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Cuando Cassie llamó al timbre, acudió un hombre de unos cuarenta años. Era unos centímetros más bajo que yo y empezaba a ensancharse por el centro, tenía el pelo pulcramente recortado y grandes bolsas debajo de los ojos. Llevaba una chaqueta de punto, pantalones caqui y sostenía un cuenco con copos de maíz; tuve ganas de decirle que estaba muy bien, porque sabía qué iba a averiguar en los próximos meses y ésa es la clase de cosas que la gente recuerda con angustia durante toda su vida: que estaban comiendo copos de maíz cuando la policía vino a comunicarles que su hija estaba muerta. Una vez vi a una mujer derrumbarse en el estrado, con unos sollozos tan fuertes que hubo que pedir un receso e inyectarle un sedante, porque cuando apuñalaron a su novio ella estaba en clase de yoga.

– Señor Devlin -comenzó Cassie-, soy la detective Maddox y él es el detective Ryan.

El hombre abrió los ojos de par en par.

– ¿De Personas Desaparecidas?

Tenía barro en los zapatos y el dobladillo de los pantalones humedecido. Debía de haber salido a buscar a su hija por algún campo equivocado, y luego habría vuelto a comer algo antes de seguir intentándolo una y otra vez.

– No exactamente -contestó Cassie con suavidad. Suelo dejarle estas conversaciones a ella, no sólo por cobardía sino porque ambos sabemos que lo hace mucho mejor-. ¿Podemos entrar?

Él se quedó mirando el cuenco y lo dejó torpemente en la mesa del recibidor. Se derramó algo de leche sobre unos juegos de llaves y una gorra rosa de niña.

– ¿Qué quieren decir? -inquirió; el miedo dio un tinte agresivo a su voz-. ¿Han encontrado a Katy?

Oí un sonido minúsculo y miré por encima de su hombro. Al pie de las escaleras había una niña agarrada a la barandilla con ambas manos. El interior de la casa estaba oscuro aun en una tarde tan soleada, pero vi su rostro, y me traspasó con una partícula brillante y terrorífica. Por un instante inimaginable y turbador me convencí de que veía un fantasma. Era nuestra víctima, la niña muerta sobre la mesa de piedra. Los oídos me zumbaban.

Por supuesto, medio segundo después todo volvió a su sitio, el zumbido se apagó y comprendí lo que estaba viendo. No íbamos a necesitar la foto para la identificación. Cassie también la había visto.

– Aún no estamos seguros -dijo-. Señor Devlin, ¿esta niña es la hermana de Katy?

– Jessica -contestó ella con la voz ronca.

La niña avanzó y, sin apartar la mirada del rostro de Cassie, Devlin extendió el brazo hacia atrás, la cogió del hombro y la atrajo a la puerta de entrada.

– Son gemelas -explicó-. Idénticas. ¿Es…? ¿Han…? ¿Han encontrado a una niña como ella?

Jessica tenía la mirada fija en algún punto entre Cassie y yo. Sus brazos le colgaban sin fuerzas a los lados, con las manos invisibles debajo de un jersey gris que le venía grande.

– Por favor, señor Devlin -dijo Cassie-, necesitamos entrar para hablar con usted y su esposa en privado.

Lanzó una mirada a Jessica.

Devlin bajó la vista, vio su mano sobre el hombro de ella y la retiró, sobresaltado. La dejó inmóvil en el aire, como si hubiera olvidado qué hacer con ella.

A esas alturas ya lo sabía; claro que lo sabía. Si la hubiéramos encontrado viva, se lo habríamos dicho. Pero se apartó automáticamente de la puerta, hizo un vago gesto hacia un lado y entramos en la sala de estar. Oí a Devlin decir:

– Vuelve arriba con tu tía Vera.

Luego nos siguió y cerró la puerta.

Lo terrible de aquella sala de estar era lo normal que resultaba, como sacada de alguna caricatura de los suburbios. Cortinas de encaje, un sofá de cuatro piezas floreado con tapetes en los brazos y los reposacabezas y una colección de teteras decoradas encima de un aparador, todo pulcro, sin polvo y con un brillo inmaculado; parecía -como pasa casi siempre con los hogares de las víctimas y hasta con las escenas de los crímenes- demasiado banal para semejante nivel de tragedia. La mujer que había sentada en una silla hacía juego con la estancia: gruesa de un modo sólido e informe, con un casco de pelo permanentado y unos ojos azules grandes y caídos. Unos surcos profundos iban de la nariz a la boca.

