El pijama blanco que Katy se había puesto el lunes por la noche estaba hecho un gurruño sobre la cama. Lo metimos en una bolsa por si acaso, junto con las sábanas y su teléfono móvil, que estaba apagado y en su mesita de noche. No escribía diario («Empezó uno hace un tiempo, pero al cabo de un par de meses se aburrió y lo “perdió” -explicó Rosalind, metiendo la palabra entre comillas y dedicándome una pequeña, triste y cómplice sonrisa- y nunca se preocupó por empezar otro»), pero cogimos libretas de colegio, una vieja agenda de deberes y cualquier cosa cuyos garabatos pudieran darnos alguna pista. Cada niña tenía un minúsculo escritorio con chapa de madera, y en el de Katy había una latita circular que contenía un revoltijo de gomas para el pelo; reconocí, con una leve y súbita punzada, dos acianos de seda.
– Uf -suspiró Cassie cuando dejamos atrás la urbanización y salimos a la carretera. Se pasó las manos por el pelo, despeinándose los rizos.
– He visto ese nombre en algún sitio, no hace mucho -dije-. Jonathan Devlin. Cuando volvamos lo buscaré en el ordenador por si tiene algún expediente.
– Dios, casi deseo que resulte tan sencillo -comentó Cassie-. Hay algo muy pero que muy jodido en esa casa.
Me alegraba -me aliviaba, en realidad- que lo hubiera dicho ella. Había muchas cosas de los Devlin que me parecieron inquietantes: Jonathan y Margaret no se habían tocado ni una vez y apenas se habían mirado; donde cabría esperar un hormiguero de vecinos curiosos o compasivos, sólo estaba la enigmática tía Vera; parecía como si cada miembro de esa familia viniera de un planeta completamente distinto… Pero yo me sentía tan nervioso que no estaba seguro de poder confiar en mis impresiones, así que estuvo bien saber que a Cassie también le chirriaba algo. No es que sufriera una crisis o hubiese perdido la cabeza; sabía que volvería a estar bien en cuanto pudiera irme a casa y sentarme a solas para asimilar todo eso; pero aquella primera visión de Jessica casi me había provocado un ataque al corazón, y advertir de que se trataba de la gemela de Katy no había resultado tan tranquilizador como pudiera pensarse. En aquel caso había demasiadas paralelas sesgadas y escurridizas, y no lograba quitarme de encima la incómoda sensación de que, en cierto modo, eran deliberadas. Cada coincidencia era como una botella arrastrada por el mar y tirada en la arena a mis pies, con mi nombre cuidadosamente grabado en el vidrio y un mensaje dentro en algún código indescifrable y burlón.
Cuando entré en el internado les dije a mis compañeros de habitación que tenía un hermano gemelo. Mi padre era un fotógrafo aficionado bastante bueno, y un sábado de ese verano, al vernos ensayar un nuevo truco con la bici de Peter -cogíamos velocidad por encima del murete de su jardín, que nos llegaba a la rodilla, y salíamos volando al llegar al final-, nos hizo repetirlo una y otra vez durante media tarde mientras él, agachado en el césped, cambiaba de lentes, hasta agotar un rollo de película en blanco y negro y conseguir la imagen que buscaba. Aparecemos en el aire; yo conduzco y Peter está en el manillar con los brazos extendidos, y ambos tenemos los ojos bien cerrados y la boca abierta (unos gritos agudos y toscos de chavales), con el pelo ondeando en un halo encendido; y estoy casi seguro de que justo después de que se hiciera la foto nos caímos y derrapamos por el césped y mi madre regañó a mi padre por animarnos. Este adoptó un ángulo desde el que no se ve el suelo y parece que estemos volando, venciendo la gravedad rumbo al cielo.
