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– ¿Te lo contó él?

– Sí. La verdad es que nos hemos conocido muy bien.

– ¿También te contó que un hermano suyo murió cuando él tenía dieciséis años? ¿Que creció en un hogar de acogida? ¿Que su padre era alcohólico?

Rosalind se la quedó mirando. La sonrisa se había disipado de su rostro y tenía los ojos entornados y eléctricos.

– ¿Por qué? -preguntó.

– Mera comprobación. A veces también cuenta esas cosas, depende… No sé cómo decirte esto, Rosalind -continuó, entre divertida y violentada-, pero a veces, cuando los detectives intentamos establecer una relación con un testigo, decimos cosas que no son la estricta verdad, cosas que pensamos que pueden ayudar al testigo a sentirse lo bastante cómodo para compartir información. ¿Lo entiendes? -Rosalind siguió mirando, inmóvil-. Mira, sé muy bien que el detective Ryan nunca ha tenido un hermano, que su padre es un hombre muy agradable sin tendencias alcohólicas y que él creció en Wiltshire, de ahí el acento, y no cerca de Knocknaree. Ni tampoco en un hogar de acogida. Pero te contara lo que te contase, sé que sólo quería facilitarte las cosas para que nos ayudases a encontrar al asesino de Katy. No se lo tengas en cuenta, ¿de acuerdo?

La puerta se abrió de golpe y Cassie se sobresaltó. Rosalind no se movió, ni siquiera apartó la vista de la cara de Cassie, y O'Kelly, escorzado por el ángulo de la cámara pero reconocible de inmediato por su calva con cuatro pelos atravesados, se asomó a la habitación.

– Maddox -anunció, cortante-. Fuera.

O'Kelly, cuando yo salí con Damien, en la sala de observación, balanceándose adelante y atrás sobre sus talones, mirando con impaciencia a través del cristal. No quise ver más. Busqué el mando a distancia, le di al «Stop» y contemplé, ausente, el cuadrado azul y vibrante.

– Cassie -dije, al cabo de mucho rato.

– Me preguntó si era verdad -replicó ésta, con voz tan monótona como si leyera un informe-. Yo le dije que no, y que si lo fuera no se lo habrías contado a ella.

– No lo hice -aseguré. Me pareció importante que lo supiera-. No lo hice. Le expliqué que dos amigos míos desaparecieron cuando éramos pequeños… para que viera que entendía por lo que estaba pasando. No pensé que sabría lo de Peter y Jamie, que ataría cabos. No se me pasó por la cabeza.

Cassie me dejó terminar.

– O'Kelly me acusó de encubrirte -continuó, cuando acabé de hablar- y añadió que debería habernos separado hace mucho. Dijo que compararía tus huellas con las del caso antiguo, aunque tuviera que sacar a un técnico de la cama, aunque llevara toda la noche. Si las huellas coincidían, me dijo, los dos tendríamos suerte si conservábamos el empleo. Me hizo mandar a Rosalind a casa. Se la entregué a Sweeney y empecé a llamarte.

En un lugar recóndito de mi cabeza oí un clic, mínimo e irrevocable. El recuerdo lo magnifica y lo convierte en un estruendo desgarrador y estrepitoso, pero la verdad es que fue su extrema pequeñez lo que lo hizo tan terrible. Nos quedamos ahí sentados, sin hablar, largo rato. El viento salpicaba el cristal de lluvia. Cuando oí a Cassie tomar aire pensé que iba a echarse a llorar, pero entonces alcé la vista. No había lágrimas en su rostro; sólo estaba pálida, callada y muy, muy triste.

Capítulo 23

Continuábamos sentados en la misma postura cuando apareció Sam.

– ¿Qué hay? -saludó, sacudiéndose la lluvia del pelo y encendiendo las luces.

Cassie se movió y levantó la cabeza.

– O'Kelly quiere que tú y yo hagamos otro intento de averiguar el móvil de Damien. Los uniformados lo traen de camino.

– Estupendo, a ver si con una cara nueva reacciona un poco -dijo Sam.

Nos echó un vistazo rápido y me pregunté hasta dónde sabía; por primera vez me preguntaba qué había sido capaz de adivinar a pesar de no decir nada.

