– Si continúas hablando -dijo de repente Cassie, demasiado alto-, tendré que advertirte. De lo contrario…
– No me amenace, detective. No se lo volveré a repetir.
Un instante. Sam observaba el vacío con un nudillo atrapado entre sus dientes delanteros.
– Por eso decidí que lo mejor sería demostrarle a Katy que en realidad no era nada del otro mundo -resumió Rosalind-. Desde luego, no es que fuera muy inteligente. Cuando le daba algo para…
– No tienes obligación de decir nada a menos que desees hacerlo -la interrumpió Cassie, y la voz le tembló de forma desaforada-, pero cualquier cosa que digas constará por escrito y podrá utilizarse como prueba.
Rosalind reflexionó largo rato. Oí sus pisadas sobre las hojas caídas y el jersey de Cassie, que rascaba ligeramente el micrófono a cada paso; en algún sitio arrulló una paloma, hospitalaria y alegre. Sam tenía los ojos puestos en mí, y a través de la penumbra de la furgoneta me pareció ver en ellos una expresión de repulsa. Me acordé de su tío y le sostuve la mirada.
– La ha perdido -afirmó O'Kelly. Se estiró, moviendo los hombros hacia atrás, y se hizo crujir el cuello-. Es por la maldita advertencia. Cuando yo empecé no había mierdas de ésas: les soltabas unas cuantas indirectas, te explicaban lo que querías saber y con eso le bastaba a cualquier juez. Claro que ahora al menos podremos irnos a trabajar.
– Aguarde -replicó Sam-. La recuperará.
– Respecto a lo de ir a nuestro jefe… -dijo Cassie al fin, con un largo suspiro.
– Un momento -interrumpió Rosalind con frialdad-. No hemos terminado.
– Claro que sí -respondió ella, aunque la voz le tembló, traicionera-. En lo que a Katy se refiere, sí. No pienso quedarme aquí escuchando…
– No me gusta que la gente trate de intimidarme, detective. Diré lo que me plazca y usted me escuchará. Si me interrumpe otra vez, se acabó la conversación. Si se la cuenta a alguna otra persona, les diré exactamente la clase de persona que es usted, y el detective Ryan lo confirmará. Nadie se creerá ni una palabra de lo que diga y perderá su precioso empleo. ¿Entendido?
Silencio. El estómago se me revolvía cada vez más, lenta y terriblemente; tragué saliva.
– Menuda arrogante -observó Sam en tono suave-. Vaya maldita arrogante.
– No jorobes -respondió O'Kelly-. Es la mejor baza que tiene Maddox.
– Sí -continuó Cassie, en voz baja-. Entendido.
– Bien. -Sentí la sonrisita remilgada y satisfecha en la voz de Rosalind. Sus tacones golpeaban el asfalto. Habían girado por la carretera principal, en dirección a la entrada de la urbanización-. Como iba diciendo, decidí que alguien tenía que bajarle los humos a Katy. En realidad era tarea de mi madre y de mi padre, es evidente; de haberlo hecho ellos, no habría tenido que hacerlo yo. Pero no podíamos molestarles. De hecho, esa clase de abandono me parece una forma de maltrato infantil, ¿a usted no?
Esperó hasta que Cassie dijo, con tirantez:
– No lo sé.
– Ya lo creo que lo es. A mí me disgustaba mucho. Así que le dije a Katy que tenía que dejar la danza porque tenía un efecto pernicioso en ella, pero no me escuchó. Debía aprender que no poseía una especie de derecho divino a ser el centro de atención. No todo en este mundo giraba a su alrededor. Así que la alejé de la danza de vez en cuando. ¿Quiere saber cómo?
Cassie respiraba deprisa.
– No, no quiero.
– La hacía enfermar, detective Maddox -dijo Rosalind-. Dios, ¿me está diciendo que ni siquiera se habían imaginado eso?
– Se nos pasó por la cabeza. Pensamos que a lo mejor tu madre había hecho algo…
– ¿Mi madre? -Otra vez ese matiz, ese menosprecio más allá del desdén-. Por favor. A mi madre la habrían pillado en una semana, incluso si dependiera de ustedes. Mezclaba zumo con lavavajillas o productos de limpieza, o lo que me apeteciera ese día, y le decía a Katy que era una pócima secreta para bailar mejor. Era tan tonta que se lo creía. A mí me interesaba ver si alguien lo averiguaba, pero nadie lo hizo. ¿Se lo imagina?
