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– No digas eso fuera de esta habitación -señaló O'Kelly, brusca y automáticamente.

Cassie se movió, casi como si se encogiera de hombros, y volvió a su dibujo. El silencio cayó sobre la estancia. Era una historia horrenda en sí misma, tan antigua como Caín y Abel pero con sus propios y nuevos matices escabrosos, y me resulta imposible describir la mezcla de emociones con que oí a Cassie relatarla. No la miraba a ella, sino a nuestras frágiles siluetas en la ventana, pero no había forma de evitar escuchar. Cassie tiene una voz muy bonita para narrar, grave y flexible como un instrumento de madera; pero cada palabra que pronunciaba parecía trepar a rastras por las paredes, tejer entre las luces un rastro de sombra negro y pegajoso y anidar en complicadas telarañas en los rincones elevados.

– ¿Alguna prueba? -preguntó O'Kelly al fin-. ¿O sólo contáis con la palabra de Donnelly?

– No, no hay pruebas concluyentes -respondió Cassie-. Podemos demostrar la relación entre Damien y Rosalind porque tenemos llamadas entre sus móviles y ambos nos dieron la misma pista falsa sobre un inexistente tipo en chándal, lo que significa que ella hizo de encubridora, pero no hay prueba de que ni siquiera supiera lo del asesinato de antemano.

– Por supuesto que no -dijo él en tono terminante-. No sé por qué pregunto. ¿Estáis los tres juntos en esto? ¿O sólo es una pequeña cruzada personal de Maddox?

– Yo estoy con la detective Maddox, señor -declaró Sam con firmeza y prontitud-. Llevamos todo el día interrogando a Donnelly y creo que dice la verdad.

O'Kelly suspiró, exasperado, y me apuntó a mí con la barbilla. Era obvio que Cassie y Sam le representaban una complicación gratuita; él sólo quería acabar con el papeleo de Damien y declarar el caso cerrado. Pero a pesar de lo mucho que se esfuerza, en el fondo no es un déspota y no iba a ignorar el parecer unánime de su equipo. Realmente lo sentí por él; supongo que yo era la única persona a la que le apetecía recurrir en busca de apoyo. Finalmente -no sé por qué no fui capaz de decirlo en voz alta-, asentí.

– Fantástico -replicó con voz cansina-. Esto es fantástico. A ver. La historia de Donnelly apenas bastaría para imputarla a ella, no digamos para condenarla. Necesitamos una confesión. ¿Qué edad tiene?

– Dieciocho -dije. Llevaba tanto rato sin hablar que la voz me salió como un croar sobresaltado; me aclaré la garganta-. Dieciocho.

– Gracias, Dios mío, por tu misericordia. Al menos no tienen que estar los padres presentes cuando la interroguemos. De acuerdo, Maddox y O'Neill, traedla aquí, la machacáis todo lo posible y la asustáis a base de bien hasta que se venga abajo.

– No funcionará -replicó Cassie, añadiendo otro palo a la rueda-. Los psicópatas muestran niveles de ansiedad muy bajos. Habría que apuntarle con una pistola en la cabeza para asustarla hasta ese punto.

– ¿Psicópatas? -pregunté, al cabo de un perplejo instante.

– Dios, Maddox -exclamó O'Kelly, irritado-. No seas peliculera. Esa chica no se ha comido a su hermana.

Cassie alzó la vista de su garabato, con las cejas levantadas en dos arcos serenos y delicados.

– No estoy hablando de los psicópatas de las películas. Rosalind encaja con la definición clínica. No tiene conciencia ni empatía, es una mentirosa patológica, manipuladora, encantadora e intuitiva, busca ser el centro de atención, se harta con facilidad, es narcisista, se vuelve muy desagradable cuando la frustran en algún sentido… Seguro que me olvido de algunos criterios, pero es bastante atinado.

– Lo bastante como para que sigamos con ello -observó Sam con brusquedad-. Un momento; entonces, aunque fuéramos a juicio ¿se libraría por demencia?

O'Kelly, contrariado, musitó algo que sin duda tenía que ver con la psicología en general y con Cassie en particular.

– Está perfectamente sana -replicó ésta resueltamente-. Cualquier psiquiatra lo confirmaría. No se trata de una enfermedad mental.

– ¿Cuánto hace que lo sabes? -le pregunté.

Su mirada saltó hacia mí.

