– ¿Qué pasa? -preguntó la chica entrecortadamente-. Oh, Dios…, ¿es Katy?
Nadie contestó. Margaret se mordió un puño con la boca, mudando sus sollozos en unos horribles sonidos ahogados. La chica miró una cara tras otra y sus labios se separaron. Era alta y delgada, con rizos castaños que le caían por la espalda y de una edad indeterminada; tendría unos dieciocho o veinte años, pero iba maquillada mucho mejor que ninguna adolescente que yo haya conocido y llevaba pantalones negros de sastre y zapatos de tacón alto, una camisa blanca que parecía cara y un pañuelo de seda violeta alrededor del cuello. Su presencia vital y eléctrica llenaba la habitación. En esa casa resultaba absoluta e insólitamente incongruente.
– Por favor -me dijo. Su voz sonó alta, clara y expresiva, con un acento de presentadora de informativos que no encajaba con el de Jonathan y Margaret, blando y típico de la clase trabajadora de una localidad pequeña-. ¿Qué ha pasado?
– Rosalind -dijo Jonathan. La voz le salió ronca, y se aclaró la garganta-. Han encontrado a Katy. Está muerta. Alguien la ha matado.
Jessica emitió un ruido leve y sin palabras. Rosalind lo miró un instante; luego sus párpados se agitaron y se tambaleó con una mano extendida hacia el marco de la puerta. Cassie le rodeó la cintura y la sostuvo hasta el sofá.
Rosalind recostó la cabeza en los cojines y le dedicó a Cassie una sonrisa débil y agradecida; ésta se la devolvió.
– Necesito un poco de agua -susurró.
– Ya voy yo -dije.
En la cocina -linóleo fregado, mesa y sillas barnizadas de falso rústico- abrí el grifo y eché un vistazo rápido a mi alrededor. No había nada digno de mención, salvo que uno de los armarios superiores contenía una colección de tubos de vitaminas y, detrás, un bote de Valium de tamaño industrial con una etiqueta hecha para Margaret Devlin.
Rosalind se bebió el agua e inspiró hondo varias veces, con una fina mano encima del esternón.
– Llévate a Jess arriba -le ordenó Devlin.
– Por favor, deja que me quede -pidió Rosalind, alzando la barbilla-. Katy era mi hermana… Le haya pasado lo que le haya pasado puedo… puedo escucharlo. Ya estoy bien. Siento haber… Estaré bien, de verdad.
– Preferiríamos que Rosalind y Jessica se quedasen, señor Devlin -dije-. Es posible que sepan algo que pueda sernos de ayuda.
– Katy y yo estábamos muy unidas -explicó Rosalind con la vista levantada hacia mí. Tenía los ojos de su madre, grandes y azules, con ese punto curvado en las comisuras. Se alejaron por encima de mi hombro-. Oh, Jessica -dijo con los brazos extendidos-. Jessica, cariño, ven aquí.
Jessica pasó por delante de mí, con un destello brillante en los ojos como si fueran los de un animal, y se apretó contra Rosalind en el sofá.
– Lamento mucho importunar en un momento como éste -comencé-, pero tenemos que hacerles algunas preguntas lo antes posible para que nos ayuden a averiguar quién hizo esto. ¿Se sienten capaces de hablar ahora o prefieren que volvamos dentro de unas horas?
Jonathan Devlin se acercó una silla de la mesa, la dejó en el suelo de un golpe y se sentó tragando saliva.
– Mejor ahora -dijo-. Pregunte.
Poco a poco nos lo contaron todo. Habían visto a Katy por última vez el lunes por la tarde. Tuvo clase de danza en Stillorgan, a unos kilómetros hacia el centro de Dublín, desde las cinco hasta las siete. Rosalind se la encontró en la parada de autobús hacia las 19.45 y fueron andando a casa. («Dijo que se lo había pasado muy bien -comentó Rosalind con la cara inclinada sobre sus manos entrelazadas; una cortina de pelo le caía sobre el rostro-. Era una bailarina maravillosa… Consiguió plaza en la Real Escuela de Danza, ¿saben? Iba a marcharse dentro de unas semanas…»; Margaret sollozó y Jonathan se agarró a los brazos de su silla convulsivamente.) Luego, Rosalind y Jessica se fueron a casa de su tía Vera, al otro lado de la urbanización, para pasar la noche con sus primas.