Acercó una silla, se sentó al lado de Cassie y empezaron a hablar sobre cómo entrar a Damien. Nunca habían interrogado a nadie juntos; sus voces eran tentativas, serias y deferentes el uno con el otro y se elevaban en preguntas de final abierto: «¿Crees que habría que…?». «¿Qué tal si…?» Cassie volvió a introducir las cintas en el vídeo y le mostró a Sam fragmentos del interrogatorio de la noche anterior. El fax emitió una serie de ruidos enloquecidos y exagerados y escupió el registro de llamadas del móvil de Damien, y ambos se inclinaron sobre las páginas con un rotulador fluorescente, murmurando.

Cuando al fin se fueron -Sam se giró y me dirigió un breve gesto de asentimiento con la cabeza-, aguardé en la sala de investigaciones vacía para asegurarme de que hubiera empezado el interrogatorio, y entonces salí a buscarles. Se encontraban en la sala de interrogatorios principal. Me colé a hurtadillas en el cuarto de observación; las orejas me ardían como si estuviera husmeando en una librería porno. Sabía que aquello era la última cosa del mundo que desearía ver, pero ignoraba cómo mantenerme al margen.

Hicieron cuanto estuvo en sus manos para convertir la sala en una estancia más acogedora: abrigos, bolsas y bufandas tiradas en las sillas y la mesa llena de cafés, sobres de azúcar, móviles, una garrafa de agua y una bandeja con las empalagosas galletas de la cafetería que había a la salida de los terrenos del Castillo. Damien, desaliñado, vestido con el mismo jersey demasiado grande y los mismos pantalones -tenía pinta de haber dormido con ellos-, se abrazaba y miraba a su alrededor con ojos muy abiertos. Después del caos alienante de una celda, aquello debía de parecerle un puerto luminoso, cálido, seguro, casi hogareño. Según el ángulo se le veía una pelusa rubia y patética en la barbilla. Cassie y Sam estaban parloteando, encaramados a la mesa y quejándose del tiempo y ofreciéndole leche a Damien. Al oír unos pasos en el pasillo me puse tenso -si era O'Kelly me mandaría de una patada de vuelta a la línea abierta, pues aquello ya no tenía nada que ver conmigo-, pero pasaron de largo sin perder el ritmo. Apoyé la frente en el vidrio unidireccional y cerré los ojos.

En primer lugar repasaron con él algunos detalles insignificantes sin ningún riesgo. Las voces de Cassie y Sam se entretejían con destreza, apaciguadoras como canciones de cuna: «¿Cómo saliste de casa sin despertar a tu madre?». «Ah, ¿sí? Yo hacía lo mismo cuando era adolescente…» «¿Lo habías hecho antes?» «Este café está asqueroso, ¿prefieres una Coca-Cola u otra cosa?» Formaban un buen equipo, ya lo creo. Damien se estaba relajando. Una vez hasta se rió, con un ruidito patético.

– Eres miembro de «No a la Autopista», ¿verdad? -le preguntó Cassie al fin, con la misma naturalidad de antes; nadie más que yo reconocería la leve ascensión de su voz, señal inequívoca de que empezaba a ir al grano. Abrí los ojos y me erguí-. ¿Cuándo te implicaste en ello?

– En primavera -contestó Damien con prontitud-, por marzo o así. Salió un aviso de una manifestación en el tablón de anuncios de la universidad. Yo ya sabía que estaría trabajando en Knocknaree en verano, por eso me sentí como… no sé, conectado con ello. Así que fui.

– ¿Te refieres a la manifestación del 20 de marzo? -quiso saber Sam mientras pasaba varias hojas y se frotaba la nuca. Interpretaba el papel de poli de pueblo, sólido, amistoso y no demasiado apresurado.

– Sí, creo que sí. Fue a la salida del Parlamento, si sirve de algo.

A esas alturas, Damien parecía a sus anchas de una forma casi inquietante, reclinado hacia delante sobre la mesa y jugando con su vaso de café, hablador y entusiasta como en una entrevista de trabajo. Ya lo había visto antes, sobre todo en delincuentes primerizos: no están acostumbrados a vernos como el enemigo y, una vez disipado el impacto de saberse atrapados, se exaltan y se vuelven serviciales al aliviarse la tensión.