– Margaret -dijo Devlin-. Son detectives. -Su voz sonó tensa como la cuerda de una guitarra, pero no se acercó a ella; se quedó junto al sofá, con los puños apretados en los bolsillos de su chaqueta-. ¿Qué sucede? -preguntó.

– Señor y señora Devlin -comenzó Cassie-, no es fácil decir lo que tengo que comunicarles. Han encontrado el cuerpo de una niña en el yacimiento arqueológico que hay junto a esta urbanización. Creemos que se trata de su hija Katharine. Lo siento mucho.

Margaret Devlin soltó aire como si la hubieran golpeado en el estómago. Las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas, aunque no parecía darse cuenta.

– ¿Están seguros? -espetó Devlin con los ojos como platos-. ¿Cómo pueden estar seguros?

– Señor Devlin -respondió Cassie con suavidad-, he visto a esa niña. Es exactamente igual que su hija Jessica. Les pediremos que vayan a ver el cadáver mañana, para confirmar su identidad, pero no me cabe ninguna duda. Lo siento.

Devlin se giró hacia la ventana y se alejó otra vez, con la muñeca presionada contra la boca, perdido y con una mirada salvaje.

– Oh, Dios -dijo Margaret-. Oh, Dios, Jonathan…

– ¿Qué le ha pasado? -interrumpió Devlin con dureza-. ¿Cómo ha…? ¿Cómo…?

– Me temo que se trata de un asesinato -respondió Cassie.

Margaret se incorporó de la silla con movimientos lentos, como si estuviera debajo del agua.

– ¿Dónde está?

Las lágrimas resbalaban por su rostro, pero su voz sonaba inquietantemente calmada, casi enérgica.

– Nuestro equipo médico la está examinando -explicó Cassie con suavidad.

Si Katy hubiera muerto de otra forma, quizá los habríamos acompañado hasta donde se hallaba su cadáver. Pero tal como estaba, con el cráneo abierto y el rostro cubierto de sangre… Cuando le practicaran la autopsia, al menos los del depósito limpiarían ese manto innecesario de horror.

Margaret miró a su alrededor, aturdida y palpándose de forma mecánica los bolsillos de la falda.

– Jonathan, no encuentro mis llaves.

– Señora Devlin -dijo Cassie mientras apoyaba una mano en su brazo-, me temo que aún no podemos llevarla con Katy. Tienen que examinarla los médicos. En cuanto pueda verla la avisaremos.

Margaret se apartó de ella y se dirigió a la puerta con movimientos lentos, pasándose una mano torpe por la cara para enjugarse las lágrimas.

– Katy. ¿Dónde está?

Cassie lanzó una mirada suplicante a Jonathan, pero éste estaba con las dos palmas apoyadas en el cristal de la ventana y mirando afuera sin ver nada, respirando demasiado rápido y demasiado fuerte.

– Por favor, señora Devlin -dije yo en tono apremiante y procurando interponerme entre ella y la puerta de una forma no excesivamente molesta-. Le prometo que la llevaremos con Katy en cuanto podamos, pero por ahora no puede verla. Simplemente no es posible.

Se me quedó mirando, con los ojos enrojecidos y la boca abierta.

– Mi niña -jadeó.

Sus hombros se desplomaron y empezó a llorar con unos sollozos profundos, roncos y desenfrenados. Dejó caer la cabeza hacia atrás y permitió que Cassie la cogiera con cuidado por los hombros y la sentara otra vez en su silla.

– ¿Cómo ha muerto? -preguntó Jonathan, que seguía con la mirada fija a través de la ventana. Fueron unas palabras borrosas, como si tuviera los labios entumecidos-. ¿De qué manera?

– No lo sabremos hasta que los facultativos hayan terminado de examinarla -le dije-. Les mantendremos informados de cualquier avance.

Oí unos pasos ligeros que bajaban las escaleras; la puerta se abrió de golpe y apareció una chica en el umbral. Detrás de ella estaba Jessica, aún en el recibidor, chupándose un mechón de pelo mientras nos observaba.