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– Cuando Damien confesó este crimen -preguntó el abogado defensor-, ¿le explicó por qué lo había cometido?

Cassie negó con la cabeza.

– No, aquel día no. Mi compañero y yo le preguntamos varias veces por el móvil, pero él se negaba a contestar o decía que no estaba seguro.

– Eso a pesar de que ya había confesado, y tras decirle ustedes que el móvil no podía causarle ningún perjuicio. ¿A qué cree que se debía?

– Protesto: incita a la especulación.

«Mi compañero.» Por el modo en que pestañeó Cassie al decirlo, por el minúsculo movimiento del ángulo de sus hombros, supe que me había visto ahí embutido en la parte de atrás; pero en ningún momento miró en mi dirección, ni siquiera cuando los abogados terminaron con ella y se bajó del estrado y abandonó la sala. Entonces pensé en Kiernan, en lo que debió de pasar cuando, después de treinta años siendo compañeros, a McCabe le dio un infarto y murió. Y envidié a Kiernan, más de lo que he envidiado nada a nadie, aquel dolor excepcional e inalcanzable.

La siguiente testigo era Rosalind. Se subió al estrado de puntillas, en medio del súbito aluvión de cuchicheos y el ruido de los periodistas tomando notas, y le ofreció a Mathews una tímida sonrisita de pitiminí a través de su máscara. Me fui. Al día siguiente leí en los periódicos cómo había sollozado al hablar de Katy, cómo tembló al relatar que Damien la había amenazado con matar a sus hermanas si rompía con él y cómo, cuando el abogado defensor empezó a escarbar, gritó: «¡Cómo se atreve! ¡Yo quería a mi hermana!», y luego se desmayó, obligando al juez a aplazar el juicio hasta la tarde.

A Rosalind no la procesaron, por decisión de sus padres, estoy seguro, pues de haber sido por ella no me la imagino dejando pasar esa oportunidad de ser el centro de atención. Mathews había llegado a un acuerdo con su caso. La acusación de confabulación es especialmente difícil de demostrar; no había pruebas concluyentes contra Rosalind, su confesión era inadmisible y de todos modos se había retractado, por supuesto (según explicó, Cassie la había aterrorizado imitando el gesto de cortarse el cuello); además, como era una menor tampoco le habría caído una sentencia ejemplar aunque la hubieran hallado culpable. También alegaba de forma intermitente que yo me había acostado con ella, lo que dejó a O'Kelly en estado catatónico y a mí más todavía, y llevó la confusión general a un nivel al borde de la parálisis.

Mathews decidió apostar su baza y se centró en Damien. A cambio de su testimonio contra él, le ofreció a Rosalind una pena de tres años de libertad condicional por imprudencia temeraria y resistencia a la autoridad. Me enteré por radio macuto de que ya había recibido media docena de propuestas de matrimonio, y de que periódicos y editoriales mantenían una guerra declarada por obtener los derechos de su historia.

Al salir de la sala vi a Jonathan Devlin, apoyado en la pared y fumando. Sostenía el cigarrillo apretado contra el pecho y tenía la cabeza inclinada hacia atrás para contemplar las gaviotas que planeaban sobre el río. Me saqué el tabaco del abrigo y me uní a él. Me echó un vistazo y volvió a apartar la vista.

– ¿Cómo está? -le pregunté.

Se encogió de hombros con pesadez.

– Se lo puede imaginar. Jessica intentó suicidarse. Se metió en la cama y se cortó las muñecas con mi cuchilla de afeitar.

– Lamento oír eso -dije-. ¿Se encuentra bien?

Torció una comisura de la boca en una sonrisa forzada.

– Sí. Por suerte se hizo un lío, se cortó hacia arriba en lugar de hacia abajo o algo así.

Encendí mi cigarrillo ahuecando la mano alrededor de la llama, pues era un día ventoso en que empezaban a cernirse unas nubes violáceas.

– ¿Puedo hacerle una pregunta? -dije-. Absolutamente extraoficial.

