– Ya puede decir lo que le dé la puñetera gana -intervino O'Kelly-, que sin una advertencia nada será admisible.
– Pues la advertiré.
– ¿Y piensas que aun así hablará? Creía que según tú no está loca.
– No lo sé -respondió Cassie. Por un segundo sonó exhausta y abiertamente cabreada, y eso le hizo parecer muy joven, como una adolescente incapaz de ocultar su frustración ante el estúpido universo adulto-. Sólo creo que es nuestra mejor baza. Si la enfrentamos a un interrogatorio formal se pondrá en guardia, se quedará ahí sentada negándolo todo y habremos perdido nuestra oportunidad. Se irá a casa sabiendo que no tenemos forma de acusarla. Al menos, de esa otra manera cabe la posibilidad de que se imagine que no puedo demostrar nada y se arriesgue a hablar.
Con la uña del pulgar, O'Kelly rascaba de forma monótona y exasperante las vetas de la falsa madera de la mesa; era obvio que estaba reflexionando.
– Si lo hacemos, te pones micrófono. No pienso arriesgarme a que sea tu palabra contra la suya.
– Si no fuera así no lo haría -replicó ella con frialdad.
– Cassie -dijo Sam, con mucho cuidado y reclinándose sobre la mesa-, ¿estás segura de que puedes hacerlo?
Sentí una súbita llamarada de furia, no menos dolorosa por ser del todo injustificable. Tenía que ser yo y no él quien le preguntara eso.
– Estaré bien -contestó ella, con una medio sonrisita-. Oye, estuve en la secreta durante meses y no me pillaron ni una vez. Soy carne de Oscar.
No creí que fuera eso lo que le preguntaba Sam. Cuando Cassie me contó lo de ese tío de la universidad prácticamente se quedó catatónica, y ahora veía esa misma expresión distante de pupilas dilatadas abriéndose paso en su mirada, y de nuevo percibí el matiz de desapego en su voz. Me acordé de aquella primera tarde de la Vespa estropeada; de cómo deseé cubrirla con mi abrigo y protegerla incluso de la lluvia.
– Podría hacerlo yo -intervine, demasiado alto-. A Rosalind le caigo bien.
– No, no puedes -soltó O'Kelly.
Cassie se frotó los ojos con el índice y el pulgar y se pellizcó el puente de la nariz como si tuviera una migraña incipiente.
– No te ofendas -señaló Cassie de plano-, pero a Rosalind Devlin no le caes mejor de lo que le caigo yo. Esa emoción queda fuera de su alcance. Le resultas útil. Sabe que te tiene comiendo de su mano, o te tenía, como quieras, y está convencida de que eres el único poli que, llegado el momento, creerá que ha sido injustamente acusada y la defenderá. Hazme caso, no hay la menor posibilidad de que eche eso a perder confesando ante ti. En cambio, yo no le soy útil en ningún sentido; no tiene nada que perder si habla conmigo. Sabe que no me gusta, pero eso sólo será un aliciente añadido al hecho de tenerme a su merced.
– Muy bien -zanjó O'Kelly, mientras apilaba sus cosas y arrastraba la silla hacia atrás-. Hagámoslo. Maddox, espero que sepas de lo que hablas. Te colocaremos el micrófono mañana a primera hora y podrás tener una charla de chicas con Rosalind Devlin. Me aseguraré de que te den algo que se active con la voz, para que no tengas que pensar en darle al botón de grabar.
– No -replicó Cassie-, nada de grabadoras. Quiero un transmisor conectado con una furgoneta de refuerzo a menos de doscientos metros de distancia.
– ¿Para interrogar a una cría de dieciocho años? -preguntó O'Kelly con desdén-. Ponle un poco de huevos, Maddox, que no se trata de Al-Qaeda.
– Pero sí de un careo con una psicópata que acaba de asesinar a su hermana pequeña.
– No tiene antecedentes violentos -señalé.
