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Para cuando me reincorporé al trabajo, Cassie ya no estaba. Oí, de varias fuentes distintas, que le habían ofrecido un ascenso si se quedaba; que, al contrario, había dejado el cuerpo porque la iban a expulsar de la brigada; que alguien la había visto en un pub del centro, cogida de la mano con Sam; que había vuelto a la universidad y estudiaba arqueología… La moraleja de casi todas esas historias era, por extensión, que las mujeres nunca habían pertenecido de verdad a la brigada de Homicidios.

Al final resultó que Cassie no había dejado el cuerpo. Se trasladó a Violencia Doméstica y negoció un permiso para acabar su carrera de psicología (de ahí el cuento de la universidad, supongo). No me extraña que se desataran rumores: Violencia Doméstica es tal vez la ocupación más horrible del cuerpo, pues combina los peores elementos de Homicidios y de Delitos Sexuales y carece de su prestigio, y la idea de dejar una de las brigadas de élite por esa otra a la mayoría de la gente le resultaba inconcebible. Según radio macuto, había perdido el coraje.

Personalmente, no creo que el traslado de Cassie tuviera nada que ver con perder el coraje; y, aunque estoy seguro de que sonará simplista y autocomplaciente, la verdad es que dudo que tuviera que ver conmigo, o al menos no en el sentido que cabría pensar. Si el único problema se hubiera reducido a la imposibilidad de soportar estar en la misma habitación, se habría buscado un nuevo compañero y cerrado en banda, y aparecería en el trabajo cada día un poco menos y con un aire más desafiante, hasta que aprendiéramos a vivir con el otro cerca o hasta que yo pidiera el traslado. De los dos, ella siempre era la testaruda. Pienso que pidió el traslado porque había mentido a O'Kelly y también a Rosalind Devlin, y ambos la habían creído; y porque, cuando a mí me contó la verdad, la traté de mentirosa.

En cierto sentido me decepcionó que lo de la carrera de arqueología resultara no ser cierto. Era una imagen agradable y en la que me gustaba pensar: Cassie en una colina verde, con azadón y pantalones militares, con el viento apartándole el pelo de la cara, morena, sucia de barro y sonriente.

Estuve más o menos pendiente de los periódicos durante un tiempo, pero nunca salió a la luz ningún escándalo referente a la autopista de Knocknaree. El nombre del tío Redmond apareció, al final de la lista, en el gráfico de una publicación sensacionalista sobre la cantidad desorbitante que se gastaban los contribuyentes en la imagen de distintos políticos, pero eso fue todo. El hecho de que Sam continuara en la brigada de Homicidios tendía a hacerme pensar que al final le había hecho caso a O'Kelly; aunque, por supuesto, es posible que en efecto llevase esa cinta a Michael Kiely y ningún periódico lo mencionara. No lo sé.

Sam tampoco vendió su casa, sino que, por lo que oí, se la alquiló a un precio simbólico a una joven viuda cuyo marido había muerto de un aneurisma cerebral, dejándola con un niño pequeño, un embarazo complicado y sin seguro de vida. Puesto que era violonchelista por cuenta propia, ni siquiera podía acceder al cobro de un subsidio; se había atrasado con los pagos del alquiler, el casero la había desahuciado y ella y los niños llevaban un tiempo viviendo en un albergue subvencionado por una organización caritativa. No tengo ni idea de cómo encontró Sam a esa mujer (yo habría dicho que había que remontarse al Londres Victoriano para hallar ese grado pintoresco de sufrimiento desgarrador); supongo que dedicó a ello un esfuerzo de investigación singular. Se mudó a un piso de alquiler de Blanchardstown, creo, o algún infierno equivalente de las afueras. Las teorías principales eran que estaba a punto de dejar el cuerpo por el sacerdocio y que tenía una enfermedad terminal.

