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Se probaba las zapatillas de punta de Louise, odiaba la calabaza y la expulsaron de la clase de lengua por enviarle una nota a Beth desde el otro extremo de la clase. Una niña feliz, se diría, risueña y decidida y demasiado apresurada para emplear los signos de puntuación; nada de particular excepto la danza, y satisfecha con eso. Pero entre líneas el terror se desprendía de las páginas como vapores de gasolina, acre y malsano. «Jess está triste de que me vaya a la escuela de danza y lloraba. Rosalind dice que si voy Jess se matará será culpa mía no tendría que ser tan egoísta siempre. No sé qué hacer si pregunto a mamá y papá a lo mejor no me dejan ir. No quiero que Jess se muera.»

«Simone dice que no puedo volver a ponerme enferma y hoy le he dicho a Rosalind que no quiero beberme eso. Dice que me lo beba o ya no bailaré bien. Me he asustado mucho porque se ha puesto furiosa pero yo también y le he dicho que no me lo creía y que creo que me pone enferma. Dice que me arrepentiré y ahora no deja a Jess que me hable.»

«Christina está enfadada conmigo vino el martes y Rosalind le dijo que yo he dicho que ya no sería lo bastante buena para mí una vez que vaya a la escuela de danza y Christina no me cree pero no lo dije. Ahora Christina y Beth no me hablan pero Marianne aún sí. Odio a Rosalind LA ODIO LA ODIO LA ODIO.»

«Ayer este diario estaba debajo de mi cama como siempre y después no lo encontraba. No dije nada pero entonces mamá se llevó a Rosalind y Jess a casa de la tía Vera yo me quedé en casa y busqué por toda la habitación de Rosalind estaba dentro de una caja de zapatos de su armario. Me daba miedo cogerlo porque entonces lo sabrá y se enfadará de verdad pero me da igual. Lo guardaré aquí donde Simone puedo escribir cuando me quede a practicar sola.»

La última entrada del diario estaba fechada tres días antes de la muerte de Katy. «Rosalind siente haberse puesto así porque me iba sólo estaba preocupada por Jess y triste porque estaré muy lejos y ella también me echará de menos. Para que la perdone me va a regalar un amuleto de la suerte para que me traiga suerte en danza.»

Su voz resonaba en un hilo brillante a través de esas letras redondeadas de bolígrafo, y se arremolinaba en el haz de luz junto con las motas de polvo. Katy, un año muerta; sus huesos, en el cementerio gris y geométrico de Knocknaree. Apenas había pensado en ella desde el final del juicio. Incluso durante la investigación, para ser sincero, ocupó en mi mente un lugar menos prominente de lo que cabría esperar. La víctima es una persona a la que nunca conoces; ella sólo fue un conjunto de imágenes translúcidas y contradictorias que se reflejaban a través de las palabras de otros, crucial no en sí misma sino por su muerte y la inmediata retahíla de consecuencias que ésta provocó. Un instante en la excavación de Knocknaree había eclipsado todo lo que Katy había sido. Me la imaginé tumbada bocabajo en aquel suelo de madera clara, con las frágiles alas de sus omóplatos moviéndose mientras escribía y la música dibujando espirales a su alrededor.

– ¿Habría servido de algo que lo encontrásemos antes? -quiso saber Simone.

Su voz me sobresaltó y me hizo palpitar el corazón; casi me había olvidado de su presencia.

– Seguramente no -dije. No tenía ni idea de si era cierto, pero ella necesitaba oírlo-. Aquí no hay nada que vincule a Rosalind directamente con un crimen. Se menciona que le hacía beber algo a Katy, pero se habría buscado alguna explicación, como que eran vitaminas, quizás, o una bebida energética. Y en cuanto al amuleto de la suerte, no demuestra nada.

– Pero si lo hubiéramos encontrado antes de que muriera -señaló Simone en voz baja-, entonces…

Y, desde luego, no pude responder nada a eso; nada de nada.

