– Yo también quiero ir -contesté.
Sam se dio la vuelta; Cassie, con la cabeza agachada sobre el micrófono, no alzó la vista.
– Cuando se hiele el maldito infierno y los camellos vuelvan patinando a su casa -replicó O'Kelly.
Estaba tan cansado que lo veía todo como a través de una neblina blanca y efervescente.
– Quiero ir -repetí.
Esta vez, todos me ignoraron.
El técnico sujetó la batería a los vaqueros de Cassie, le practicó una incisión diminuta en el dobladillo del cuello de la camiseta y pasó el micro por dentro. Le pidió que volviera a ponerse el jersey -Sam y O'Kelly se giraron- y luego le mandó hablar. Cuando ella lo miró sin comprender, O'Kelly le indicó, impaciente:
– Di lo primero que se te pase por la cabeza, Maddox, cuéntanos lo que harás este fin de semana, si quieres.
Pero en lugar de eso recitó un poema. Era un poema antiguo, uno de esos que te aprendes de memoria en el colegio. Mucho después, hojeando unas páginas en una librería polvorienta, me topé con esos versos:
Su voz sonó grave, inexpresiva y uniforme. Los altavoces la proyectaron atenuándola con un eco susurrante, y de fondo se oyó un rumor como de viento fuerte y muy lejano. Pensé en esas historias de fantasmas en que las voces de los muertos llegan hasta sus seres queridos a través de radios que crepitan o de líneas telefónicas, transportadas por ondas extraviadas que desafían las leyes de la naturaleza y surcan los espacios agrestes del universo. El técnico toqueteó con delicadeza unos discos y botones misteriosos y pequeños.
– Estupendo, Maddox, ha sido muy emotivo -comentó O'Kelly, después de que el técnico quedara satisfecho-. A ver, esto es la urbanización. -Estampó el dorso de la mano contra el mapa de Sam-. Nosotros estaremos en la furgoneta, aparcada en el atajo de Knocknaree, que es la primera a la izquierda desde la entrada frontal. Maddox, tú llegas con tu trasto, aparcas delante de los Devlin y sacas a la chica a dar un paseo. Salís por la verja trasera de la urbanización y giráis a la derecha, en dirección contraria a la excavación y luego otra vez a la derecha, siguiendo el muro lateral, para ir a dar a la carretera, y otra vez a la derecha hacia la entrada principal. Si os desviáis de esta ruta en algún punto, dilo por el micro. Danos tu localización tan a menudo como puedas. Cuando… mejor dicho, si la has informado de sus derechos y le has sacado lo suficiente como para arrestarla, la arrestas. Si piensas que te ha calado o que no estás yendo a ninguna parte, acabas y te vas. Si en algún momento necesitas refuerzos, nos lo dices y entramos. Si lleva un arma, identifícala por el micro, «Baja ese cuchillo», o lo que sea. No tienes testigos oculares, o sea que no saques tu arma a menos que no tengas elección.
– No voy a cogerla -respondió Cassie. Se desabrochó la funda de la pistola, se la pasó a Sam y abrió los brazos-. Regístrame.
– ¿Para qué? -preguntó éste, desconcertado y observando la pistola que tenía en sus manos.
– Para ver si llevo armas. -Su mirada se deslizó, extraviada, por encima del hombro de él-. Si dice algo, alegará que la apunté con la pistola. Registrad también mi moto antes de que me ponga en marcha.
Aún hoy sigo sin tener muy claro cómo me las arreglé para estar en esa furgoneta. Quizá fue porque, aunque en la ignominia, seguía siendo el compañero de Cassie, y ésta es una relación por la que casi cualquier detective siente un respeto automático y muy arraigado. O quizá porque bombardeé a O'Kelly con la primera técnica que aprenden los niños pequeños: si le pides una cosa a alguien lo bastante a menudo durante el tiempo suficiente mientras está ocupado intentando hacer otras cosas, tarde o temprano accederá sólo para que te calles. Y yo estaba demasiado desesperado para que me importara lo humillante de la situación. Quizá pensó que, si se hubiera negado, habría cogido mi Land Rover y me habría presentado allí por mi cuenta.
