– ¿Cómo lo sabes? -le pregunté.
– Los niños se acercan a veces al yacimiento. No tienen mucho más que hacer en verano. La mayoría quieren saber si hemos encontrado algún tesoro enterrado, o esqueletos. La vi algunas veces.
– ¿Cuándo fue la última?
– Hará dos o tres semanas.
– ¿Estaba con alguien?
Mel se encogió de hombros.
– No, que yo recuerde. Sólo una pandilla de niños, creo.
Me caía bien. Estaba afectada pero se negaba a mostrarlo; jugueteaba con una tira de plástico, dándole formas entre sus dedos callosos. Básicamente contó la misma historia que Damien, pero sin tanta aprehensión y miramientos.
– Cuando terminó la pausa del té, Mark me pidió que fuese a pasar el azadón alrededor de la piedra ceremonial, para poder ver la base. Damien dijo que él también venía; normalmente no trabajamos solos, es aburrido. A media subida vimos algo azul y blanco encima de la piedra. Damien preguntó: «¿Qué es eso?», y yo le dije: «A lo mejor es una chaqueta». Al acercarnos un poco más me di cuenta de que era una cría. Damien le zarandeó un brazo y comprobó si respiraba, pero sabía que estaba muerta. Yo no había visto nunca un cadáver, pero… -Se mordió el interior de la mejilla y sacudió la cabeza-. Es una gilipollez eso que dicen que parece que estén dormidos. Se ve.
Hoy en día apenas pensamos en la mortalidad, salvo para menearnos histéricamente con los ejercicios más de moda y comer cereales ricos en fibra y ponernos parches de nicotina. Me acordé de la severa determinación victoriana en no olvidar la muerte y de esas lápidas implacables: «Recuerda esto, peregrino, al pasar: como eres tú ahora fui yo una vez; como soy yo ahora, así serás tú…». Ahora la muerte no gusta, es algo anticuado. En mi opinión, la característica que define nuestra época es la fuerza centrífuga: la investigación de mercado, con sus marcas y productos elaborados según unos requisitos minuciosos, lo enfoca todo hacia un punto de fuga; estamos tan acostumbrados a que las cosas se transformen en lo que queremos que sean que nos produce una honda indignación encontrarnos con la muerte, tercamente anticentrífuga, sólo e inmutablemente ella misma. El cadáver había impresionado a Mel Jackson mucho más de lo que hubiera afectado a la más resguardada virgen victoriana.
– ¿Es posible que no reparaseis en el cuerpo aunque hubiera estado ahí ayer? -pregunté.
Mel alzó unos ojos como platos.
– Oh, mierda, ¿quiere decir que estuvo ahí todo el tiempo mientras nosotros…? -Sacudió la cabeza-. No. Mark y el doctor Hunt dieron una vuelta por todo el yacimiento ayer por la tarde, para hacer una lista de lo que teníamos que hacer. Lo… la habrían visto. Esta mañana se nos pasó porque todos estábamos en la parte más baja del yacimiento, donde acaba la acequia de drenaje. Como la pendiente de la colina es tan pronunciada no podíamos ver la parte de arriba de la piedra.
Mel no había visto nada ni a nadie fuera de lo habitual, ni siquiera al tío raro de Damien.
– Pero no lo habría visto de todos modos: yo no cojo el autobús. Casi todos los que no somos de Dublín vivimos en una casa alquilada, a unos tres kilómetros carretera abajo. Mark y el doctor Hunt tienen coche y nos llevan de vuelta. No pasamos de la urbanización.
El «de todos modos» me interesó, pues sugería que Mel, igual que yo, tenía sus dudas sobre el siniestro hombre del chándal. Damien me pareció de esos que dicen lo que sea con tal de tenerte contento. Deseé haberle preguntado si el tipo llevaba zapatos de tacón.
Sophie y sus técnicos habían acabado con la piedra ceremonial y seguían avanzando en círculo hacia fuera. Le dije que Damien Donnelly había tocado el cuerpo y se había inclinado sobre él; íbamos a necesitar sus huellas y cabello para descartarlos.
– Menudo idiota -dijo Sophie-. Supongo que debemos dar gracias de que no se le ocurriera taparla con su abrigo.
Estaba sudando dentro de su mono. El técnico arrancó a escondidas una página de su cuaderno de bocetos y empezó otra vez.
