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Eran las siete y veinte cuando al fin oí a Cassie y Sam acercarse por el pasillo. Hablaban de forma demasiado tenue y esporádica para poder distinguir alguna palabra, pero reconocí el tono. Es curioso la de cosas que te puede hacer notar un cambio de perspectiva; no me había dado cuenta de lo profunda que era la voz de Sam hasta que lo oí interrogando a Damien.

– Quiero irme a casa -decía Cassie cuando entraron en la sala de investigaciones.

Se dejó caer en una silla y apoyó la frente en la parte mullida de sus palmas.

– Ya casi estamos -respondió Sam.

No quedó claro si se refería a la jornada o a la investigación. Rodeó la mesa para ir a su asiento; por el camino, para mi gran sorpresa, posó la mano breve y ligeramente en la cabeza de Cassie.

– ¿Cómo ha ido? -pregunté, y oí la nota forzada en mi voz.

Cassie no se movió.

– Estupendo -dijo Sam. Se frotó los ojos mientras hacía una mueca-. Creo que ya estamos, al menos en lo que se refiere a Donnelly.

Sonó el teléfono y respondí. Bernadette nos mandaba a todos quedarnos en la sala de investigaciones, pues O'Kelly quería vernos. Sam asintió y se sentó pesadamente, con los pies separados, como un granjero que vuelve de un duro día de trabajo. Cassie levantó la cabeza con esfuerzo y buscó su libreta enrollada en el bolsillo de atrás.

Como de costumbre, O'Kelly nos hizo esperar un rato. Ninguno de nosotros habló. Cassie garabateaba en su libreta un árbol puntiagudo de apariencia siniestra; Sam se desplomó sobre la mesa y miraba sin ver la pizarra abarrotada; yo me apoyé en el marco de la ventana y contemplé el jardín oscuro y formal que había debajo, con ráfagas repentinas de viento que recorrían los arbustos. Nuestras posiciones en torno a la estancia parecían una puesta en escena, simbólica de un modo impreciso pero fatídico; el parpadeo y el zumbido de los fluorescentes me habían dejado en un estado rayano en el trance y empezaba a sentirme como si representáramos una obra existencialista, en la que el tictac del reloj permanecería para siempre en las 19.38 y nunca podríamos movernos de aquellas poses predestinadas. La irrupción de O'Kelly en la sala fue como una conmoción.

– Primero lo primero -anunció con gravedad; acercó una silla y estampó una pila de hojas en la mesa-. O'Neill, refréscame la memoria: ¿qué vas a hacer con todo ese lío de Andrews?

– Dejarlo correr -respondió Sam con calma.

Se le veía muy cansado. No es que tuviera bolsas debajo de los ojos ni nada semejante, a alguien que no le conociera le habría parecido que estaba bien, pero su saludable rubor campestre había desaparecido y en cierto modo parecía terriblemente joven y vulnerable.

– Estupendo. Maddox, te descuento cinco días de vacaciones.

Cassie alzó la vista un instante.

– Sí, señor.

Disimuladamente, miré a Sam para ver si parecía sorprendido o si ya sabía de qué iba todo aquello, pero su rostro no delató nada.

– Y Ryan, tú harás trabajo de oficina hasta nueva orden. No sé cómo diablos os las habéis apañado los tres fuera de serie para coger a Damien Donnelly, pero podéis dar gracias por ello o vuestras carreras habrían quedado aún peor paradas. ¿Queda claro?

Ninguno de nosotros tenía energía para contestar. Me aparté de la ventana y tomé asiento, lo más lejos posible de los demás. O'Kelly nos fulminó con la mirada y decidió interpretar nuestro silencio como un asentimiento.

– Bien. ¿Qué hay de Donnelly?

– Yo diría que vamos bien -respondió Sam, cuando quedó claro que ninguno de nosotros iba a decir nada-. Tenemos una confesión completa, incluidos detalles que no eran públicos, y un buen puñado de pruebas forenses. Su única opción para librarse sería alegar enajenación, y a eso se agarrará si consigue un buen abogado. Ahora mismo se siente tan mal que sólo quiere declararse culpable, pero se le pasará tras permanecer unos días en la cárcel.

