– Es que ahí está la cuestión. La noche en que le dije que a lo mejor deberíamos ir a la policía, Rosalind pensó que yo sólo había aceptado que lo haría para… para llevármela a la cama. Es tan frágil y le han hecho tanto daño… No podía permitir que pensara que sólo la estaba utilizando. ¿Se imagina lo que le habría hecho eso?
Otro silencio. Damien se pasó con fuerza una mano por los ojos y recuperó el control.
– Así que decidisteis continuar adelante -concluyó Cassie sin alterar la voz. Él asintió con un movimiento de cabeza lastimoso e incierto-. ¿Cómo lograsteis que Katy fuese a la excavación?
– Rosalind le dijo que allí tenía un amigo que había encontrado una cosa… -Hizo un gesto vago-. Un medallón. Un medallón antiguo con la pintura de una bailarina dentro. Rosalind le dijo a Katy que era realmente antiguo y mágico, y que ella había reunido todo su dinero y se lo había comprado a su amigo, que era yo, como regalo para que le trajera buena suerte en la escuela de danza. Sólo que Katy tenía que ir a buscarlo ella misma porque ese amigo pensaba que era una bailarina increíble y quería su autógrafo para cuando se hiciera famosa, y tendría que ir de noche porque a su amigo no le permitían vender tesoros encontrados, así que tenía que ser un secreto.
Me acordé de Cassie, dudando de pequeña ante la puerta del cobertizo del encargado: «¿Quieres maravillas?». «Los críos piensan de otra manera», me había dicho. Katy se había adentrado en el peligro del mismo modo que Cassie: por si acaso se perdía algo mágico.
– ¿Entienden lo que quiero decir? -preguntó Damien con un dejo de súplica en su voz-. Estaba convencida de que la gente hacía cola por su autógrafo.
– De hecho -observó Sam-, tenía motivos para creerlo. Un montón de personas le pidieron un autógrafo después del espectáculo para recaudar fondos.
Damien lo miró pestañeando.
– ¿Y qué paso cuando llegó a la caseta? -preguntó Cassie.
Él se encogió de hombros, incómodo.
– Lo que ya les he contado. Le dije que el medallón estaba en una caja de la estantería que tenía detrás y cuando se giró para ir a buscarlo, yo… yo cogí la piedra y… Fue en defensa propia, como han dicho ustedes, quiero decir para defender a Rosalind, no sé cómo se llama eso…
– ¿Qué hay de la paleta? -preguntó Sam con rotundidad-. ¿Eso también fue en defensa propia?
Damien se lo quedó mirando como un conejo ante unos faros.
– La… sí. Eso. Es que yo no pude… ya saben. -Tragó saliva con fuerza-. No pude hacerlo. Era, estaba… Aún tengo pesadillas. No pude. Y entonces vi la paleta en el escritorio, y pensé que…
– ¿Tenías que violarla? No pasa nada -dijo Cassie con suavidad, al ver el destello de mareo y pánico en el rostro de Damien-, entendemos cómo ocurrió. No estás metiendo a Rosalind en ningún aprieto.
Damien no pareció muy seguro, pero no apartó la vista.
– Eso me temo -respondió al cabo de un momento. Había vuelto a adoptar esa horrible palidez verdusca-. Rosalind estaba… sólo estaba disgustada, pero dijo que no era justo que Katy nunca supiera lo que había tenido que soportar Jessica, así que al final yo dije… Lo siento, creo que voy a…
Emitió un sonido entre una tos y una arcada.
– Respira -le indicó Cassie-. Estás bien, sólo necesitas un poco de agua. -Se llevó el vaso hecho trizas, le buscó otro nuevo y lo llenó; le apretó el hombro mientras él bebía, sosteniendo el vaso con ambas manos, y tomaba profundas inspiraciones-. Continúa -añadió, cuando Damien recuperó un poco el color-. Lo estás haciendo muy bien. Así que tenías que violar a Katy, pero en lugar de eso utilizaste la paleta una vez muerta.
– Me acobardé -afirmó Damien aún con la boca dentro del vaso, con voz grave y cruel-. Ella había hecho cosas mucho peores, pero me acobardé.
– ¿Por eso escasearon las llamadas entre Rosalind y tú después de la muerte de Katy? -Sam apuntó los registros de llamadas con un dedo-. Hubo dos el martes, el día después del asesinato; otra a primera hora del miércoles, otra el martes siguiente y ya está. ¿Se enfadó Rosalind contigo porque le habías fallado?
