Выбрать главу

Era una mañana dulce y suave; el sol disipaba la neblina de la noche anterior, aunque al meternos en la furgoneta aún habíamos encontrado capas tenues sobre la hierba y emborronando el cielo alto y sereno. Los altavoces amplificaron el gorjeo de los mirlos y el chirrido y el golpe metálico de la verja trasera de la urbanización; luego, los pies de Cassie y Rosalind hicieron crujir la hierba húmeda a lo largo del lindero del bosque. Pensé en lo hermosas que le parecerían a un observador madrugador: Cassie, despeinada y natural; Rosalind, blanca y sinuosa y esbelta como salida de un poema. Dos chicas en una mañana de septiembre, cabellos brillantes bajo las hojas doradas y conejos que se alejaban corriendo al acercarse ellas.

– ¿Puedo preguntarte algo? -comenzó Cassie.

– Vaya, creía que había venido para eso -respondió Rosalind, con una delicada inflexión que implicaba que Cassie le estaba haciendo perder su valioso tiempo.

– Sí. Lo siento. -Cassie respiró hondo-. Muy bien. Me estado preguntando cómo supiste que…

– ¿Sí? -apremió Rosalind con educación.

– Lo del detective Ryan y yo. -Silencio-. Que teníamos… una aventura.

– ¡Ah, eso! -Rosalind se rió con un ruidito cantarín y sin emoción, apenas con una pizca de triunfo-. ¿A usted qué le parece, detective Maddox?

– He pensado que tal vez lo adivinaste. O algo así. Que a lo mejor no lo ocultamos tan bien como creíamos. Pero es que parecía… No he podido evitar preguntármelo.

– Pues se les notaba un poco, ¿no cree? -Maliciosa y censuradora-. Pero no. Se lo crea o no, detective Maddox, no dedico demasiado tiempo a pensar en usted y su vida amorosa.

Silencio otra vez. O'Kelly se sacó el caramelo de entre los dientes.

– Entonces, ¿qué? -preguntó Cassie al fin, con un espantoso matiz de terror.

– Me lo dijo el detective Ryan, por supuesto -contestó Rosalind en tono azucarado.

Sentí los ojos de Sam y de O'Kelly posándose en mí y me mordí el interior de la mejilla para prohibirme negarlo.

Aunque no es algo fácil de admitir, hasta ese momento mantuve un cobarde residuo de esperanza de que todo aquello fuese un horrible malentendido. Un chico dispuesto a decir cualquier cosa que creyera que querías oír, una chica a la que el trauma y el dolor habían vuelto cruel y mi rechazo como colofón; podíamos haberlo malinterpretado en mil sentidos diferentes. Pero fue en ese momento, ante la facilidad de esa mentira gratuita, cuando entendí que Rosalind, la Rosalind que yo había conocido, aquella muchacha herida, cautivadora e impredecible con la que me había reído en el Central y con la que me cogí de la mano en un parque, nunca había existido. Todo cuanto me había mostrado lo construyó ella para impresionar, con la atención hábil y concentrada que se dedica al vestuario de un actor. Debajo de la miríada de velos relucientes había algo tan simple y mortífero como un alambre de espinos.

– ¡Tonterías! -A Cassie se le quebró la voz-. Él nunca haría una gilipollez como…

– No se atreva a hablarme así -espetó Rosalind.

– Lo siento -respondió Cassie, contenida, al cabo de un momento-. Es que yo… no me lo esperaba. Nunca se me ocurrió que se lo contaría a nadie. Nunca.

– Pues lo hizo. Debería pensarse mejor en quién confía. ¿Es esto lo que quería preguntarme?

– No. Tengo que pedirte un favor. -Movimiento: Cassie pasándose una mano por el pelo o por la cara-. Va contra las normas… confraternizar con el compañero. Si nuestro jefe llegara a enterarse podrían despedirnos a los dos, o mandarnos otra vez de uniforme. Y este trabajo… Este trabajo significa mucho para nosotros. Para ambos. Nos hemos esforzado mucho para entrar en la brigada. Nos rompería el corazón que nos expulsaran de ella.

– Deberían haberlo pensado antes, ¿no cree?

– Ya lo sé -dijo Cassie-, ya lo sé. Pero ¿sería posible que no dijeras nada de esto? ¿A nadie?