– Esa mierda de la enajenación no debería estar permitida -observó O'Kelly con amargura-. Cualquier capullo se sube al estrado y dice: «No es culpa suya, señoría, es que su madre le enseñó a usar el orinal demasiado pronto y por eso no pudo evitar matar a esa niñita…». Gilipolleces. Ése no está más loco que yo. Que uno de los nuestros lo examine y lo confirme.

Sam asintió y tono nota. O'Kelly rebuscó entre sus papeles y agitó un informe para enseñárnoslo:

– Otra cosa. ¿Qué es todo esto de la hermana?

El ambiente se tensó.

– Rosalind Devlin -explicó Cassie, alzando la cabeza-, Damien y ella se veían. Por lo que él dice, el asesinato fue idea suya y le empujó a él a cometerlo.

– Ya, muy bien. ¿Y por qué?

– Según Damien -continuó Cassie sin alterar la voz-, Rosalind le contó que Jonathan Devlin abusaba sexualmente de las tres hijas y que maltrataba físicamente a Rosalind y Jessica. Katy era su favorita y ésta lo alentaba y a menudo incitaba a abusar de las otras dos. Rosalind decía que, con Katy fuera de combate, los abusos se detendrían.

– ¿Y hay pruebas que lo respalden?

– Al contrario. Damien dice que Rosalind le explicó que Devlin le había abierto el cráneo y le había roto el brazo a Jessica, pero nada de eso consta en sus historiales médicos; de hecho, nada indica abusos de ninguna clase. Y Katy, que se supone que llevaba años manteniendo relaciones sexuales constantes con su padre, murió virgo intacta.

– Entonces, ¿por qué perdéis el tiempo con esta mierda? -O'Kelly tiró el informe-. Ya tenemos a nuestro hombre, Maddox. Marchaos a casa y que los abogados se ocupen del resto.

– Porque se trata de la mierda de Rosalind, no de Damien -replicó Cassie, y por primera vez hubo una leve chispa en su voz-. Alguien fue el responsable de las enfermedades que padeció Katy durante años, y no fue Damien. La primera vez que estuvo a punto de ingresar en la escuela de danza, alguien la hizo enfermar tanto que tuvo que renunciar a la plaza. Y alguien le metió a Damien en la cabeza que debía matar a una niña a la que apenas había visto. Usted mismo lo ha dicho, señor: él no está loco, no oía vocecitas ordenándole que lo hiciera. Rosalind es la única persona que encaja.

– ¿Con qué móvil?

– No soportaba el hecho de que Katy fuera el centro de atención y admiración. Señor, apostaría lo que fuera por ello. Creo que hace años, en cuanto se dio cuenta de que Katy tenía verdadero talento para la danza, Rosalind empezó a envenenarla. Es terriblemente fácil de hacer: lejía, eméticos, hasta sal común… En cualquier hogar ordinario hay media docena de productos capaces de provocarle a una niña misteriosos trastornos gástricos, si la convences de que se los tome. A lo mejor le dices que es una medicina mágica, que la hará ser mejor; y si tiene ocho o nueve años y eres su hermana mayor, seguramente te creerá… Pero cuando a Katy le llegó una segunda oportunidad de ingresar en la escuela, ya no se dejó convencer. Tenía doce años, los suficientes para empezar a cuestionar lo que le decían. Se negó a seguir tomando lo que fuera. Y eso, rematado por el artículo del periódico y la recaudación de fondos y el hecho de que Katy empezara a convertirse en la gran celebridad de Knocknaree, fue el colmo. Se había atrevido a desafiar a Rosalind de forma categórica, y ésta no estaba dispuesta a permitirlo. Cuando conoció a Damien, vio la ocasión. Ese pobre desgraciado es una presa fácil; no es precisamente listo, y haría cualquier cosa por hacer feliz a alguien. Durante los meses siguientes Rosalind utilizó el sexo, las historias lacrimógenas, la adulación, el sentimiento de culpa y todo lo que tuviera a su alcance para persuadirle de que tenía que matar a Katy. Y al fin, en el ultimo mes, lo tenía tan aturdido y ofuscado que a él le pareció que no tenía otra opción. De hecho, puede que en aquel momento estuviera un poco enajenado.