Después de comer algo -tostada con alubias y zumo de naranja-, Katy salió a pasear al perro de un vecino; era su trabajo del verano, que le permitía ganar dinero para la escuela de danza. Volvió a las nueve menos diez aproximadamente, se bañó y vio la televisión con sus padres. Se fue a la cama a las diez en punto, como solía hacer en verano, y estuvo leyendo unos minutos antes de que Margaret le dijera que apagase la luz. Jonathan y Margaret vieron la tele hasta tarde y se fueron a acostar poco antes de medianoche. De camino a la cama Jonathan, como tenía por costumbre, comprobó que la casa estuviera segura: puertas y ventanas cerradas y cadena echada en la puerta principal.
A las 7.30 de la mañana siguiente, se levantó y se fue a trabajar -era cajero en un banco- sin ver a Katy. Notó que la cadena ya no estaba echada en la puerta principal, pero supuso que Katy, que era muy madrugadora, se habría ido a casa de su tía para desayunar con sus hermanas y primas. («A veces lo hace -dijo Rosalind-. Le gustan las frituras, y mamá… en fin, por las mañanas mamá está demasiado cansada para cocinar.» Se oyó un sonido horrible y desgarrado procedente de Margaret.) Las tres chicas tenían llaves de la puerta principal, explicó Jonathan, por si acaso. A las 9.20, cuando Margaret se levantó y fue a despertar a Katy, ésta no estaba. Margaret esperó un rato, creyendo, como Jonathan, que la niña se había levantado temprano y había ido a casa de su tía; luego llamó a Vera, sólo para asegurarse, y a todos los amigos de Katy; después telefoneó a la policía.
Cassie y yo nos sentamos incómodos en los brazos de las sillas. Margaret lloraba silenciosa pero continuadamente; al cabo de un rato Jonathan salió de la habitación y volvió con una caja de pañuelos. Una mujer pequeña como un pajarito y con los ojos saltones -la tía Vera, supuse- bajó las escaleras de puntillas y se quedó en el pasillo unos minutos, estrujándose las manos insegura, y luego se retiró lentamente a la cocina. Rosalind le frotó a Jessica sus miembros mustios.
Katy, dijeron, era una buena niña, inteligente aunque no excepcional en el colegio, y una apasionada de la danza. Tenía carácter, dijeron, pero últimamente no había discutido con ningún familiar o compañero; nos dieron los nombres de sus mejores amigas para que lo comprobáramos. Nunca se había escapado de casa ni nada por el estilo. En los últimos tiempos se la veía feliz, emocionada porque entraría en la escuela de danza. Aún no salía con chicos, dijo Jonathan, sólo tenía doce años, por el amor de Dios; pero vi a Rosalind lanzarle una mirada veloz a él y después a mí, y tomé nota mentalmente de hablar con ella sin que sus padres estuvieran presentes.
– Señor Devlin -dije-, ¿cómo era su relación con Katy?
Jonathan me miró fijamente.
– ¿De qué coño me está acusando? -exclamó.
Jessica soltó una risa estridente e histérica, y me sobresalté. Rosalind se mordió los labios y negó con la cabeza, mirándola a ella y con el ceño fruncido, y luego le dio una palmadita y dibujó una sonrisita tranquilizadora. Jessica agachó la cabeza y volvió a meterse un mechón de pelo en la boca.
– Nadie le está acusando de nada -dijo Cassie con firmeza-, pero tenemos que asegurarnos de contemplar y descartar todas las posibilidades. Si nos dejamos algún cabo suelto, cuando cojamos a esa persona, cosa que haremos, la defensa puede esgrimirlo como duda razonable. Sé que será doloroso responder a estas preguntas, pero le prometo, señor Devlin, que aún lo sería más ver a esa persona absuelta porque no las hicimos.
Jonathan respiró por la nariz y se relajó un poco.
– Mi relación con Katy era estupenda -contestó-. Hablaba conmigo. Estábamos unidos. Yo… puede que la convirtiera en mi favorita. -Hubo un tic de Jessica y una mirada veloz de Rosalind-. Discutíamos igual que todos los padres e hijos, pero era una hija maravillosa, una niña maravillosa, y yo la quería.