No quise decirlo con mala leche, pero la mirada de Cassie pasó un instante sobre mí sin ninguna expresión en absoluto, como si yo no existiera.
– Transmisor y refuerzos -repitió.
Esa noche no fui a casa hasta las tres de la madrugada, cuando estuve seguro de que Heather dormía. Preferí conducir hasta el paseo marítimo de Bray y quedarme en el coche. Por fin había dejado de llover; había una niebla densa y marea alta y se oían los golpes y las ráfagas del agua; sin embargo, sólo vislumbré alguna que otra ola entre los remolinos de un gris borroso. El pequeño pabellón cobraba vida y la volvía a perder como salido de Brigadoon. En algún sitio, una sirena emitió su melancólica nota una y otra vez, y la gente que volvía a casa por el paseo marítimo se materializaba poco a poco de la nada; sus siluetas flotaban en el aire como oscuros mensajeros.
Pensé en muchas cosas aquella noche. Pensé en Cassie en Lyon, de jovencita y con un delantal, sirviendo café en soleadas mesas al aire libre y bromeando en francés con los clientes. Pensé en mis padres preparándose para salir a bailar, en las pulcras líneas que el peine de mi padre dejaba en su pelo engominado y en el aroma excitante del perfume de mi madre y su vestido estampado de flores saliendo por la puerta. Pensé en Jonathan, Cathal y Shane, desgarbados y con granos y riéndose con fuerza de sus juegos más livianos; en Sam, sentado a una gran mesa de madera con sus siete escandalosos hermanos y hermanas; y en Damien en una silenciosa biblioteca de universidad rellenando una solicitud para un trabajo en Knocknaree. Pensé en la mirada insensata de Mark («Las únicas cosas en las que creo están ahí fuera, en ese yacimiento») y luego en revolucionarios agitando pancartas irregulares y aguerridas y en refugiados nadando en rápidas corrientes nocturnas; en todos aquellos que se aferran a la vida con tanta ligereza, o que apuestan tan fuerte, que pueden andar con paso constante y los ojos abiertos al encuentro de lo que tomará o transformará sus vidas y cuyos designios elevados y fríos quedan mucho más allá de nuestro entendimiento. Durante mucho tiempo, procuré acordarme de llevarle a mi madre flores silvestres.
Capítulo 24
O'Kelly siempre me ha parecido un misterio. No le caía bien Cassie, despreciaba su teoría y básicamente le resultaba un inexorable grano en el culo; pero para él la brigada tiene un significado profundo y casi totémico, y una vez se ha resignado a apoyar a uno de sus miembros, lo (o incluso la) apoya hasta el final. Le dio a Cassie su transmisor y su furgoneta de refuerzo, aunque lo consideraba una absoluta pérdida de tiempo y de recursos. Cuando llegué a la mañana siguiente -muy temprano, pues queríamos coger a Rosalind antes de que se fuera al instituto-, Cassie estaba en la sala de investigaciones, colocándose el micrófono.
– Quítate el jersey, por favor -le pidió con voz tranquila el técnico de vigilancia.
Era bajo y carente de expresión, y tenía unas hábiles manos de profesional.
Cassie se levantó el jersey por encima de la cabeza, obediente como un niño en la consulta del médico. Debajo llevaba lo que parecía una camiseta térmica de chico. Había prescindido del maquillaje desafiante que usaba desde hacía unos días y tenía unas manchas oscuras debajo de los ojos. Me pregunté si habría dormido algo siquiera, y me la imaginé sentada en la repisa de su ventana con la camiseta extendida alrededor de las rodillas, y el minúsculo resplandor de un cigarrillo aflorando y marchitándose mientras inhalaba y observaba los jardines que se iluminaban con la aurora. Sam se encontraba en la ventana, de espaldas a nosotros; O'Kelly estaba ocupado con la pizarra, borrando rayas y trazándolas otra vez.
– Pásate el cable por debajo de la camiseta, por favor -dijo el técnico.
– Te esperan tus llamadas -me anunció O'Kelly.