Dejamos el vehículo en el yacimiento y fuimos a la urbanización andando por la carretera (en algún lugar de mis músculos aún recordaba cómo era saltar ese muro: dónde se podía apoyar el pie, el arañazo que me hacía el hormigón en la rótula, el golpe al aterrizar…). Cassie quiso parar en la tienda de camino; eran más de las dos y quizá no tendríamos otra ocasión de almorzar en un buen rato. Cassie come como un muchacho y odia saltarse una comida, cosa que a mí me encanta -me irritan las mujeres que viven de porciones mesuradas de ensalada-, pero ese día yo quería acabar con aquello lo antes posible.
La esperé fuera, fumando, pero Cassie salió con dos sándwiches en cajas de plástico y me tendió uno.
– Toma.
– No tengo hambre.
– Cómete el maldito sándwich, Ryan. No pienso llevarte a casa si te desmayas.
Lo cierto es que no me he desmayado en toda mi vida, pero tiendo a olvidarme de comer hasta que empiezo a estar irritable o atontado.
– He dicho que no tengo hambre -repetí, oyendo mi propio lloriqueo.
De todos modos abrí el sándwich; Cassie tenía razón, era probable que fuese un día muy largo. Nos sentamos en el bordillo y ella sacó una botella de Coca-Cola al limón de la mochila. En teoría, el emparedado era de pollo relleno, pero sabía a envoltorio de plástico, y el refresco estaba caliente y demasiado dulce. Me sentí un poco mareado.
No quiero dar la impresión de que lo que ocurrió en Knocknaree emponzoñaba mi vida, de que me pasé veinte años vagando como una especie de personaje trágico acechado por el pasado, sonriendo con tristeza al mundo tras un velo agridulce de humo de cigarrillo y recuerdos. Knocknaree no me dejó pesadillas ni impotencia, ni un miedo patológico a los árboles ni ninguna otra de esas cosas que, en un telefilme, me habrían conducido al psicólogo, a la redención y a una relación más comunicativa con mi compasiva y preocupada esposa. La verdad es que podía pasarme semanas sin pensar siquiera en ello. De vez en cuando algún que otro periódico sacaba un reportaje sobre personas desaparecidas y ahí estaban Peter y Jamie, sonriendo desde la portada de un suplemento dominical en unas fotos con escasa resolución que la visión retrospectiva y el abuso convertían en premonitorias, entre turistas desvanecidos y amas de casa fugadas y todas esas hileras míticas y susurrantes de perdidos irlandeses. Yo hojeaba el artículo y me daba cuenta, con desapego, de que me temblaban las manos y me costaba respirar, pero era un reflejo puramente físico que, en cualquier caso, sólo duraba unos minutos.
Supongo que todo ese asunto me causó efecto, pero sería imposible -y, en mi opinión, innecesario- establecer de qué tipo. Después de todo yo tenía doce años, una edad en la que los chicos están desconcertados y amorfos y sufren cambios repentinos, con independencia de lo estables que sean sus vidas; y pocas semanas después entré en el internado, que me influyó y afectó de formas mucho más espectaculares y evidentes. Parecería ingenuo y sobre todo cutre deshilar mi personalidad, coger una hebra y chillar: «¡Cielos, mira, ésta es de Knocknaree!». Pero de repente, ahí estaba otra vez, resurgiendo en mitad de mi vida con petulancia y convicción, y yo no tenía ni la menor idea de qué hacer con ello.
– Pobre criatura -dijo Cassie de pronto, sin que viniese a cuento-. Pobrecita criatura…
La casa de los Devlin era una vivienda pareada de fachada insípida con un retazo de hierba delante, como las del resto de la urbanización. Todos y cada uno de los vecinos habían hecho desesperadas y pequeñas declaraciones de individualidad recortando salvajemente sus arbustos o geranios o lo que fuera, pero los Devlin sólo se limitaban a cortar el césped, lo que en sí denotaba cierto nivel de originalidad. Vivían en la zona centro de la urbanización, a cinco o seis calles del yacimiento, lo bastante lejos para no haber visto a los agentes, los técnicos, la furgoneta del depósito y todo ese terrible y eficiente ajetreo que de un solo vistazo les habría dicho todo cuanto necesitaban saber.