– Nos mudaremos. Nos han lanzado ladrillos por la ventana y alguien me pintó «Pedofilo» en el coche con espray; fuera quien fuese no lo escribió bien, pero el mensaje quedó muy claro. Puedo aguantar hasta que se tome una decisión sobre la autopista en un sentido u otro, pero luego…
Las denuncias de abuso infantil, por muy infundadas que puedan parecer, tienen que comprobarse. La investigación de las acusaciones de Damien contra Jonathan no halló ninguna prueba que las corroborase y sí una cantidad considerable que las contradecía, y Delitos Sexuales había mostrado toda la discreción que era humanamente posible, pero los vecinos siempre se enteran mediante algún misterioso sistema de tambores selváticos, y siempre hay gente que cree que cuando el río suena, agua lleva.
– Enviaré a Rosalind a terapia, según el dictamen del juez. Me he informado un poco y en todos los libros se afirma que no les sirve de nada a personas como ella, que son así y no tienen cura, pero tengo que intentarlo. Y la mantendré en casa todo el tiempo que pueda, para ver dónde se mete y tratar de evitar que utilice sus trucos con otros. En octubre irá a la universidad, estudiará música en Trinity, pero ya le he dicho que no pienso pagarle el alquiler de un piso; o se queda en casa o tendrá que buscarse un trabajo. Margaret sigue creyendo que no hizo nada y que ustedes le tendieron una trampa, pero se alegra de tenerla en casa un tiempo más. Dice que Rosalind es delicada. -Se aclaró la garganta con un sonido áspero, como si la palabra le hubiera dejado un mal sabor-. Enviaré a Jessica a vivir a Athlone con mi hermana, en cuanto le desaparezcan las cicatrices de las muñecas; para que esté a salvo. -Su boca se torció en una medio sonrisa amarga-. A salvo. De su propia hermana.
Por un instante pensé en lo que debía de haber sido aquella casa en los últimos dieciocho años, en lo que era todavía. Sentí una horrible angustia en el estómago.
– ¿Sabe una cosa? -dijo Jonathan, súbita y lastimeramente-. Margaret y yo sólo llevábamos dos meses saliendo cuando supo que estaba embarazada. A los dos nos entró el pánico. Una vez conseguí sacar el tema de que a lo mejor deberíamos pensar en… coger un barco a Inglaterra. Pero claro, ella es muy religiosa. Para empezar, ya se sentía bastante mal por el embarazo, o sea que lo otro… Es una buena mujer, no me arrepiento de haberme casado con ella. Pero si llego a saber lo que era… lo que aquello… lo que Rosalind iba a ser, que Dios me perdone, pero yo mismo la habría arrastrado a ese barco.
«Ojalá lo hubiera hecho», quise decir, pero habría sido muy cruel.
– Lo siento -repetí, en vano.
Me observó un instante; luego tomó aire y se estrechó el abrigo alrededor de los hombros.
– Será mejor que entre, a ver si Rosalind ya ha terminado.
– Me parece que aún tardará un rato.
– Seguramente -respondió en tono apagado.
Subió las escaleras con pesadez en dirección a la sala del juicio, con el abrigo agitándose detrás de él y algo encorvado contra el viento.
El jurado declaró a Damien culpable. Dadas las pruebas presentadas, no podían emitir otro veredicto. Hubo varias batallas legales, complejas y multilaterales, respecto a la admisibilidad, y los psiquiatras mantuvieron debates cargados de jerga sobre los procesos mentales de Damien. (Todo esto lo supe por terceros, en fragmentos de conversación cogidos al vuelo o en llamadas interminables de Quigley, que al parecer había convertido en la misión de su vida averiguar por qué me relegaron al papeleo en Harcourt Street.) Su abogado optó por una defensa desdoblada -sufrió una enajenación temporal y, aunque no fuese así, él creía que estaba protegiendo a Rosalind de unas lesiones corporales graves-, un arma que a menudo genera la suficiente confusión como para instaurar la duda razonable. Pero disponíamos de una confesión completa y, tal vez más importante, teníamos las fotos de la autopsia de una niña muerta. A Damien lo declararon culpable de asesinato y lo condenaron de por vida, lo que en la práctica suele saldarse con unos diez o quince años.
