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Se estaba haciendo tarde, serían las ocho aproximadamente, y el edificio estaba en silencio, excepto por nuestros movimientos y una lluvia suave e intermitente que tamborileaba en las ventanas de la sala de investigaciones. Recogí las fotos de la autopsia y las instantáneas de la familia Devlin, los ceñudos sospechosos de ser el Chándal Fantasma y las ampliaciones de baja resolución de Peter y Jamie, quité el adhesivo de los dorsos y las archivé. Cassie comprobaba cada caja, les buscaba una tapa y las etiquetaba con un rotulador negro y chirriante. Sam recorrió la sala con una bolsa de basura, recopilando vasos de papel, vaciando papeleras y quitando migas de las mesas. En la parte frontal de la camisa llevaba manchas secas de sangre.

Su mapa de Knocknaree empezaba a doblarse por las esquinas, y una de ellas se rompió cuando lo descolgué. Alguien lo había salpicado de agua y la tinta estaba corrida en algunos puntos, de modo que a la caricatura que hizo Cassie de un promotor inmobiliario parecía que le estuviera dando un ataque.

– ¿Guardamos esto en el archivo -le pregunté a Sam- o…?

Lo sostuve ante él y miramos los tronquitos nudosos de árboles y volutas de humo saliendo de las chimeneas de las casas; frágil y nostálgico como un cuento de hadas.

– Será mejor que no -concluyó, al cabo de un momento.

Cogió el mapa, lo enrolló en forma de tubo y lo metió en la bolsa de basura.

– Me falta una tapa -comentó Cassie. Se le habían formado unas horribles costras oscuras en los cortes de la mejilla-. ¿Hay alguna por ahí?

– Había una debajo de la mesa -respondió Sam-. Toma…

Le tiró la última tapa y ella la encajó en su sitio y se enderezó.

Nos miramos el uno al otro bajo la luz de los fluorescentes, por encima de las mesas desnudas y la colección de cajas. «Me toca a mí hacer la cena…» Por un instante casi lo digo, y sentí que la misma idea cruzaba las mentes de Sam y de Cassie, estúpida e imposible y no por ello menos hiriente.

– Bueno -dijo Cassie con discreción, tras respirar hondo. Miró la estancia vacía y se limpió las manos en los costados de los vaqueros-. Pues me parece que ya está.

Soy absolutamente consciente, por cierto, de que esta historia no me muestra bajo una luz demasiado halagadora. Soy consciente de que, en un lapso de tiempo impresionantemente corto, Rosalind me tuvo comiendo de su mano como a un perro adiestrado: subiendo y bajando escaleras para traerle café, asintiendo mientras ella chismeaba sobre mi compañera y creyendo como una especie de adolescente encandilado que éramos almas gemelas. Pero antes de que nadie me desprecie, hay que considerar lo siguiente: habría engatusado a cualquiera. Cualquiera habría tenido tantas probabilidades como yo. He contado todo lo que vi, tal como lo vi en ese momento. Y si eso en sí mismo ha dado lugar a engaños, recordemos que también lo dije: desde el principio, ya advertí de que miento.

Me resulta difícil describir el nivel de horror y autoaversión derivado del hecho de comprender que Rosalind me había embaucado. Estoy seguro de que Cassie habría dicho que mi credulidad fue de lo más natural, que todos los mentirosos y criminales con los que me había topado eran simples aficionados, mientras que Rosalind lo era de una forma auténtica y nata, y que ella misma resultó inmune sólo porque ya había caído víctima de la misma técnica; pero Cassie no estaba. Días después de cerrar el caso, O'Kelly me anunció que hasta la lectura del veredicto trabajaría fuera de la unidad de detectives principal, en Harcourt Street, «lejos de cualquier cosa que puedas joder», cito sus palabras, que a mí se me hicieron muy difíciles de rebatir. Oficialmente seguía en la brigada de Homicidios, por lo que nadie sabía muy bien mi cometido en la unidad general. Me dieron un escritorio y de vez en cuando O'Kelly me mandaba un montón de papeleo, pero la mayor parte del tiempo era libre de vagar por los pasillos a mi antojo, escuchando a hurtadillas fragmentos de conversaciones y esquivando las miradas curiosas, inmaterial y superfluo como un espectro.