– Empecé a pensarlo la primera vez que la vi. Pero no parecía relevante para el caso; estaba claro que el asesino no era un psicópata, y ella tenía una coartada perfecta. Me planteé decírtelo de todos modos, pero ¿de veras me habrías creído?

«Tendrías que haber confiado en mí», estuve a punto de decir. Vi que Sam nos miraba a uno y a otro, perplejo y agitado.

– Sea como sea -continuó Cassie, volviendo a sus bocetos-, es absurdo intentar sonsacarle una confesión asustándola. Los psicópatas no sienten verdadero miedo, sino agresividad, hastío o placer, principalmente.

– Vale, muy bien -dijo Sam-. Pues entonces la otra hermana, Jessica, ¿no? ¿Ella podría saber algo?

– Es muy posible -contesté-. Están muy unidas.

Cassie alzó irónicamente una comisura de la boca ante la expresión elegida por mí.

– Santo cielo -exclamó O'Kelly-. Tiene doce años, ¿me equivoco? Eso implica a los padres.

– De hecho -comentó Cassie sin levantar la vista-, tampoco creo que hablar con Jessica sirviera de nada. Rosalind la tiene absolutamente controlada. No sé lo que le ha hecho, pero esa niña está tan alelada que apenas es capaz de pensar por sí misma. Si damos con el modo de acusar a Rosalind, sí, puede que tarde o temprano le saquemos algo a Jessica, pero mientras su hermana mayor siga en esa casa tendrá tanto pavor a decir algo equivocado como para pronunciar una sola palabra.

O'Kelly perdió la paciencia. Odia sentirse desconcertado, y el ambiente de aquel cuarto, cargado de tensiones cruzadas, debía de darle tanta dentera como el caso en sí.

– Estupendo, Maddox. Muchísimas gracias. Entonces, ¿qué coño sugieres? Vamos, dinos que se te ha ocurrido algo útil en vez de quedarte ahí sentada cargándote las ideas de todo el mundo.

Cassie dejó de dibujar y, con cuidado, sostuvo el boli en equilibrio sobre un dedo.

– De acuerdo -dijo-. Los psicópatas encuentran placer en el poder que ejercen sobre otras personas, manipulándolas o infligiéndoles dolor. Creo que deberíamos intentar jugar con eso, darle todo el poder que pueda tragar y a ver si se deja llevar.

– ¿De qué estás hablando?

– Anoche, Rosalind me acusó de acostarme con el detective Ryan -recordó Cassie despacio.

Sam volvió la cabeza bruscamente hacia mí. Yo no aparté la vista de O'Kelly.

– Ya, no me había olvidado, créeme -afirmó éste con afectación-. Y más vale que no sea la puñetera verdad, porque ya estáis bastante enmierdados los dos.

– No -respondió Cassie, con cierta fatiga-, no lo es. Solamente intentó despistarme con la esperanza de dar en el blanco. No lo consiguió, pero ella no lo sabe. Puede pensar que disimulé muy bien.

– ¿Y? -preguntó O'Kelly.

– Pues que podría ir a hablar con ella, admitir que el detective Ryan y yo tenemos una aventura desde hace tiempo y suplicarle que no nos delate; tal vez decirle que sospechamos que ella estuvo implicada en la muerte de Katy y ofrecerle toda la información que tengamos a cambio de su silencio, o algo así.

O'Kelly resopló.

– Sí, claro, ¿y crees que así va a desembuchar?

Ella se encogió de hombros.

– No veo por qué no. Sí, la mayoría de la gente odia admitir que ha hecho algo terrible, aunque no vaya a tener problemas por ello, pero eso es porque se sienten mal al respecto y no quieren que los demás tengan una mala opinión de ellos. En cambio, para esta chica las demás personas no son reales, no más que los personajes de un videojuego, y correcto o incorrecto sólo son meras palabras. No es que sienta culpabilidad ni remordimiento ni nada parecido por hacer que Damien matase a Katy. De hecho, apostaría a que está encantada. Este es su mayor logro hasta ahora, y no ha podido alardear de ello con nadie. Si está convencida de tener la sartén por el mango y de que no llevo micrófono (cómo iba a llevarlo para admitir que me acuesto con mi compañero), creo que aprovechará la ocasión. La idea de contarle a una detective lo que hizo exactamente, sabiendo que yo no puedo hacer nada y que eso debe de torturarme… será una de las sensaciones más embriagadoras de su vida. No podrá resistirse.