– No, ninguno -dije-. Tú pégame si me pongo taciturno.
– Con mucho gusto -respondió Cassie, y me sonrió-. Pero madre mía, mira todo esto… Espero que tengamos ocasión de echar un vistazo como Dios manda. De pequeña quería ser arqueóloga, ¿te lo había contado?
– Sólo un millón de veces -dije yo.
– En ese caso, menos mal que tienes memoria de pez, ¿no? Solía hacer hoyos en el jardín de atrás, pero lo único que encontré fue un patito de porcelana con el pico roto.
– Me parece que debería haber sido yo el que hiciera hoyos en la parte de atrás. -Normalmente habría hecho algún comentario sobre la enorme pérdida para el brazo de la ley y el beneficio para la arqueología, pero aún estaba demasiado nervioso y descolocado para un nivel decente de toma y daca; no habría salido nada digno-. Podría haber tenido la mayor colección privada de trozos de porcelana del mundo.
– Empecemos con las charlas -dijo Cassie, y sacó su libreta.
Damien llegó con pasos torpes; arrastraba una silla de plástico con una mano y aún aferraba su taza de té con la otra.
– He traído esto… -dijo, usando la taza para señalar vagamente la silla y las dos en las que nos sentábamos nosotros-. El doctor Hunt ha dicho que querían verme.
– Sí -respondió Cassie-. Te diría que cogieras una silla, pero ya la tienes.
Tardó un momento; luego se rió un poco, mientras comprobaba qué cara poníamos para ver si hacía bien. Se sentó, hizo ademán de dejar la taza sobre la mesa, cambió de idea, se la apoyó en el regazo y levantó la vista hacia nosotros con sus ojos grandes y dóciles. Definitivamente, éste era para Cassie. Parecía uno de esos tipos acostumbrados a que las mujeres cuiden de ellos; ya estaba temblando, y si lo interrogaba un hombre con toda seguridad se sumiría en un estado en el que nunca le sacaríamos nada útil. Discretamente, saqué un bolígrafo.
– Escucha -dijo Cassie con suavidad-, sé que esto te ha afectado. Tómate tu tiempo para explicárnoslo, ¿de acuerdo? Empieza por lo que estabas haciendo esta mañana, antes de que fueras hacia la piedra.
Damien respiró hondo y se humedeció los labios.
– Estábamos… esto… estábamos trabajando en la acequia medieval de drenaje. Mark quería ver si continuaba más allá del yacimiento. ¿Saben?, estamos atando cabos sueltos porque falta poco para el final de la excavación…
– ¿Cuánto ha durado? -preguntó Cassie.
– Unos dos años, pero yo sólo llevo aquí desde junio. Estoy en la universidad.
– Yo también quería ser arqueóloga -comentó Cassie. Le di un golpe en el pie por debajo de la mesa; ella pisó el mío-. ¿Cómo ha ido la excavación?
A Damien se le iluminó la cara; casi parecía embelesado de placer, a menos que ésa fuera su expresión habitual.
– Ha sido increíble. Me alegro tanto de haber participado…
– Qué envidia -admitió Cassie-. ¿Admiten voluntarios por sólo una semana, pongamos?
– Maddox -dije con sequedad-. ¿Podéis hablar más tarde de tu cambio de carrera?
– Lo siento -respondió Cassie, con los ojos en blanco y sonriendo a Damien.
Él le devolvió la sonrisa al tiempo que bajaba la guardia. Damien empezaba a despertarme una antipatía vaga e injustificable. Adivinaba exactamente por qué Hunt lo había designado como guía del yacimiento -era un relaciones públicas encantador, todo ojos azules y timidez-, pero nunca me han caído bien los hombres adorables e indefensos. Supongo que es la misma reacción que despiertan en Cassie esas chicas con voz de niña y fácilmente impresionables que a los hombres siempre les dan ganas de proteger: una mezcla de repugnancia, cinismo y celos.
– Muy bien -dijo Cassie-, entonces has ido hacia la piedra…
– Teníamos que retirar toda la hierba y la tierra que hay alrededor -explicó Damien-. El resto lo hicieron con excavadora la semana pasada, pero dejaron una parcela alrededor de la piedra porque no queríamos arriesgarnos a que las máquinas la tocaran. Así que, después de la pausa del té, Mark nos pidió a Mel y a mí que subiéramos ahí y pasáramos el azadón mientras los otros estaban con la acequia de drenaje.
