Por primera vez se le quebró la voz; apartó la cabeza, furioso.
– ¿Y usted, señora Devlin? -preguntó Cassie.
Margaret despedazaba un pañuelo en su regazo; levantó la vista, obediente como un niño.
– Desde luego, todas son estupendas -dijo, con voz profunda y temblorosa-. Katy era… un regalo. Siempre fue una niña tranquila. No sé qué vamos a hacer sin ella -dicho entre pucheros.
No preguntamos a Rosalind ni a Jessica. Los niños tienden a ser poco sinceros sobre sus hermanos y hermanas en presencia de los padres, y cuando un niño ha mentido, sobre todo si es tan joven y está tan descolocado como Jessica, la mentira se cristaliza en su mente y la verdad se retrotrae. Más tarde intentaríamos obtener el permiso de los Devlin para hablar con Jessica -y con Rosalind, si era menor de edad- a solas. Me daba la sensación de que no iba a ser fácil.
– ¿Se le ocurre a alguno de ustedes quién podría querer hacer daño a Katy por algún motivo? -quise saber.
Por un instante nadie dijo nada. Entonces Jonathan retiró su silla y se levantó.
– Dios mío -dijo. Su cabeza iba adelante y atrás como la de un toro encabritado-. Esas llamadas.
– ¿Qué llamadas? -pregunté.
– Dios, lo mataré. ¿Dice que la han encontrado en la excavación?
– ¡Señor Devlin! -lo urgió Cassie-. Siéntese y cuéntenos lo de esas llamadas.
Lentamente se concentró en ella. Aunque tomó asiento, su mirada continuaba abstraída, y yo habría apostado a que en el fondo pensaba en el mejor modo de dar caza a quienquiera que hubiera hecho esas llamadas.
– Saben lo de la autopista que harán encima del yacimiento arqueológico, ¿no? -empezó-. La mayoría de la gente de por aquí está en contra. A algunos les interesa más cuánto se revalorizarán sus casas con eso pasando junto a la urbanización, pero la mayoría… Eso tenía que declararse patrimonio cultural. Es único y es nuestro, y el gobierno no tiene derecho a destruirlo sin preguntarnos siquiera. Aquí en Knocknaree hemos empezado una campaña, «No a la Autopista». Yo soy el presidente; yo la convoqué. Formamos piquetes en edificios gubernamentales y escribimos cartas a políticos. Para lo que ha servido…
– ¿No ha tenido mucha respuesta? -le pregunté.
Hablar de su causa le tranquilizaba. Y yo estaba intrigado: al principio me había parecido un pobre hombre oprimido, no la clase de persona que lidera una cruzada, pero era evidente que había más en él de lo que se veía a primera vista.
– Pensé que sólo era burocracia, nunca quieren hacer cambios. Pero las llamadas telefónicas me hicieron pensar… La primera fue avanzada la noche; el tío dijo algo como «Escúchame, gordo cabrón, no tienes ni idea de dónde te estás metiendo». Pensé que se habían equivocado de número, colgué y volví a la cama. No fue hasta la segunda vez cuando me acordé y até cabos.
– ¿Cuándo se produjo esa primera llamada? -quise saber. Cassie tomaba nota.
Jonathan miró a Margaret y ella sacudió la cabeza mientras se enjugaba los ojos con el pañuelo.
– Un día de abril… puede que a finales de abril. La segunda fue el tres de junio, hacia las doce y media de la noche: me lo apunté. Katy llegó la primera; no tenemos teléfono en nuestro dormitorio, está en el recibidor, y ella tiene el sueño muy ligero. Me contó que al descolgar él dijo: «¿Eres la hija de Devlin?», y ella contestó: «Soy Katy»; y éclass="underline" «Katy, dile a tu padre que se aleje de la puñetera autopista, porque sé dónde vivís». Entonces le arranqué el auricular y él comentó algo parecido a: «Tienes una niña muy dulce, Devlin». Le contesté que no volviera a llamar a mi casa y colgué.
– ¿Recuerda algo de su voz? -pregunté-. ¿El acento, la edad…? Lo que sea. ¿Le sonaba de algo?
Jonathan tragó saliva. Estaba intensamente concentrado, aferrado a ese tema como a un salvavidas.
– No me hizo pensar en nada. No era joven. Voz aguda. Tenía acento de campo, pero ninguno que sepa identificar; no era de Cork ni del norte, no era tan característico. Sonaba… Pensé que igual estaba borracho.
– ¿Hubo otras llamadas?
