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La puerta de Jamie se abrió de golpe y ella salió gritando, como disparada por un cañón, y su madre corría tras ella llamándola con una sonrisa compungida en su voz. La puerta rebotó al cerrarse con estrépito y el horrible jack russell de los Carmichael estalló en una histeria innata y aguda. Peter y yo nos enderezamos y Jamie se detuvo ante la verja derrapando, giró la cabeza para buscarnos y, cuando la llamamos, bajó corriendo, saltó el muro del jardín de Peter, cayó de plano en la hierba con un brazo rodeando el cuello de cada uno y nos arrastró con ella. Los tres chillamos a la vez y tardamos unos segundos en distinguir qué estaba gritando Jamie:

– ¡Me quedo! ¡Me quedo! ¡No tengo que irme!

El verano cobró vida. Pasó del gris a un azul y oro intenso en un abrir y cerrar de ojos; en el aire repicaron cantos de saltamontes y ruidos de cortacéspedes, se arremolinaron las ramas, las abejas y las semillas de diente de león, y volvió dulce y suave como la nata montada. Más allá del muro, el bosque nos llamaba con una intensa voz silente, agitando sus mejores tesoros para darnos la bienvenida. El verano lanzó una cascada de hiedra, nos atrapó por debajo del esternón y tiró de nosotros; el verano rescatado se desplegó ante nuestra vista y duraba un millón de años.

Nos desenredamos y nos sentamos jadeando, incapaces de creerlo.

– ¿En serio? -pregunté-. ¿Seguro?

– Sí. Ha dicho que ya veremos, que se lo volvería a pensar y que encontraríamos una solución, pero eso significa que vale pero que aún no lo quiere decir. ¡No me iré a ninguna parte!

Jamie se quedó sin palabras, así que me hizo caer de un empujón. Yo le agarré el brazo, me subí encima de ella y se lo retorcí. Una sonrisa inmensa surcaba mi rostro, y era tan feliz que pensé que nunca lo dejaría de ser.

Peter estaba de pie.

– Tenemos que celebrarlo. Picnic en el castillo. Vamos a casa a buscar cosas y quedamos allí.

Salí como un cohete hacia la cocina de mi casa, mi madre pasaba la aspiradora en algún lugar del piso de arriba. «¡Mamá, Jamie se queda, cojo cosas para un picnic!», me hice con tres bolsas de patatas y varias natillas y me llené la camiseta con ellas, crucé otra vez la puerta, saludé ante la cara de sorpresa de mi madre en el rellano y salté el muro con una mano.

Las latas de Coca-Cola silbaron y lanzaron espuma y nosotros, de pie en lo alto del muro del castillo, las entrechocábamos.

– ¡Hemos ganado! -gritó Peter a las ramas y las franjas refulgentes de luz, con la cabeza hacia atrás y hendiendo el aire con el puño-. ¡Lo conseguimos!

Jamie gritó:

– ¡Me voy a quedar para siempre! -Y bailó encima del muro como si fuese de aire-. ¡Para siempre, siempre jamás!

Y yo chillaba gritos salvajes y sin palabras, y el bosque atrapó nuestras voces y las lanzó hacia el exterior en grandes ondas expansivas, y las tejió con el remolino de hojas y la algazara y el borboteo del río y la telaraña de susurros y llamadas de los conejos y los escarabajos y los petirrojos y todos los demás habitantes de nuestros dominios, en forma de himno largo y elevado.

Este recuerdo, el único que atesoro, no se diluyó ni se me escurrió entre los dedos. Permaneció -y aún lo hace- nítido, cálido y mío como una brillante moneda en mi mano. Supongo que, si el bosque tenía que dejarme un único momento, era una buena elección.

En uno de esos despiadados coletazos que dan a veces estos casos, Simone Cameron me llamó poco después de que me reincorporara al cuerpo. El número de mi móvil estaba en la tarjeta que le di, y ella no podía saber que yo me dedicaba a verificar declaraciones de ladrones de coches en Harcourt Street y que ya no tenía nada que ver con el caso Katy Devlin.

– Detective Ryan -dijo-, hemos encontrado algo que creo que debería ver.