– ¿A qué hora fue eso?
– La pausa del té se acaba a las once y cuarto.
– ¿Y entonces…?
Tragó saliva y le dio un sorbo a la taza. Cassie se inclinó hacia delante para alentarlo y aguardó.
– Pues… Había algo en la piedra. Creía que era una chaqueta o algo así, que alguien se había dejado la chaqueta ahí… Y dije… esto… dije: «¿Qué es eso?», y nos acercamos y… -Bajó la vista a su taza. Otra vez le temblaban las manos-. Era una persona. Pensé que a lo mejor estaba, ya saben, inconsciente o algo parecido, y le sacudí el brazo, y… noté algo raro. Estaba fría y rígida. Agaché la cabeza para ver si respiraba, pero no. Tenía sangre, se la vi en la cara. Entonces supe que estaba muerta.
Volvió a tragar saliva.
– Lo estás haciendo muy bien -dijo Cassie con suavidad-. ¿Qué hiciste entonces?
– Mel dijo: «Oh, Dios mío», o algo así, y volvimos corriendo para avisar al doctor Hunt. Nos hizo entrar a todos en la cantina.
– Muy bien, Damien, necesito que pienses detenidamente -le pidió Cassie-. ¿Has visto algo que pareciera extraño en el día de hoy o en los últimos días? ¿A alguien inusual merodeando por ahí, alguna cosa fuera de lugar…?
Él se quedó con la mirada perdida y los labios un poco entreabiertos; tomó otro sorbo de té.
– Seguramente no se refiere a esta clase de cosas…
– Todo puede sernos de ayuda -aseguró Cassie-. Incluso lo más insignificante.
– De acuerdo -asintió Damien con gravedad-. Bien…, el lunes estaba esperando el autobús para volver a casa, junto a la entrada. Y vi a un tipo que venía por la carretera y se metía en la urbanización. Ni siquiera sé por qué me fijé en él, sólo que… Miró a su alrededor antes de meterse en la urbanización, como si estuviera comprobando que nadie lo observaba o algo así.
– ¿Qué hora era? -quiso saber Cassie.
– Acabamos a las cinco y media, así que debían de ser las seis menos veinte. Ésa era la otra cosa extraña. Quiero decir que por aquí no hay nada a donde puedas llegar sin coche, salvo la tienda y el pub, y la tienda cierra a las cinco. Por eso me pregunté de dónde salía.
– ¿Qué aspecto tenía?
– Más o menos alto, de metro ochenta. Treinta y tantos, creo. Fuerte. Me parece que era calvo. Llevaba un chándal azul marino.
– ¿Serías capaz de describírselo a un dibujante para que elaborara un retrato robot?
Damien pestañeó deprisa, con aire alarmado.
– Es que… Tampoco le vi tan bien. Quiero decir que venía por arriba de la carretera, al otro lado del acceso a la urbanización. De hecho, no estaba mirando, no creo que me acuerde…
– No pasa nada -lo interrumpió Cassie-. No te preocupes, Damien. Si te sientes capaz de darnos más detalles, dímelo, ¿de acuerdo? Mientras tanto, cuídate.
Le pedimos su dirección y su número de teléfono; le dimos una tarjeta (me dieron ganas de ofrecerle una piruleta por su buen comportamiento, pero no son reglamentarias en nuestro departamento) y le hicimos volver con los demás, con la orden de enviarnos a Melanie Jackson.
– Buen chico -dije sin comprometerme, tanteando.
– Sí -respondió Cassie con ironía-. Si alguna vez quiero una mascota, pensaré en él.
Mel fue de mucha más ayuda que Damien. Era alta y delgada, escocesa, de brazos bronceados, musculosos, y pelo rubio rojizo recogido en una coleta descuidada; se sentó como un chico, con los pies plantados firmemente y separados.
– Tal vez ya lo sepan, pero es de la urbanización -soltó a bocajarro-. O de algún lugar de por aquí, en todo caso.