La furgoneta era uno de esos trastos siniestros, de color blanco y con vidrios tintados, que aparecen a veces en informes policiales, con el nombre y el logo de una empresa ficticia de baldosas en el costado. Dentro era aún peor, con unos gruesos cables negros retorciéndose por todas partes y el equipo parpadeando y zumbando, una lucecita de techo inútil y un aislamiento acústico que le daba el inquietante aspecto de una celda acolchada. Sweeney conducía; Sam, O'Kelly, el técnico y yo nos sentamos en la parte de atrás, balanceándonos sobre unos bancos bajos e incómodos, sin abrir la boca. O'Kelly se había traído un termo de café y una especie de pasta pegajosa que se comió con unos bocados metódicos e inmensos sin mostrar ningún deleite. Sam eliminaba una mancha imaginaria de las rodillas de sus pantalones. Me hice crujir los nudillos hasta que me di cuenta de lo irritante que era, y procuré ignorar mis ansias intensas de fumar. El técnico se dedicó a rellenar el crucigrama de The Irish Times.
Aparcamos en el atajo de Knocknaree y O'Kelly llamó a Cassie al móvil. Esta se encontraba dentro del alcance del equipo; su voz se escuchaba firme y serena a través de los altavoces.
– Maddox.
– ¿Dónde estás? -quiso saber él.
– Llegando a la urbanización. No quería dar vueltas por ahí.
– Estamos en posición. Adelante.
Una pausa.
– Sí, señor -dijo Cassie y colgó.
Oí el rugido de la Vespa al ponerse otra vez en marcha y después el extraño efecto estéreo cuando, un minuto más tarde, pasó por el extremo del atajo, a sólo unos metros de nosotros. El técnico dobló su periódico e hizo un ajuste minúsculo en algo; frente a mí, O'Kelly se sacó del bolsillo una bolsa de plástico con caramelos variados y se recostó en el banco.
El traqueteo del micrófono al ritmo de unos pasos y el tenue y refinado ding-dong del timbre de la puerta. O'Kelly agitó la bolsa de caramelos ante nosotros; al ver que nadie quería, se encogió de hombros y pescó un toffee con chocolate.
El clic de la puerta al abrirse.
– Detective Maddox -dijo Rosalind, y no pareció muy contenta-. Me temo que estamos muy ocupados en este momento.
– Ya lo sé -respondió Cassie-. Lamento mucho molestar. Pero ¿puedo…? ¿Sería posible que hablásemos un minuto?
– Ya tuvo oportunidad de hablar conmigo la otra noche. Y en lugar de eso me insultó y me arruinó la velada. La verdad es que no me apetece malgastar más tiempo con usted.
– Lo siento, yo no… No debería haberlo hecho. Pero no se trata del caso. Es que necesito preguntarte algo.
Silencio; me imaginé a Rosalind sosteniendo la puerta abierta, observándola y evaluándola; y el rostro de Cassie erguido y tenso, con las manos bien hundidas en los bolsillos de su chaqueta de ante. De fondo, alguien -Margaret- gritó algo. Rosalind espetó:
– Es para mí, mamá -y la puerta se cerró-. ¿Y bien? -inquirió luego.
– ¿Podemos…? -Un crujido. Cassie se agitaba, nerviosa-. ¿Podemos ir a dar un paseo? Se trata de un asunto privado.
Aquello debió de despertar el interés de Rosalind, aunque no modificó el tono de voz:
– La verdad es que estaba a punto de salir.
– Sólo cinco minutos. Podemos dar la vuelta a la urbanización por la parte de atrás… Por favor, Rosalind. Es importante.
Finalmente, suspiró.
– Está bien. Supongo que puedo concederle cinco minutos.
– Gracias -respondió Cassie-. Eres muy amable.
Las oímos bajar por el sendero otra vez, y los golpes rápidos y decididos de los tacones de Rosalind.