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Era un caos. Me lo esperaba, aunque no hasta ese punto. Oí el rugir salvaje de la maquinaria mucho antes de alcanzar la cumbre de la colina. El yacimiento entero era irreconocible, hombres con prendas protectoras fosforescentes se agitaban como hormigas y gritaban órdenes ininteligibles y roncas por encima del ruido, y excavadoras sucias y gigantescas arrojaban a un lado enormes cantidades de tierra y husmeaban con una delicadeza lenta y obscena los restos excavados de los muros.

Aparqué al lado de la carretera y salí del coche. Había un desconsolado corrillo de manifestantes en el área de descanso (de momento aún no la habían tocado y el castaño volvía a soltar sus frutos), blandiendo pancartas rotuladas a mano -«Salvemos nuestra herencia» o «La historia no está en venta»- por si los medios volvían a aparecer. La tierra descarnada y revuelta parecía extenderse en la distancia mucho más inmensa de lo que había sido la excavación, y tardé un buen rato en comprender el porqué: aquella última franja de bosque casi había desaparecido. Troncos pálidos y astillados y raíces expuestas que empujaban como locas hacia el cielo gris. Las motosierras farfullaban al puñado de árboles que habían dejado.

El recuerdo impactó contra mi plexo solar con tanta fuerza que me dejó sin aliento: nosotros trepando a los muros del castillo, bolsas de patatas crujiendo en mi camiseta y el sonido del río al reírse en algún lugar, más abajo; la zapatilla de Peter buscando un punto de apoyo justo sobre mí, y la mancha rubia que era Jamie alzando el vuelo entre el balanceo de las hojas. Todo mi cuerpo recordó aquello, el tacto familiar y rasposo de la piedra contra mi palma, el tirón de un músculo en mi muslo al darme impulso para subir hacia el remolino verde y la explosión de luz… Me había acostumbrado tanto a pensar en el bosque como un enemigo invencible y acechante, como una sombra que cubría cada rincón secreto de mi mente, que me olvidé por completo de que, durante gran parte de mi vida, había sido nuestra zona de recreo más agradable y nuestro refugio más adorado. Hasta que vi cómo lo cortaban, ni siquiera se me ocurrió que había sido hermoso.

En el límite del yacimiento, cerca de la carretera, uno de los obreros acababa de sacarse un paquete aplastado de tabaco de debajo del chaleco naranja y se palpaba los bolsillos metódicamente en busca de un mechero. Encontré el mío y fui hacia él.

– Gracias, hijo -dijo a través del cigarrillo mientras ahuecaba la mano alrededor de la llama.

Tenía cincuenta y tantos, era bajo y enjuto y con cara de terrier: cordial, indefinida, cejas pobladas y un grueso bigote en U invertida.

– ¿Cómo va? -le pregunté.

Se encogió de hombros, inhaló y me devolvió el mechero.

– Bah, he estado en sitios peores. Esas puñeteras rocas grandes salen por todas partes, pero ya está.

– A lo mejor son del castillo. Antes era un yacimiento arqueológico.

– ¿Me lo dice o me lo cuenta? -preguntó, señalando a los manifestantes con la cabeza.

Sonreí.

– ¿Han encontrado algo interesante?

Su mirada se volvió bruscamente hacia mí y noté que hacía una valoración rápida y concisa: ¿manifestante, arqueólogo o espía del gobierno?

– ¿Como qué?

– No lo sé; fragmentos arqueológicos, quizás. Huesos de animales. O humanos.

Sus cejas se movieron al unísono.

– ¿Es policía?

– No -respondí. El aire era húmedo y denso, cargado de tierra revuelta y lluvia latente-. Dos amigos míos desaparecieron aquí, en los ochenta.

Asintió con aire pensativo, pero sin sorpresa.

– Me acuerdo de eso, sí señor -señaló-. Dos críos. ¿Es usted el chico que estaba con ellos?

– Sí -dije-. Soy yo.

Dio una calada honda y pausada a su cigarrillo y me miró con ojos entornados y un interés relativo.

– Lo siento por usted.

– Fue hace mucho tiempo -comenté.

Asintió.

– No hemos encontrado huesos, que yo sepa. Puede que hayan aparecido conejos o zorros, pero nada más grande que eso. Si no, habríamos llamado a la policía.

– Ya lo sé. Sólo quería asegurarme.

Reflexionó un instante, con la mirada vuelta hacia el yacimiento.

– Uno de los chicos ha encontrado esto hace un rato. -Buscó en todos sus bolsillos y se sacó algo de debajo del chaleco-. ¿Qué diría que es?