Dudo que él apreciara las múltiples ironías del asunto, pero es muy posible que esa paleta le salvara la vida, y desde luego le ahorró algunas experiencias desagradables en la cárcel. Debido a la agresión sexual a Katy, se le consideró un delincuente sexual y lo condenaron a la unidad de alto riesgo, junto con los pedófilos y violadores y otros prisioneros que no saldrían muy bien parados con los internos ordinarios. Supongo que era una bendición ambivalente, pero al menos incrementó sus posibilidades de salir de la cárcel con vida y sin enfermedades contagiosas.
Se formó un pequeño grupo de linchamiento, constituido por una docena de personas, que lo esperó a la salida del juicio después de que se dictara sentencia. Vi las noticias en un pub pequeño y deprimente cerca de los muelles y un grave y peligroso murmullo de aprobación se elevó entre los parroquianos mientras, en la pantalla, unos uniformados impasibles guiaban a Damien a trompicones entre la multitud y la furgoneta arrancaba bajo una lluvia de puños, gritos roncos y algún que otro medio ladrillo.
– Habría que reinstaurar la pena de muerte -musitó alguien en una esquina.
Yo era consciente de que debía sentir lástima por Damien, de que estuvo jodido desde el momento en que se acercó a esa mesa de inscripciones y de que precisamente yo debía ser capaz de alimentar compasión por él, pero no podía. No podía.
La verdad es que no me veo con ánimos de entrar en detalles sobre el significado de «suspendido pendiente de investigación»: aquellas vistas tensas e interminables, el desfile de sombrías autoridades con trajes y uniformes requeteplanchados, las explicaciones y auto justificaciones torpes y humillantes, la angustiosa sensación tipo «a través del espejo» de estar atrapado en el lado equivocado del proceso interrogatorio… Para mi sorpresa, O'Kelly resultó ser mi defensor más ferviente, y se lanzó a largos discursos apasionados sobre mi índice de casos resueltos y mi técnica a la hora de interrogar y toda clase de cosas que nunca antes había mencionado. Aunque yo sabía que seguramente no se debía tanto a una vena insospechada de cariño como a la autoprotección -puesto que mi mala conducta lo desacreditaba a él en gran manera, tenía que justificar el hecho de haber albergado durante tanto tiempo a un renegado como yo en su brigada-, me sentí agradecido de una forma patética, casi con lágrimas en los ojos. Parecía ser el último aliado que me quedaba en este mundo. Incluso en una ocasión traté de agradecérselo, cuando estábamos en el pasillo después de una de esas sesiones, pero apenas había dicho unas cuantas palabras me miró con un asco tan profundo que empecé a farfullar y me eché atrás.
Finalmente, las autoridades decidieron no despedirme, ni siquiera (lo que habría sido mucho peor) hacerme vestir otra vez de uniforme. Igual que antes, no lo atribuyo a ningún sentimiento particular por su parte que me hiciera merecedor de una segunda oportunidad; lo más probable es que simplemente se debiera a que mi despido podía llamar la atención de algún periodista y provocar toda clase de preguntas y consecuencias inconvenientes. Por supuesto, me echaron de la brigada. Ni en mis momentos de optimismo más desaforado me atreví a albergar la esperanza de que no lo hicieran. Me mandaron de vuelta al grueso de refuerzos, insinuando (con bella expresión, en realidad, delicada, entre líneas y mordaz) que no esperase salir de allí en mucho tiempo, si es que llegaba a salir. Quigley, haciendo gala de una crueldad más refinada de lo que le creía capaz, me solicita para la línea abierta o un puerta por puerta.
Por supuesto, el proceso completo no fue ni mucho menos tan simple como lo presento. Tardó meses y meses, durante los cuales me quedé sentado en el apartamento en un estado de aturdimiento horrible y como de pesadilla, mientras mis ahorros menguaban y mi madre traía tímidamente macarrones con queso para asegurarse de que comiera, y Heather me acorralaba para explicarme el defecto de carácter subyacente en la raíz de todos mis problemas (por lo visto, debía aprender a ser más considerado con los sentimientos de los demás, y en particular con los suyos) y darme el número de teléfono de su psicólogo.