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– Al final hizo lo que tú querías -intervino Cassie-. ¿Por qué rompiste con él entonces? El pobre chico está destrozado.

– Por la misma razón por la que el detective Ryan rompió con usted. Me aburría tanto que me daban ganas de gritar. Y no, en realidad no hizo lo que yo quería. Fue un desastre. -Rosalind estaba levantando el tono de su voz fría y furiosa-. Mira que entrarle el pánico y esconder el cuerpo… podría haberlo echado todo a rodar. Podría haberme buscado serios problemas. Sinceramente, es que es increíble. Hasta tuve que molestarme en buscarle una mentira que contar a la policía para que no se fijaran en él, pero ni siquiera eso supo hacer.

– ¿Lo del hombre del chándal? -preguntó Cassie, y percibí la tirantez en el filo de su voz. El momento se acercaba-. No, nos lo contó. Sólo que no fue muy convincente. Nos pareció que hacía una montaña de un grano de arena.

– ¿Ve a qué me refiero? Se suponía que debía violarla, golpearla con una piedra en la cabeza y dejar el cuerpo en algún lugar de la excavación o en el bosque. Eso era lo que yo quería. Por el amor de Dios, uno pensaría que es algo sencillo incluso para Damien, pero no. No hizo bien ni una sola de estas cosas. Dios, tiene suerte de que sólo rompiera con él. Después del lío que armó, debería haberlos puesto a ustedes sobre su pista. Se lo tiene merecido.

Eso era todo lo que necesitábamos. El aire salió de mi interior con un ruidito extraño y desagradable. Sam se dejó caer contra la pared de la furgoneta y se pasó la mano por el pelo; O'Kelly lanzó un silbido grave y prolongado.

– Rosalind Frances Devlin -anunció Cassie-, quedas arrestada como sospechosa de matar a Katharine Bridget Devlin, contrariamente a la ley, alrededor del pasado 17 de agosto en Knocknaree, en el condado de Dublín.

– Quíteme las manos de encima -espetó Rosalind.

Oímos una refriega, el crujir de las ramas al partirse bajo las pisadas y luego un ruidito rápido y feroz, como el bufido de un gato, y algo entre una bofetada y un golpe, y un jadeo agudo de Cassie.

– ¿Qué coño…? -exclamó O'Kelly.

– Vamos -dijo Sam-, vamos.

Pero yo ya estaba agarrando el tirador de la puerta.

Corrimos, derrapando al doblar por la esquina, carretera abajo hacia la entrada de la urbanización. Tengo las piernas más largas y dejé atrás fácilmente a Sam y O'Kelly. Todo parecía sucederse ante mí a cámara lenta: las verjas oscilantes y las puertas de colores vivos, un crío montado en un triciclo que alzó la vista con la boca abierta y un viejo con tirantes que dejó de mirar sus rosas. El sol de la mañana caía pausado como miel, dolorosamente brillante después de la penumbra, y el estruendo de la portezuela al cerrarse de golpe retumbó hasta el infinito. Rosalind podía haberse apoderado de una rama afilada, de una piedra, de una botella rota; hay muchos objetos que pueden matar. Yo no sentía el contacto de mis pies con el pavimento. Di la vuelta en el poste de la verja y me lancé por la carretera principal, y las hojas me cepillaron la cara cuando giré por el sendero que bordea el muro, con hierba húmeda y crecida y retazos de barro en los que dejaba mis huellas. Me sentí como si me estuviera desvaneciendo, mientras la brisa de otoño soplaba dulce y fresca entre mis costillas y penetraba en mis venas, entregándome de la tierra al aire.

Estaban a la vuelta de la urbanización, donde los campos se encuentran con esa última franja de bosque, y las piernas me flaquearon de alivio al ver que las dos estaban en pie. Cassie tenía a Rosalind cogida de las muñecas (por un instante me acordé de la fuerza que tenía en las manos, por aquel día en la sala de interrogatorios), pero Rosalind forcejeaba, intensa y ferozmente, no para huir sino para cogerla a ella. Le daba patadas en las espinillas e intentaba arañarla, y la vi propulsar la cabeza al escupirle a Cassie en la cara. Grité algo, pero no creo que ninguna de las dos me oyera.