Depositó el objeto en mi palma. Tenía forma de hoja, era plano y estrecho y más o menos de la longitud de mi pulgar y estaba hecho de un metal liso ennegrecido por el tiempo. Un extremo estaba cercenado; se habría partido hacía mucho tiempo. El hombre había intentado limpiarlo, pero aún presentaba pequeñas incrustaciones de tierra dura.

– No lo sé -respondí-. Una punta de flecha, tal vez, o parte de un colgante.

– Se lo ha encontrado pegado en la bota durante el descanso -comentó él-. Me lo ha dado para que se lo lleve al crío de mi hija, que está loco por la arqueología.

Esa cosa era fría y más pesada de lo que cabría esperar. Unas muescas estrechas y medio erosionadas formaban un dibujo en un lado. Lo incliné bajo la luz: un hombre, poco más que una figura hecha de palos, con los cuernos anchos y bifurcados de un ciervo.

– Puede quedárselo si quiere -me dijo-. El chico no echará de menos algo que no ha tenido nunca.

Cerré la mano en torno al objeto, sentí sus extremos en mi palma y mi pulso que latía contra él. Quizá debería haber estado en un museo. Mark se habría vuelto loco con eso.

– No -le contesté-, gracias. Creo que debería quedárselo su nieto. -Él se encogió de hombros y levantó las cejas. Le puse el objeto en la mano-. Gracias por enseñármelo.

– No hay de qué -comentó el hombre, y se lo guardó otra vez en el bolsillo-. Buena suerte.

– Lo mismo digo.

Empezaba a caer una lluvia fina y difusa. Tiró la colilla en el surco de un neumático y volvió al trabajo mientras se alzaba el cuello por el camino.

Me encendí un cigarrillo y observé cómo trabajaban. El objeto de metal había dejado unas marcas delgadas que atravesaban mi palma. Dos niños de unos ocho o nueve años se balanceaban bocabajo sobre el muro de la urbanización; los obreros gesticularon y gritaron por encima del rugir de las máquinas hasta que los chicos desaparecieron, pero volvieron al cabo de unos minutos. Los manifestantes abrieron sus paraguas y repartieron sándwiches. Me quedé mirando largo rato, hasta que mi móvil empezó a vibrar con insistencia en el bolsillo y la lluvia comenzó a caer con más fuerza; entonces tiré el cigarrillo, me abroché el abrigo y regresé al coche.

Nota de la autora

Me he tomado muchas libertades con el funcionamiento de la Garda Síochána, el cuerpo de policía irlandés. Para poner el ejemplo más evidente, no hay ninguna brigada de Homicidios en Irlanda -en 1997 se fusionaron varias unidades para formar el Departamento Nacional de Investigación Criminal, que colabora con los agentes locales en la investigación de delitos graves, incluido el asesinato-, pero la historia parecía requerir una.

Agradezco especialmente a David Walsh su ayuda en una increíble variedad de cuestiones sobre los procedimientos policiales. Cualquier imprecisión es mía y no de él.

Agradecimientos

Tengo una deuda inmensa con muchas personas: Ciara Considine, mi editora en Hodder Headline Ireland, cuyo instinto certero, amabilidad inagotable y entusiasmo ayudaron a que este libro saliera adelante, de principio a fin, en demasiados aspectos como para enumerarlos; Darley Anderson, superagente y cumplidor de sueños, que me ha dejado sin habla más veces que ninguna otra persona; su increíble equipo, sobre todo Emma White, Lucie Whitehouse y Zoë King; Sue Fletcher de Hodder & Stoughton y Kendra Harpster de Viking, editoras extraordinaires, por su impresionante fe en este libro y por saber exactamente cómo mejorarlo; Swati Gamble por su fenomenal paciencia; todos los de Hodder & Stoughton y Hodder Headline Ireland; Helena Burling, cuya amabilidad me proporcionó el refugio en el que escribir; Oonagh «Juncos» Montague, Ann-Marie Hardiman, Mary Kelly y Fidelma Keogh, por darme la mano cuando más lo necesitaba y mantenerme más o menos cuerda; mi hermano, Alex French, por arreglarme el ordenador cada tanto; David Ryan, por renunciar a derechos de propiedad no intelectual; Alice Wood, por corregir con ojos de lince; al doctor Fearghas Ó Cochláin, por la parte médica; Ron y el Ángel Anónimo, que por alguna oscura magia siempre sabían cuándo era el momento; Cheryl Steckel, Steven Foster y Deirdre Nolan, por leer y animar; todos los de la compañía de teatro Purple-Heart, por su apoyo continuado; y, por último pero en absoluto el menos importante, Anthony Breatnach, cuya paciencia, apoyo, ayuda y fe quedan por encima de lo expresable.