Pasé noches en vela conjurando destinos morbosos, detallados e improbables para Rosalind. No sólo la quería muerta, sino eliminada de la faz de la tierra, aplastada en una papilla inidentificable, pulverizada en una trituradora, quemada hasta convertirse en un puñado de ceniza tóxica. Nunca sospeché en mí tal capacidad para el sadismo, y aún me horrorizaba más comprobar que yo mismo habría ejecutado cualquiera de estas sentencias con gran regocijo. Cada conversación que había tenido con ella se reproducía una y otra vez en mi cabeza, y veía con implacable claridad lo hábil que fue jugando conmigo, de qué modo tan certero lo había detectado todo, desde mi vanidad hasta mi dolor, pasando por mis miedos más hondos y escondidos, y me los había sacado de dentro para usarlos a voluntad.

Eso era lo más odioso de todo. Al fin y al cabo, Rosalind no me había implantado un microchip detrás de la oreja ni me había sometido a base de drogas. Yo mismo había roto cada promesa y había hecho naufragar cada barco, con mis propias manos. Ella, como cualquier buena artesana, se limitó a aprovechar lo que le salía al paso. Con apenas un vistazo nos evaluó a Cassie y a mí hasta la médula, y a ella la descartó como inservible; pero en mí había visto algo, un rasgo sutil aunque fundamental, por el que pensó que valía la pena conservarme.

No testifiqué en el juicio de Damien. Demasiado arriesgado, según el fiscal, ya que había demasiadas probabilidades de que Rosalind le hubiera hablado a Damien de mi «historia personal», como dijo él. Era un individuo llamado Mathews que llevaba corbatas chillonas y al que la gente solía calificar de «dinámico», y que a mí siempre me había agotado. Rosalind no había vuelto a sacar el tema -por lo visto, Cassie había sido lo bastante convincente como para que lo dejase estar y pasara a otras armas más prometedoras-, y yo dudaba de que le hubiera contado a Damien algo realmente útil, pero no me molesté en discutir.

Sin embargo, fui a ver testificar a Cassie. Me senté al fondo de la sala, que, en contra de lo habitual, estaba abarrotada, pues el juicio llenó las portadas de la prensa y fue tema estrella en las tertulias radiofónicas incluso antes de que empezara. Llevaba un pulcro trajecito gris y se había alisado los rizos. No la veía desde hacía meses. Estaba más delgada, más contenida; la vivacidad de gestos con que la relacionaba había desaparecido, y esa calma nueva hizo que me diera cuenta de la delicadeza de sus rasgos, de los arcos acentuados encima de sus párpados y de las curvas amplias y nítidas de su boca, como si nunca antes la hubiera visto. Se la veía avejentada, ya no era esa muchacha ágil y pícara de la Vespa estropeada, pero no por ello me resultó menos hermosa. Esa belleza elíptica que posee Cassie siempre ha radicado no en los planos volubles de textura y color sino más adentro, en los contornos refinados de sus huesos. La observé en el estrado con ese traje que no le conocía y pensé en los suaves cabellos de su nuca, cálida y con olor a sol, y me pareció algo imposible, me pareció el milagro más inmenso y triste de mi vida: una vez toqué su cabello.

Estuvo bien; Cassie siempre ha estado bien en los juicios. Los jurados confían en ella y ella mantiene su atención, algo mucho más complicado de lo que parece, sobre todo cuando el juicio es largo. Respondió a las preguntas de Mathews con voz clara y tranquila y con las manos enlazadas en el regazo. Cuando la interrogó la defensa hizo lo que pudo por Damien. Sí, éste se había mostrado agitado y confuso; sí, pareció creer sinceramente que el asesinato fue necesario para proteger a Rosalind y Jessica Devlin; sí, en su opinión estuvo influenciado por Rosalind y había cometido el crimen bajo la presión de ésta. Damien se acurrucó en su asiento y la observó como un niño pequeño que ve una película de miedo, con ojos aturdidos, inmensos y perplejos. Había intentado suicidarse con las dichosas sábanas de la celda al enterarse de que Rosalind testificaría contra él.