– Una más, hace unas semanas. El trece de julio, a las dos de la madrugada. Lo cogí yo. Era el mismo tipo, que decía: «¿Estás…?». -Lanzó una mirada a Jessica. Rosalind la rodeaba con un brazo y la mecía con suavidad mientras le murmuraba en el oído-. «¿Estás escuchando, Devlin? Intenté advertirte de que dejaras en paz la mierda de autopista. Te vas a arrepentir. Sé dónde vive tu familia.»
– ¿Lo denunció a la policía? -inquirí.
– No -contestó con brusquedad.
Yo esperaba alguna explicación, pero no me dio ninguna.
– ¿No estaba preocupado?
– La verdad -dijo, con una mirada que reflejaba una terrible mezcla de aflicción y desafío- es que estaba encantado. Creí que eso significaba que estábamos consiguiendo algo. Fuera quien fuese, no se habría molestado en llamarme si la campaña no se hubiera convertido en una verdadera amenaza. Pero ahora… -De repente se encorvó hacia mí, mirándome fijamente a los ojos y con los puños apretados. Tuve que esforzarme para no retroceder-. Si averiguan quién hizo esas llamadas, dígamelo. Dígamelo. Quiero que me lo prometa.
– Señor Devlin -respondí-, le prometo que haremos todo cuanto esté en nuestras manos para averiguar quién fue y si tiene algo que ver con la muerte de Katy, pero no puedo…
– Atemorizó a Katy -dijo Jessica, con voz ronca y tímida.
Creo que todos nos sobresaltamos. Yo me asusté tanto como si los brazos de la silla hubieran entrado en la conversación; había empezado a preguntarme si esa niña era autista o tenía alguna minusvalía.
– Ah, ¿sí? -respondió Cassie con calma-. ¿Qué te dijo ella?
Jessica la contempló como si acabaran de formularle una pregunta incomprensible. Empezó a desviar otra vez la mirada; de nuevo se retrotrajo hacia su estado de aturdimiento.
Cassie se inclinó hacia delante.
– Jessica -dijo con suavidad-, ¿quién más asustó a Katy?
La niña balanceó levemente la cabeza y movió la boca. Extendió una mano delgada y cogió la manga de Cassie.
– ¿Esto es de verdad? -susurró.
– Sí, Jessica -dijo Rosalind con dulzura. Cogió la mano de Jessica y atrajo a su hermana hacia ella, acariciándole el pelo-. Sí, Jessica, es de verdad.
Jessica miraba por debajo de su brazo, con los ojos abiertos de par en par y extraviados.
No tenían conexión a internet, cosa que descartaba la posibilidad, profundamente deprimente, de que algún chiflado chateara con ella desde cualquier parte de medio mundo. Tampoco tenían sistema de alarma, pero eso no lo consideré relevante: a Katy no la había raptado de la cama un intruso. La habíamos encontrado completa y cuidadosamente vestida -«sí, siempre iba conjuntada», dijo Margaret; se lo había pegado su profesora de danza, a la que adoraba- con ropa de calle. Apagó la luz y esperó a que sus padres estuvieran dormidos y luego, en algún momento de la noche o a primera hora de la mañana, se levantó, se vistió y se fue a alguna parte. La llave de su casa estaba en su bolsillo, señal evidente de que tenía pensado regresar.
Registramos su dormitorio de todos modos, para buscar pistas de adónde podía haber ido y por la obvia y brutal posibilidad de que Jonathan o Margaret la hubiesen matado y luego lo hubieran amañado todo para que pareciese que había salido viva de casa. Compartía habitación con Jessica. La ventana era muy pequeña y la bombilla demasiado tenue, lo que se sumaba a la espeluznante sensación que me transmitía la casa. La pared del lado donde dormía Jessica, un tanto inquietante, estaba cubierta de fotos de obras artísticas idílicas y desbordantes de luz: meriendas impresionistas, hadas de Arthur Rackham, paisajes de las escenas más alegres de Tolkien… («Se las di todas yo -nos informó Rosalind desde el umbral-. ¿Verdad, bicho?» Jessica asintió mirándose los pies.) La pared de Katy, menos sorprendentemente, se ceñía al tema de la danza: fotos de Barishnikov y Margot Fonteyn que parecían recortadas de guías de televisión, una imagen en papel de periódico de Pavlova, su carta de admisión en la Real Escuela de Danza y un dibujo bastante bonito hecho a lápiz de una bailarina, con una dedicatoria: «Para Katy, 21-3-03. ¡Feliz cumpleaños! Con cariño, papá», escrito en una esquina del soporte de cartón.