– Ni siquiera sé cómo se enteró. A mí me daba miedo decírselo. Habíamos acordado que no hablaríamos en un par de semanas, para que la policía no nos relacionara, pero me envió un mensaje una semana después diciendo que lo mejor sería que rompiéramos el contacto porque obviamente yo no le importaba de verdad. La llamé para saber qué pasaba… ¡y sí, claro que estaba furiosa! -Estaba balbuciendo y alzando la voz-. Haremos las paces, pero Dios, tenía toda la razón de enfadarse conmigo. A Katy no la encontraron hasta el miércoles porque a mí me entró el pánico, eso podría haber arruinado totalmente su coartada, y yo no… yo no… Ella confiaba tanto en mí, no tenía a nadie más, y yo no supe hacer ni una cosa a derechas porque soy un maldito pelele.
Cassie, de espaldas a mí, no respondió. Vi las delicadas protuberancias en lo alto de su columna y sentí tanta pena como si llevara un sólido peso colgando de la garganta y las muñecas. No pude seguir escuchando. Ese disparate de que Katy bailaba para llamar la atención me había dejado vacío de toda ira, me había dejado hueco. Ahora sólo quería dormir un sueño narcótico y aniquilador y dejar que alguien me despertara cuando aquel día hubiera acabado y la lluvia constante se lo hubiera llevado todo.
– ¿Saben qué? -continuó Damien suavemente, justo antes de que me fuera-. Íbamos a casarnos. En cuanto Jessica se hubiera recuperado lo bastante como para que Rosalind la dejara allí. Supongo que eso ya no va a pasar, ¿no?
Estuvieron con él todo el día. Más o menos, sabía lo que estaban haciendo: ahora que tenían lo esencial de la historia volverían sobre ella para completar horas, fechas y detalles y comprobar cualquier laguna o contradicción. Obtener la confesión es sólo el principio; luego tienes que impermeabilizarla, anticiparte a los abogados defensores y al jurado, asegurarte de tenerlo todo por escrito mientras tu hombre se siente hablador y antes de que tenga ocasión de salirte con versiones alternativas. Sam es de los meticulosos; harían un buen trabajo.
Sweeney y O'Gorman entraban y salían de la sala de investigaciones para llevar a cabo los registros del móvil de Rosalind y más entrevistas preparatorias sobre ella y Damien. Los mandé a la sala de interrogatorios. O'Kelly asomó la cabeza y me frunció el ceño, y yo fingí estar inmerso en las entradas telefónicas. A media tarde Quigley entró para compartir sus impresiones sobre el caso. Aparte del hecho de que no tenía ganas de hablar con nadie, y menos aún con él, aquello era muy mala señal. El único talento de Quigley es un olfato infalible para la debilidad y, aparte de algún que otro intento lamentable de hacerse el simpático, a Cassie y a mí solía dejarnos en paz y se dedicaba a cebarse con los novatos, los que estaban quemados o aquellos cuyas carreras sufrían de pronto una caída en picado. Acercó demasiado su silla a la mía e insinuó misteriosamente que deberíamos haber pillado a nuestro hombre hacía semanas, dio a entender que me explicaría cómo si se lo preguntaba con suficiente deferencia, señaló con tristeza mi desorbitado error psicológico al dejar que Sam ocupase mi lugar en el interrogatorio, preguntó por el registro de llamadas de Damien y por último sugirió capciosamente que deberíamos considerar la posibilidad de que la hermana estuviera implicada. Por lo visto había olvidado cómo deshacerme de él, y eso acrecentó mi sensación de que su presencia no sólo era irritante sino espantosamente funesta. Era como un albatros enorme y petulante andando con aire patoso alrededor de mi escritorio, graznando de forma absurda y cagándose por todos mis papeles.
Finalmente, como los matones del colegio, pareció darse cuenta de que yo estaba demasiado hecho polvo para ofrecerle una buena relación calidad-precio, así que puso el freno y volvió a lo que estuviera haciendo antes con una expresión ofendida que abarcaba sus grandes y sosos rasgos. Dejé de fingir que me ocupaba de las llamadas telefónicas y me acerqué a la ventana, donde pasé las horas siguientes contemplando y escuchando los ruidos vagos y familiares de la brigada detrás de mí: la risa de Bernadette, el sonido de los teléfonos, las discusiones de voces masculinas que se alzaban para acabar amortiguadas tras un súbito portazo.