Me miró con una expresión sombría y desesperanzada, con cierto desdén.

– Por qué no.

– Usted lo sabía, ¿verdad? Lo supo desde el principio.

No dijo nada durante un buen rato; tanto, que me pregunté si estaría ignorando mi pregunta. Finalmente suspiró y respondió:

– Saberlo no. No pudo hacerlo ella porque estaba con sus primas, y yo no sabía nada de ese tal Damien. Pero me lo figuraba. Conozco muy bien a Rosalind. Me lo figuraba.

– Y no hizo nada.

Intenté que mi voz sonara inexpresiva, pero aun así debió de filtrarse cierto matiz reprobatorio. Podría habernos dicho el primer día cómo era Rosalind; podría habérselo dicho a alguien años atrás, cuando Katy empezó a ponerse enferma. Aunque yo sabía que quizás eso no habría cambiado nada a largo plazo, no pude evitar pensar en todas las víctimas que causaba el silencio, en la estela de destrucción que dejaba tras de sí.

Jonathan tiró su colilla y se volvió hacia mí, con las manos hundidas en los bolsillos de su abrigo.

– ¿Qué piensa que tendría que haber hecho? -preguntó con voz grave y dura-. Ella también es hija mía. Ya había perdido a una. Margaret no quiere oír ni una palabra contra ella; hace años quise enviar a Rosalind a un psicólogo por la cantidad de mentiras que decía, y Margaret se puso histérica y me amenazó con dejarme y llevarse a las niñas. Y yo no sabía nada. No habría servido de una mierda que les dijera algo a ustedes. Yo la vigilaba y rezaba por que fuera algún promotor inmobiliario. ¿Qué habría hecho en mi lugar?

– No lo sé -respondí con sinceridad-. Es muy posible que hubiera hecho exactamente lo mismo.

Continuaba mirándome, y su fuerte respiración le ensanchaba de forma sutil los orificios nasales. Me aparté y di una calada; al poco tiempo le oí respirar hondo y reclinarse en la pared otra vez.

– Ahora soy yo el que quiere preguntarle algo -dijo-. ¿Es verdad lo que dijo Rosalind de que usted es ese chico cuyos amigos desaparecieron?

No me sorprendió. Tenía derecho a ver o escuchar filmaciones de todos los interrogatorios que se hicieran a su hija, y creo que hasta cierto punto siempre esperé que tarde o temprano me lo preguntara. Sabía que debía negarlo -la versión oficial era que, legal aunque no sin cierta dosis de crueldad, me inventé la historia de la desaparición para ganarme la confianza de Rosalind-, pero no tuve fuerzas para hacerlo, ni tampoco le veía sentido.

– Sí -admití-. Adam Ryan.

Jonathan volvió la cabeza y me miró largo rato, y me pregunté qué vagos recuerdos trataba de relacionar con mi rostro.

– Nosotros no tuvimos nada que ver con eso -declaró, y el trasfondo delicado y casi compasivo de su voz me sobrecogió-. Quiero que lo sepa. Nada de nada.

– Lo sé -contesté al fin-. Siento haber ido a por usted.

Asintió unas cuantas veces, despacio.

– Supongo que yo en su lugar habría hecho lo mismo. No puede decirse que sea un santo inocente. Usted vio lo que le hicimos a Sandra, ¿no? Usted estaba ahí.

– Sí. Y no piensa presentar cargos contra ustedes.

Movió la cabeza como si la idea lo turbara. El río, oscuro, parecía denso, con un lustre aceitoso y poco saludable. Había algo en el agua, un pez muerto, quizás, o un vertido de basura; las gaviotas lo sobrevolaban y chillaban en un torbellino frenético.

– ¿Qué van a hacer ahora? -pregunté sin más.

Jonathan sacudió la cabeza y alzó la vista al cielo encapotado. Se le veía agotado, pero no de esa manera que puede sanar una buena noche de sueño o unas vacaciones. Era un agotamiento que lo calaba hasta los huesos, imborrable e instalado en los surcos y las bolsas que rodeaban sus ojos y su boca.