– Que encubra su pequeña aventura. ¿Es eso lo que quiere decir?

– Yo… Sí. Supongo.

– No tengo muy claro por qué cree que tengo que hacerle algún favor -replicó Rosalind con frialdad-. Ha sido horriblemente maleducada conmigo cada vez que nos hemos visto; hasta ahora, cuando quiere algo de mí. No me gusta la gente que utiliza a los demás.

– Lo siento si he sido maleducada. -La voz de Cassie sonó forzada, demasiado alta y demasiado rápida-. De verdad. Creo que me sentía… no sé, amenazada por ti… No debería haberlo demostrado. Te pido disculpas.

– Es cierto que me debía una disculpa, pero la cuestión no es ésa. Me da igual el modo en que me insultara a mí, pero si me trató así, estoy segura de que también se lo hace a otras personas, ¿no? No sé si debería proteger a alguien con un comportamiento tan poco profesional. Tendré que pensarme un poco si es mi deber contarles a sus supervisores cómo es usted en realidad.

– Menuda zorra -comentó Sam con suavidad y sin alzar la mirada.

– Se está buscando una patada en el culo -musitó O'Kelly. Muy a su pesar, empezaba a parecer interesado-. Si yo hubiera sido así de insolente con alguien que me doblaba la edad…

– Es que no es sólo por mí -suplicó Cassie con desesperación-. ¿Y el detective Ryan? Él nunca ha sido maleducado, ¿verdad? Está loco por ti.

Rosalind se rió con modestia.

– ¿En serio?

– Sí. Sí, lo está.

La otra simuló reflexionar.

– Bueno… Supongo que si era usted la que lo perseguía, en el fondo no fue culpa de él. A lo mejor no sería justo hacerle sufrir por ello.

– Supongo que fui yo, sí. -Pude oír la humillación, descarnada y desnuda, en la voz de Cassie-. Fui yo la que… Siempre era yo la que lo empezaba todo.

– ¿Y cuánto tiempo ha durado esto?

– Cinco años -respondió Cassie-, de forma intermitente.

Cinco años atrás Cassie y yo no nos conocíamos, ni siquiera estábamos destinados en la misma parte del país, y de pronto comprendí que lo había dicho por O'Kelly, para demostrar que estaba mintiendo en caso de que a éste le quedara un resquicio de duda; por primera vez comprendí la sutileza del doble juego al que estaba jugando.

– Desde luego, tendría que saber que ha terminado -señaló Rosalind- antes de plantearme si los encubro.

– Ya ha terminado, lo juro. Él… rompió hace un par de semanas. Esta vez, para siempre.

– ¿Sí? ¿Por qué?

– No quiero hablar de ello.

– Vaya, pues no le queda otra opción.

Cassie cogió aire.

– No sé por qué -afirmó-. Es la pura verdad. He hecho todo lo posible para que me lo explicara, pero sólo dice que es complicado, que está hecho un lío, que ahora mismo no se ve capaz de mantener una relación… Yo no sé si hay alguien más o… Ya no nos hablamos. Ni siquiera me mira a la cara. No sé qué hacer.

La voz le temblaba como un flan.

– ¿Lo estáis oyendo? -comentó O'Kelly, sin demasiada admiración precisamente-. Maddox tendría que haber sido actriz.

Pero no estaba actuando, y Rosalind lo percibió.

– En fin -dijo, y noté el tono de suficiencia en su voz-, no puedo decir que me sorprenda. Desde luego, no habla de usted como lo haría un amante.

– ¿Qué dice? -preguntó Cassie, sin poder contenerse, al cabo de un segundo.

Estaba mostrando sus puntos vulnerables para atraer los golpes; permitía de forma deliberada que Rosalind la hiriese, la vapulease, le arrancase delicadamente capas de dolor para cebarse con ellas a su antojo. Se me revolvió el estómago.

Rosalind dilató la pausa, haciéndole esperar.

– Que es terriblemente dependiente -dijo al fin. Su voz, alta, dulce y clara no había cambiado-. «Desesperada» es la palabra que utilizó. Por eso era usted tan detestable conmigo, porque tenía celos de lo mucho que le importo yo. Él hacía lo posible para comportarse de un modo agradable porque creo que siente lástima por usted, pero ya se estaba cansando de soportar su actitud.

– Eso son chorradas -mascullé, furioso-. Yo nunca…