Cuando llegamos, el humor de O'Kelly había mejorado ostensiblemente, y cuando les seguí a él y a Cassie a la sala de observación no intentó echarme.
– Esa chica me recuerda a un tipo al que conocí en el colegio -nos contó pensativamente, mientras esperábamos a que Sam terminase de leerle los derechos a Rosalind y la llevase a la sala de interrogatorios-. Te hacía las mil y una sin pestañear y luego se daba la vuelta y convencía a todo el mundo de que era culpa tuya. Este mundo está lleno de chalados.
Cassie se apoyó contra la pared, escupió en un pañuelo manchado de sangre y se frotó otra vez la mejilla.
– Ella no está chalada -dijo.
Las manos todavía le temblaban.
– Es una forma de hablar, Maddox -respondió O'Kelly-. Deberías ir a que te vieran esa herida de guerra.
– Estoy bien.
– Buena jugada, de todos modos. Tenías razón. -Le dio unas palmaditas torpes en el hombro-. Ese cuento de hacer que su hermana se pusiera enferma por su propio bien, ¿piensas que realmente se lo cree?
– No -contestó Cassie. Volvió a doblar el pañuelo en busca de algún trozo limpio-. Creer es un verbo que no existe para ella. Las cosas no son verdaderas o falsas: le convienen o no le convienen. Para ella nada más tiene significado. Si la sometiéramos a la prueba del polígrafo, lo superaría sin problemas.
– Debería haberse metido en política. Mirad, ya están. -O'Kelly señaló el vidrio con la cabeza. Sam entraba con Rosalind en la sala de interrogatorios-. A ver cómo intenta salir de ésta. Puede ser divertido.
Rosalind miró la estancia a su alrededor y suspiró.
– Quisiera que llamasen a mis padres ahora mismo -le anunció a Sam-. Dígales que me consigan un abogado y luego vengan aquí. -Se sacó un pequeño lápiz cursi y una libreta del bolsillo de la chaqueta, escribió algo en una hoja, la arrancó y se la entregó a Sam-. Aquí tiene su número. Muchas gracias.
– Verás a tus padres cuando terminemos de hablar. Si quieres un abogado…
– Me parece que los veré antes. -Rosalind se atusó el trasero de la falda y se sentó en la silla de plástico con un mohín de disgusto-. ¿Es que los menores no tienen derecho a que sus padres o un tutor estén presentes durante todo el interrogatorio?
Durante un momento todo el mundo permaneció inmóvil, excepto Rosalind, que cruzó las rodillas con recato y le sonrió a Sam, saboreando el efecto que habían causado sus palabras.
– Se suspende el interrogatorio -dijo Sam con brusquedad.
Cogió el archivo de encima de la mesa y se dirigió a la puerta.
– Santo Dios bendito -exclamó O'Kelly-. Ryan, ¿vas a decirme que…?
– A lo mejor está mintiendo -señaló Cassie.
Miraba atentamente a través del vidrio, el puño alrededor del pañuelo.
Mi corazón, que había dejado de latir, empezó a hacerlo a una velocidad el doble de lo normal.
– Pues claro que sí. Miradla, seguro que no puede tener menos de…
– Sí, muy bien. ¿Sabes cuántos hombres han acabado en la cárcel por decir eso?
Sam irrumpió en la sala de observación con tal fuerza que la puerta rebotó en la pared.
– ¿Qué edad tiene esa chica? -me preguntó.
– Dieciocho -respondí. La cabeza me daba vueltas; sabía que estaba seguro, pero no recordaba por qué-. Ella me dijo…
– ¡No me lo puedo creer! ¿Y le tomaste la palabra? -Nunca había visto a Sam perder los estribos, y era más impresionante de lo que me esperaba-. Si a esa chica le preguntases la hora a las dos y media, te diría que son las tres sólo para joderte. ¿Ni siquiera lo comprobaste?
– Mira quién habla -soltó O'Kelly-. Cualquiera de vosotros podría haberlo comprobado en cualquier momento del proceso, que Dios sabe que ha sido largo, pero no…
Sam ni siquiera le oía. Tenía sus ojos ardientes clavados en mí.
– Nos fiamos de ti porque se supone que eres un puto detective. Enviaste a tu compañera a que la crucificaran sin molestarte tan sólo…
– ¡Lo comprobé! -grité-. ¡Comprobé el expediente!