Se escucharon unos pasos detrás de mí y Sweeney pasó como un relámpago, lanzándose al estilo de un jugador de rugby mientras sacaba las esposas. Agarró a Rosalind del hombro, le dio la vuelta y la lanzó contra la pared. Cassie la había pillado con la cara lavada y el pelo recogido en un moño, y por primera vez vi con un alivio descarnadamente alegórico su fealdad, sin las capas de maquillaje y los tirabuzones cuidadosamente dispuestos: mejillas con bolsas, una boca delgada y ávida fruncida en una sonrisita odiosa y unos ojos vidriosos y vacíos como los de una muñeca. Llevaba el uniforme del instituto, una falda sin forma de color azul marino con un blasón delante, y no sé por qué ese atuendo me pareció espantoso.

Cassie dio un traspié hacia atrás, se apoyó en el tronco de un árbol y mantuvo el equilibrio. Cuando se volvió hacia mí lo primero que vi fueron sus ojos, inmensos, negros y cegados. Después vi la sangre, que le trazaba una extravagante telaraña en un lado de la cara. Se tambaleó un poco bajo las sombras confusas de las hojas, y una gota brillante cayó en la hierba a sus pies.

Yo estaba a sólo unos metros de distancia, pero algo me impidió acercarme más. Aturdida y contrariada y con el rostro surcado por unas marcas feroces, parecía una sacerdotisa pagana surgida de un rito demasiado vigoroso e implacable como para ser concebido, aún como si estuviera en otra parte, como si fuera otra, como si no se la pudiera tocar antes de que diera la señal. Se me erizó la nuca.

– Cassie -dije, y extendí mis brazos hacia ella. Sentí el pecho como si me estallara y se abriera-. Oh, Cassie.

Levantó las manos en respuesta, y por un instante juro que todo su cuerpo se movió en mi dirección. Entonces recordó. Dejó caer las manos y su cabeza retrocedió, y deslizó la mirada a un punto inconcreto del inmenso cielo azul.

Entonces Sam me apartó del camino y se plantó torpemente a su lado.

– Dios mío, Cassie… -Estaba sin aliento-. ¿Qué te ha hecho? Ven aquí.

Se levantó el faldón de la camisa y le secó la mejilla con cuidado, y ahuecó la otra mano para sostenerle la parte de atrás de la cabeza.

– ¡Ay, joder! -exclamó Sweeney con los dientes apretados cuando Rosalind le dio un pisotón.

– Me ha arañado -respondió Cassie. Su voz era terrible, aguda y fantasmagórica-. Me ha tocado, Sam, esa cosa me ha tocado, Dios, me ha escupido… Quítamelo, quítamelo.

– Tranquila -le dijo él-, tranquila, todo ha terminado. Lo has hecho muy bien. Tranquila…

La rodeó con sus brazos y la atrajo hacia él, y ella le apoyó la cabeza en el hombro. Por un instante la mirada de Sam se cruzó con la mía de frente; luego la apartó, bajándola hacia su mano que acariciaba los rizos de Cassie.

– ¿Qué diablos pasa? -preguntó O'Kelly, detrás de mí, con desagrado.

En cuanto se lavó la cara, Cassie no tenía tan mal aspecto como pareció al principio. Las uñas de Rosalind le habían dejado tres líneas anchas y oscuras que le atravesaban el pómulo, pero a pesar de la sangre no eran profundas. El técnico, que sabía primeros auxilios, dijo que no hacían falta puntos y que había tenido suerte de que Rosalind no le alcanzara el ojo. Quiso ponerle tiritas en los cortes, pero ella se negó, al menos hasta que volviéramos al trabajo y se los desinfectaran. A ratos temblaba de pies a cabeza; el técnico dijo que seguramente sufría una conmoción. O'Kelly, que aún parecía desconcertado y exasperado por cuanto había sucedido ese día, le ofreció un toffee con chocolate.

– Azúcar -explicó.

Era obvio que no estaba en condiciones para conducir, así que dejó la Vespa donde la había aparcado y ocupó el asiento delantero de la furgoneta. Sam conducía. Rosalind iba en la parte de atrás, con el resto de nosotros. Se había calmado después de que Sweeney le pusiera las esposas y estaba sentada rígida e indignada, sin decir palabra. Cada inspiración que tomaba estaba impregnada de su perfume empalagoso y de alguna otra cosa, algo que parecía pudrirse, opulento y contaminante y tal vez imaginario. Su mirada me decía que su mente trabajaba a marchas forzadas, si bien su rostro carecía de expresión. Ni miedo, ni hostilidad, ni ira. Nada de nada.