Era el diario de Katy, aquel del que Rosalind nos dijo que se había cansado y que había tirado. La señora de la limpieza de la Academia Cameron, en un acceso de meticulosidad poco habitual, lo había encontrado pegado con cinta adhesiva detrás de un póster enmarcado de Anna Pavlova que estaba colgado en la pared del aula. Al leer el nombre de la cubierta, llamó a Simone muerta de excitación. Debería haberle dado a Simone el número de Sam; sin embargo, dejé a un lado las declaraciones sin verificar y me dirigí a Stillorgan.

Eran las once de la mañana y Simone era la única persona que había en la academia. El aula estaba inundada de sol y las fotos de Katy habían desaparecido del tablón de anuncios, pero una exhalación de aquel olor profesional tan específico -resina, sudor reciente e intenso y abrillantador de suelo- me obligó a recordar: patinadores gritando en la calle oscura de abajo, las prisas de unos pies acolchados y la cháchara en el pasillo, la voz de Cassie a mi lado, la agitación aguda y cantarina que causamos al entrar en la habitación…

El póster yacía bocabajo en el suelo. En la parte de atrás del marco había unas hojas de papel polvoriento pegadas para formar un soporte improvisado, y encima de ellas estaba el diario. Era un simple cuaderno de los que utilizan los niños en la escuela, con hojas pautadas y la cubierta de un repugnante naranja reciclado.

– Paula, que es quien lo ha encontrado, está en su otro trabajo -dijo Simone-, pero tengo su teléfono. Me lo quedé.

– ¿Lo ha leído? -quise saber.

Simone asintió.

– Un poco. Lo suficiente.

Llevaba unos pantalones negros estrechos y un jersey suave del mismo color y no sé por qué eso la hacía parecer más exótica que con la falda plisada y el maillot. Sus extraordinarios ojos tenían la misma expresión inmovilizada que cuando le contamos lo que le había sucedido a Katy.

Me senté en una silla de plástico. «Katy Devlin MUY PRIVADO NO LO ABRAS TE LO DIGO A TI», rezaba la cubierta, pero lo abrí de todos modos. Tenía unas tres cuartas partes llenas. La letra, redonda y esmerada, empezaba a desarrollar toques de individualidad: marcadas florituras en las «y» y las «g» y una alta y sinuosa «S» mayúscula. Simone se sentó frente a mí y me observó, con una mano colocada sobre la otra en el regazo, mientras leía.

El diario cubría casi ocho meses. Las entradas eran regulares al principio, como de media página al día, pero al cabo de unos cuantos meses se volvieron intermitentes: dos por semana y luego una. La mayoría eran sobre danza. «Simone dice que mi arabesco es mejor pero que aún tengo que pensarlo como que viene de todo el cuerpo no sólo de la pierna sobre todo en la izquierda la línea tiene que ser recta.» «Estamos haciendo una pieza nueva para fin de año con música de Giselle y yo tengo fouettés. Simone dice que recuerde que es la forma de Giselle de decirle a su novio que le ha roto el corazón y que le echará mucho de menos es su única posibilidad así que ésa ha de ser la razón de todo lo que yo haga. Una parte es así», y entonces unas cuantas líneas de una notación laboriosa y misteriosa, como una partitura musical codificada. El día que la aceptaron en la Real Escuela de Danza fue un estallido salvaje y sobreexcitado de mayúsculas y signos de exclamación y adhesivos con forma de estrellas: «¡¡¡¡¡¡ME VOY ME VOY ME VOY DE VERDAD!!!!!!».

Había pasajes sobre las cosas que hacía con sus amigas: «Nos hemos quedado a dormir en casa de Christina y su madre nos dio una pizza rara con aceitunas y jugamos a verdad o prenda y a Beth le gusta Matthew. A mí no me gusta nadie las bailarinas casi ninguna se casa hasta después de su carrera o sea que igual cuando tenga treinta y cinco o cuarenta. Nos maquillamos y Marianne estaba muy guapa pero Christina se puso demasiada sombra de ojos y parecía su madre». La primera vez que a sus amigas y ella las dejaron ir solas al centro: «Hemos cogido el bus luego de compras a Miss Selfrige. Marianne y yo nos hemos comprado el mismo top pero ella en rosa con letras lilas y yo azul cielo con rojo. Jess no podía venir y le he traído un clip de flores para el pelo. Después hemos ido al Mac Donalds y Christina ha metido el dedo en mi salsa barbacoa y yo le he echado un poco en el helado nos reíamos tanto que el guardia ha dicho que nos echaría si no parábamos. Beth le ha preguntado ¿quiere helado de barbacoa?».