Pero mientras esas palabras salían de mi boca caí en la cuenta, con una sensación horrible y angustiosa. Una tarde soleada, muchos días atrás; hojeaba el archivo con el auricular encajado entre la mandíbula y el hombro y O'Gorman protestando en mi otra oreja, y con ganas de hablar con Rosalind y asegurarme de que era adulta y podía supervisar mi conversación con Jessica, todo a la vez («Y tenía que saberlo -pensé-, incluso entonces tenía que saber que no podía confiar en ella, ¿o por qué iba a molestarme en comprobar algo tan insignificante?»). Encontré la hoja de datos familiares y la leí por encima hasta la fecha de nacimiento de Rosalind, hice una resta…
Sam se había alejado de mí y rebuscaba con urgencia en el expediente, y vi el momento justo en que se le hundieron los hombros.
– Noviembre -anunció, en voz muy baja-. Su cumpleaños es el dos de noviembre. Cumplirá dieciocho.
– Felicidades -dijo O'Kelly con pesadez, después de un silencio-. A los tres. Bien hecho.
Cassie soltó aire.
– Inadmisible -dijo-. Cada maldita palabra.
Se dejó caer pared abajo hasta quedarse sentada, como si sus rodillas hubieran cedido de pronto, y cerró los ojos.
Un sonido débil, agudo e insistente salió por los altavoces. En la sala de interrogatorios, Rosalind se aburría y había empezado a tararear.
Capítulo 25
Esa tarde, Sam, Cassie y yo empezamos a recoger la sala de investigaciones. Trabajamos metódicamente y en silencio, descolgando fotos, borrando el embrollo multicolor de la pizarra, clasificando archivos e informes y guardándolos en cajas de cartón con sellos azules. La noche anterior habían prendido fuego a un piso de Parnell Street, que había provocado la muerte de una refugiada política nigeriana y su bebé de seis meses; Costello y su compañero necesitaban la sala.
O'Kelly y Sweeney interrogaban a Rosalind en el vestíbulo, con Jonathan en segundo plano para protegerla. Creo que me esperaba que Jonathan llegara con las espadas en alto y quizá con ganas de pegar a alguien, pero él no resultó ser el problema. Cuando, en la puerta de la sala de interrogatorios, O'Kelly les contó a los Devlin lo que Rosalind había confesado, Margaret se volvió hacia él con la boca muy abierta; luego inhaló una enorme bocanada de aire y gritó: «¡No!», con una voz ronca y salvaje que retumbó en las paredes del pasillo.
– No, no, no. Ella estaba con sus primas. ¿Cómo pueden hacerle esto? ¿Cómo pueden… cómo…? ¡Oh, Dios, ya me avisó, me avisó de que harían esto! Usted -me apuntó con un dedo grueso y tembloroso, y me estremecí sin poder evitarlo-, usted, llamándola una docena de veces al día para hacerla salir, y no es más que una niña, debería darle vergüenza… Y ella -Cassie- la odia desde el primer día, Rosalind siempre dijo que intentaría culparla de… ¿Qué intentan hacerle? ¿Es que quieren matarla? ¿Así se quedarán contentos? Dios mío, mi pobre niña… ¿Por qué la gente cuenta esas mentiras sobre ella? ¿Por qué?
Se clavó las uñas en el pelo mientras estallaba en unos sollozos horribles y desgarrados. Jonathan se había quedado agarrado a la barandilla en lo alto de la escalera mientras O'Kelly procuraba calmar a Margaret, y nos lanzaba miradas desagradables por encima del hombro de su esposa. Iba vestido para el trabajo, con traje y corbata. No sé por qué recuerdo ese traje con absoluta claridad. Era azul oscuro y estaba inmaculado, con un ligero brillo en las partes planchadas demasiadas veces, y en cierto modo me pareció indeciblemente triste.
Rosalind estaba arrestada por asesinato y por agredir a una agente. Sólo había abierto la boca una vez desde la llegada de sus padres, para asegurar -con el labio trémulo- que Cassie le había dado un puñetazo en el estómago y ella sólo se había defendido. Enviaríamos un archivo al fiscal con ambas acusaciones, pero todos sabíamos que los indicios de asesinato eran, como mucho, escasos. Ya ni siquiera teníamos la conexión del Chándal Fantasma para demostrar que Rosalind era cómplice, ya que, de hecho, ningún adulto supervisó mi sesión con Jessica, y no tenía forma de demostrar que ésta hubiera tenido lugar. Teníamos la palabra de Damien y un puñado de llamadas de móvil. Eso era todo.