compensa el hecho de que esta semana no te haya tratado como a una princesita? ¿O aún te guardas algún otro truco en la manga?
Al cabo de un momento dijo, con mucha cautela:
– ¿Piensas que se lo he contado yo?
Casi me reí.
– Pues sí, la verdad. Sólo cinco personas en el mundo lo sabían, y no sé por qué dudo que mis padres o un amigo de hace quince años eligieran este momento para llamar a mi jefe y decirle: «Ah, por cierto, ¿sabía que antes Ryan se llamaba Adam?». ¿Me tomas por imbécil? Sé que se lo has contado tú, Cassie.
No me había quitado los ojos de encima, pero algo en ellos había cambiado y comprendí que estaba tan furiosa como yo.
Con un gesto rápido cogió la cinta de encima de la mesa y me la arrojó levantándola por encima de su cabeza y con todo el peso de su cuerpo. Me agaché por un acto reflejo y se estampó contra la pared, rebotó y fue a caer en una esquina.
– Mira la cinta -dijo Cassie.
– No me interesa.
– O miras la cinta ahora mismo o juro por Dios que mañana tu cara saldrá en todos los periódicos del país.
No fue la amenaza lo que me convenció, sino más bien el hecho de que la formulase, que se jugase el que debía de ser su último as. Aquello desató algo en mí, una especie de violenta curiosidad combinada con una vaga y fatal premonición, aunque esto tal vez sólo lo piense ahora, no lo sé. Recogí la cinta de la esquina, la metí en el vídeo y le di al «Play». Cassie, con los brazos fuertemente cruzados en el pecho, me miraba sin moverse. Giré una silla y me senté frente a la pantalla, de espaldas a ella.
Era una cinta borrosa y en blanco y negro de la sesión de Cassie con Rosalind, la noche anterior. El registro de la hora indicaba las 20.27; en la habitación de al lado, yo acababa de rendirme con Damien, Rosalind estaba a solas en la sala de interrogatorios principal, retocándose el pintalabios con el espejo de una polvera. Se oían ruidos de fondo, y tardé un momento en darme cuenta de que me resultaban familiares. Eran unos sollozos roncos e impotentes y mi propia voz, que decía sin grandes esperanzas: «Damien, necesito que me expliques por qué lo hiciste». Cassie había encendido el intercomunicador para que captara el sonido de mi sala de interrogatorios. Rosalind alzó la cabeza; se quedó mirando el vidrio unidireccional con un rostro extremadamente inexpresivo.
Se abrió la puerta y entró Cassie, y Rosalind cerró su pintalabios y se lo metió en el bolso. Damien seguía sollozando.
– Mierda. Lo siento -dijo Cassie, echando un vistazo al intercomunicador. Lo apagó. Rosalind dibujó una sonrisita tensa y contrariada-. La detective Maddox interroga a Rosalind Frances Devlin -anunció a la cámara-. Siéntate.
Rosalind no se movió.
– Me temo que preferiría no hablar con usted -afirmó con una voz glacial y desdeñosa que yo nunca le había oído antes-. Me gustaría hablar con el detective Ryan.
– Lo siento pero es imposible -respondió Cassie con jovialidad, mientras se acercaba una silla para ella-. Está en un interrogatorio; seguro que ya lo has oído -añadió, con una mueca compungida.
– Pues ya volveré cuando esté libre.
Rosalind se ajustó el bolso debajo del brazo y se dirigió a la puerta.
– Un momento, Rosalind -la detuvo Cassie, y en su voz había un matiz nuevo, más duro. Rosalind suspiró y se dio la vuelta, levantando las cejas con desprecio-. ¿Hay algún motivo en especial por el que de repente te muestres tan reacia a responder preguntas sobre el asesinato de tu hermana?
Vi que los ojos de Rosalind se posaban en la cámara sólo un instante, aunque esa mínima y fría sonrisa no cambió.
– Creo que sabrá, detective Maddox, si es honrada consigo misma, que estoy más que dispuesta a ayudar en la investigación de cualquier modo que sea posible. Pero el caso es que no quiero hablar con usted, y estoy segura de que sabe por qué.
– Hagamos como que no.
– Vamos, detective, es evidente desde el principio que a usted mi hermana no le importa en absoluto. Lo único que le interesa es coquetear con el detective Ryan. ¿No va contra las normas acostarse con el compañero?
Me traspasó una nueva ráfaga de furia, con tanta violencia que casi me dejó sin aliento. Exclamé:
– ¡Por el amor de Dios! ¿Se trataba de eso? Sólo porque has pensado que le expliqué…
Rosalind había hablado por hablar, yo nunca le había dicho una sola palabra sobre ese tema, ni a ella ni a nadie; y que Cassie creyera que sí, que se desquitara de esa manera sin molestarse siquiera en preguntarme…
– Cállate -me interrumpió con frialdad detrás de mí.
Junté las manos y observé el televisor. Casi estaba demasiado furioso para ver. En la pantalla, Cassie ni siquiera pestañeó; con la silla apoyada en las dos patas traseras, se mecía y sacudía la cabeza, divertida.
– Lo siento, Rosalind, pero a mí no se me despista tan fácilmente. El detective Ryan y yo sentimos lo mismo, ni más ni menos, respecto a la muerte de tu hermana. Queremos encontrar a su asesino. Así que, una vez más, ¿por qué de pronto no quieres hablar de ello?
Rosalind se rió.
– ¿Lo mismo, ni más ni menos? No lo creo, detective. Él tiene una relación muy especial con este caso, ¿no es verdad? -Aun en la imagen borrosa distinguí el veloz parpadeo de Cassie, y el feroz destello de triunfo en el rostro de Rosalind al darse cuenta de que esta vez había puesto el dedo en la llaga-. Oh -continuó en tono dulzón-, ¿quiere decir que no lo sabe?
Hizo una pausa de sólo una fracción de segundo, lo suficiente para realzar el efecto, pero a mí me pareció una eternidad; porque supe, con una espantosa sensación de fatalidad y vorágine, qué iba a decir. Supongo que es lo que sienten los especialistas cuando una caída va horriblemente mal, o los jinetes al caerse en pleno galope; esa fracción de tiempo de una calma extraña, justo antes de que tu cuerpo se estrelle contra el suelo, cuando la mente se te queda en blanco salvo por una sola y simple certeza: «Así que eso es todo. Aquí llega».
– Es el chico cuyos amigos desaparecieron en Knocknaree hace tanto tiempo -le dijo Rosalind a Cassie. Su voz sonó aguda y musical y casi indiferente; excepto un minúsculo y petulante atisbo de placer, no había nada en ella, nada de nada-. Adam Ryan. Por lo que veo él no se lo cuenta todo, al fin y al cabo, ¿verdad?
Unos minutos antes llegué a creer que no podría sentirme peor y sobrevivir a ello.
En la pantalla, Cassie bajó las patas de la silla de golpe y se frotó una oreja. Se estaba mordiendo el labio para contener una sonrisa, pero a estas alturas yo ya me sentía incapaz de interpretar nada de lo que estaba haciendo.