– Dios santo -dijo Cassie, apenas en un susurro.
– Vamos, Cassie -masculló Sam-. Eso son lesiones graves. Vamos.
– No lo hará -aseguré. Mi voz sonó rara, entrecortada-. No hasta que la tenga por asesinato.
– Mira -continuó Cassie, y la oí tragar saliva-, estamos a punto de entrar en la urbanización, y me has dicho que sólo me concedías hasta que estuviéramos de vuelta en tu casa… Necesito saber qué vas a hacer respecto a…
– Lo sabrá cuando yo se lo diga. Y entraremos cuando yo decida entrar. De hecho, creo que deberíamos volver por ese camino, para que pueda terminar mi historia.
– ¿Quieres rodear la urbanización otra vez?
– Era usted la que quería hablar conmigo, detective Maddox -le recordó Rosalind en tono de reproche-. Tiene que aprender a asumir las consecuencias de sus actos.
– Mierda -murmuró Sam.
Se estaban alejando de nosotros.
– No va a necesitar refuerzos, O'Neill -dijo O'Kelly-. Esa chica es una arpía, pero no lleva una pistola escondida.
– En fin, que Katy no aprendía. -Ese tono afilado y peligroso filtrándose de nuevo en la voz de Rosalind-. Al final consiguió averiguar por qué se ponía enferma, aunque le llevó años, y pilló un berrinche espantoso. Me dijo que nunca más se bebería nada que le diera yo y blablablá, hasta amenazó con contárselo a nuestros padres. Claro que nunca la habrían creído, siempre se ponía histérica por nada, pero aun así… ¿Ve a qué me refiero con Katy? Era una mocosa malcriada. Siempre, siempre tenía que hacer lo que le parecía. Y si no lo conseguía, iba con el cuento a mamá y papá.
– Ella sólo quería ser bailarina -señaló Cassie con discreción.
– Y yo le había dicho que eso era inaceptable -espetó Rosalind-. Si se hubiera limitado a hacer lo que le decía, nada de esto habría pasado. Pero en lugar de eso intentó amenazarme. Ya sabía yo que eso de la escuela de danza y todos esos artículos y recaudaciones de fondos tendrían ese efecto; era vergonzoso, se creía que podía hacer lo que le diera la gana. Me dijo, y son sus palabras exactas, no me lo estoy inventando, se plantó ahí delante con las manos en las caderas, Dios, esa pequeña prima donna, y dijo: «No deberías haberme hecho eso. No vuelvas a hacerlo nunca». Pero ¿quién se creía que era? Estaba completamente fuera de control, el modo en que se comportó conmigo fue absolutamente indignante, y yo no iba a permitirlo de ningún modo.
Sam tenía las manos apretadas en dos puños y yo contenía el aliento. Estaba bañado en un sudor frío y enfermizo. Ya no lograba hacerme una imagen mental de Rosalind; la tierna visión de la chica de blanco había volado en pedazos, como reventada por una bomba nuclear. Aquello era algo inimaginable, algo vacuo como los caparazones amarillentos que dejan los insectos tras de sí en la hierba seca, algo traído por vientos fríos y lejanos, corrosivo y destructor con todo cuanto tocaba.
– Me he topado con personas que intentaban decirme lo que tenía que hacer -dijo Cassie, con voz tensa y entrecortada. Aunque era la única de nosotros que sabía lo que podíamos esperar, aquella historia la dejó sin aliento-. Y no he hecho que alguien las matara.
– De hecho, me parece que coincidirá conmigo en que nunca le dije a Damien que le hiciera nada a Katy. -Noté cómo Rosalind sonreía-. No puedo evitarlo si los hombres siempre quieren hacer cosas por mí, ¿sabe? Pregúntele si quiere: fue a él a quien se le ocurrió cada idea. Y tardó siglos, Dios mío, habría sido más rápido entrenar a un mono. -O'Kelly resopló-. Cuando finalmente cayó en la cuenta, parecía que acabase de descubrir la ley de la gravedad, como si fuera una especie de genio. Y luego empezó a tener esas dudas que no se acababan nunca… Cielos, unas cuantas semanas más y creo que habría tenido que dejarle por inútil y empezar otra vez, antes de perder la cabeza.