Sophie y yo salimos un par de veces; al fin y al cabo, le debía varias cenas y cócteles. Me pareció que se lo pasaba bien y nunca hacía preguntas difíciles, lo que consideré una buena señal. Sin embargo, después de unas cuantas citas y antes de que la relación avanzara lo bastante como para merecer ese nombre, me dejó. Me informó como si tal cosa de que ya tenía edad suficiente para distinguir entre alguien enigmático y alguien que está jodido.

– Deberías buscarte mujeres más jóvenes -me advirtió-. Ellas no siempre lo notan.

Era inevitable que, en algún momento a lo largo de esos meses interminables en mi apartamento (mano tras mano de solitario póquer nocturno y cantidades casi letales de Radiohead y Leonard Cohen), mis pensamientos regresaran a Knocknaree. Por supuesto, me había jurado no permitir que ese sitio volviera a poblar mi mente; pero supongo que los seres humanos no podemos evitar ser curiosos, siempre que el conocimiento no se cobre un precio demasiado elevado.

Cabe imaginarse mi sorpresa, pues, cuando me di cuenta de que allí no había nada. Todo lo anterior a mi primer día de internado parecía haber sido extirpado de mi mente con precisión quirúrgica, y esta vez para siempre. Peter, Jamie, los moteros y Sandra, el bosque, cada pedacito de recuerdo que había rescatado con un esmero tan laborioso en el transcurso de la operación Vestaclass="underline" todo había desaparecido. Recordaba cómo había sido recordar esas escenas en un momento dado, pero ahora tenían ese cariz remoto y usado de viejas películas o de historias que me habían contado; las veía desde una vasta distancia -tres chicos de piel bronceada con pantalones cortos y estropeados, escupiéndole en la cabeza a Willy Little desde las ramas y alejándose a trompicones entre risas- y sabía con fría certeza que, con el tiempo, incluso esas imágenes desarraigadas se marchitarían y se quedarían en nada. Ya no parecían pertenecerme a mí, y no podía deshacerme de la lóbrega e implacable sensación de que era porque había perdido mi derecho a ellas, de una vez para siempre.

Sólo permanecía una imagen. Una tarde de verano, Peter y yo estábamos tumbados en la hierba del jardín de su casa. Habíamos intentado con poco entusiasmo montar un periscopio según las instrucciones de un viejo álbum, pero necesitábamos el tubo de cartón de un rollo de papel de cocina y no se lo podíamos pedir a nuestras madres porque no les hablábamos. En su lugar habíamos utilizado papel de periódico enrollado, pero se torcía y lo único que veíamos a través del periscopio era la página de deportes, y al revés.

Los dos estábamos de un humor de perros. Era la primera semana de vacaciones y hacía sol, o sea que tendría que haber sido un día genial, tendríamos que haber estado arreglando la cabaña del árbol o congelándonos el pito nadando en el río, pero de camino a casa después del último día de colegio el viernes anterior, Jamie dijo, mirándose los zapatos: «Dentro de tres meses me voy al internado».

– Cállate -respondió Peter al tiempo que la empujaba sin fuerza-. No es verdad. Tu madre se rendirá.

Pero aquello nos había empañado las vacaciones como una nube inmensa de humo negro planeando sobre todo lo que estaba a la vista. No podíamos entrar porque nuestros padres estaban furiosos con nosotros porque no les hablábamos, y tampoco podíamos ir al bosque ni hacer nada que estuviera bien porque todo lo que se nos ocurría nos parecía estúpido, y ni siquiera podíamos ir a buscar a Jamie y decirle que saliera porque se limitaría a sacudir la cabeza y decir: «¿Para qué?», y lo empeoraría todo aún más. Así que estábamos tumbados en el jardín, aburridos y picajosos e irritados el uno con el otro, con el periscopio que no funcionaba y con el mundo entero que era un grano en el culo. Peter arrancaba briznas de hierba, les mordía las puntas y las escupía al aire, a un ritmo impaciente y automático. Yo estaba tumbado bocabajo, con un ojo abierto para observar a las hormigas que correteaban de aquí para allá; tenía el pelo sudado por culpa del sol. «Este verano ni siquiera cuenta -pensé-. Este verano es una mierda.»