Metí el diario y el soporte de papel en una bolsa para pruebas y se los mandé a Sam, al Castillo de Dublín. Acabarían en una caja del sótano, en algún lugar cerca de mi ropa vieja. El caso estaba cerrado, no se podía hacer nada salvo, o hasta, que Rosalind le hiciera lo mismo a otra persona. Me habría gustado enviarle el diario a Cassie, como una especie de disculpa muda e inútil, pero ahora tampoco era su caso, y de todos modos ya no podía estar seguro de que entendiera lo que quería decir.

Unas semanas más tarde oí que Cassie y Sam se habían prometido; Bernadette mandó un correo electrónico general, pidiendo aportaciones para un regalo. Esa noche le dije a Heather que el hijo de no sé quién tenía escarlatina, me encerré en mi cuarto y bebí vodka, despacio pero a conciencia, hasta las cuatro de la madrugada. Luego llamé al móvil de Cassie. A la tercera señal dijo, balbuciendo:

– Maddox.

– Cassie -dije yo-. Cassie, no vas a casarte con ese pueblerino aburrido, ¿verdad?

La oí coger aire, dispuesta a decir algo. Al cabo de un momento lo soltó otra vez.

– Lo siento -continué-. Por todo. Lo siento mucho, mucho. Te quiero, Cass. Por favor.

Aguardé de nuevo. Tras una pausa larga oí un golpe. Entonces, de fondo, se oyó a Sam:

– ¿Quién era?

– Se han equivocado -respondió Cassie, ahora mucho más lejos-. Un borracho.

– Entonces, ¿por qué has estado tanto rato?

Su voz era algo burlona, para hacerla rabiar. Ruido de sábanas.

– Me ha dicho que me quería, por eso he querido ver quién era. Pero resulta que estaba buscando a Britney.

– Ya somos dos -dijo Sam; y después-: ¡Ay! -Una risita de Cassie-. ¡Me has mordido la nariz!

– Te está bien empleado -respondió Cassie.

Más risas graves, un susurro y un beso; un largo suspiro satisfecho.

– Cariño -dijo Sam con dulzura, feliz.

Después, sólo escuché sus respiraciones, aligerándose al unísono y cada vez más lentas, hasta que volvieron a dormirse.

Me quedé ahí sentado largo rato, observando cómo el cielo se aclaraba al otro lado de la ventana y me di cuenta de que mi nombre no había aparecido en la pantalla del móvil de Cassie. Podía sentir cómo el vodka se introducía en mi sangre; el dolor de cabeza empezaba a hacer su aparición. Sam roncó, muy suavemente. Nunca he sabido, ni ahora ni entonces, si Cassie creía que había colgado o si quiso herirme o darme un último regalo, una última noche escuchándola respirar.

Por supuesto, la autopista siguió con la ruta trazada en un principio. «No a la Autopista» logró detener su avance durante una cantidad de tiempo impresionante -mandamientos judiciales, recusaciones policiales, creo que a lo mejor incluso lo presentaron al Tribunal Supremo europeo- y un puñado de manifestantes andrajosos que se autodenominaban Knocknafree [22] (entre los cuales apuesto a que se incluía Mark) acamparon en el yacimiento para detener el paso de las excavadoras, lo que implicó una nueva interrupción de varias semanas mientras el gobierno obtenía una orden judicial contra ellos. Nunca tuvieron ni la más remota posibilidad. Me gustaría haber podido preguntarle a Jonathan Devlin si de veras creía, a pesar de lo que nos enseña la experiencia, que esta vez la opinión pública tendría algún efecto, o si supo que no desde el principio pero aun así tenía que intentarlo. En cualquier caso, le envidiaba.

Fui allí el día que leí en el periódico que la construcción había empezado. Se suponía que debía recorrer Terenure puerta por puerta para encontrar a alguien que hubiera visto un coche robado utilizado en un atraco, pero nadie me echaría de menos por una hora. No sé muy bien por qué fui. No se trataba de un intento de colofón dramático o algo por el estilo; sólo sentí un impulso postrero de ver aquel sitio una vez más.

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[22] Juego de palabras entre Knocknaree y free, «libre». (N. de la T.)