Pegué la foto en un pedazo de cartón y la guardé en el cajón de mi mesita de noche, donde se nos permitían dos fotos familiares, y conté a los demás chicos historias detalladas -algunas ciertas, otras imaginadas y seguro que inverosímiles- sobre las aventuras que vivíamos mi gemelo y yo durante las vacaciones. Él iba a otra escuela, dije, una de Irlanda, porque nuestros padres habían leído que es más sano para los gemelos estar separados; estaba aprendiendo a ser jinete.
Cuando volví en el segundo curso me di cuenta de que sólo era cuestión de tiempo que me metiera en problemas terriblemente embarazosos con esa historia de los gemelos (por ejemplo, si algún compañero se encontraba a mis padres en el día del Deporte y les preguntaba tan contento por qué no había venido Peter), por lo que guardé la foto en casa -metida en una rendija del colchón, como un sucio secreto- y dejé de mencionar a mi hermano, con la esperanza de que todos se olvidasen de él. Cuando un chico llamado Hull -que era de los que arrancan las patas a los bichos en su tiempo libre- notó mi inquietud y sacó el tema, acabé explicándole que aquel verano un caballo había tirado a mi hermano y había muerto de una conmoción cerebral. Pasé casi todo ese año temiendo que el rumor sobre la muerte del hermano de Ryan llegara hasta los profesores y, por mediación de ellos, hasta mis padres. Visto ahora, por supuesto, estoy casi seguro de que así fue, y de que los profesores, informados ya de la leyenda de Knocknaree, decidieron mostrarse comprensivos y sensibles -aún me muero de vergüenza al pensar en ello- y dejar que el rumor se extinguiera por sí solo. Creo que me libré por muy poco: si la década de los ochenta llega a estar un par de años más avanzada, tal vez me hubieran enviado a un orientador infantil que me habría obligado a compartir mis sentimientos con unas marionetas.
Con todo, lamenté tener que prescindir de mi gemelo. Me resultaba reconfortante saber que Peter estaba vivo y practicando equitación en algún rincón de un par de docenas de mentes. Si Jamie hubiera salido en la foto seguramente habría dicho que éramos trillizos, y me habría costado bastante más salir de ésa.
Cuando regresamos al yacimiento, los periodistas ya habían hecho acto de presencia. Les solté el rollo preliminar estándar (yo me encargo de esta parte, dado que tengo más aspecto de adulto responsable que Cassie): se trataba del cadáver de una niña, no revelaríamos el nombre hasta que todos los parientes estuvieran informados, había sido una muerte considerada sospechosa, cualquiera que tuviera alguna información debía contactar con nosotros, sin comentarios, sin comentarios, sin comentarios.
– ¿Es esto obra de algún culto satánico? -preguntó una mujer voluminosa con unos pantalones de esquí poco favorecedores, a la que ya habíamos visto otras veces.
Trabajaba para uno de esos diarios sensacionalistas en los que tanto gustan los titulares con juegos de palabras.
– No hay ninguna prueba que lo sugiera -contesté con aire de superioridad.
Nunca la hay. Los cultos satánicos homicidas son la versión detectivesca de los yetis: nadie ha visto nunca ninguno y no se ha demostrado que existan, pero una huella grande y borrosa en los medios de comunicación se convierte en una hueste que farfulla y echa espuma por la boca, por lo que debemos actuar como si al menos nos tomásemos la idea con visos de seriedad.
– Pero la han encontrado en un altar que los druidas usaban para sacrificios humanos, ¿no? -insistió la mujer.
– Sin comentarios -respondí automáticamente.
Acababa de comprender qué me recordaba esa mesa de piedra, con su profundo surco en el borde: las mesas de autopsia del depósito, con hendiduras para drenar la sangre. Había estado tan ocupado preguntándome si la reconocía desde 1984 que no se me había ocurrido que la había visto hacía sólo unos meses. Dios.
Por fin los periodistas se rindieron y empezaron a dispersarse. Cassie se había quedado sentada en las escaleras de la caseta de los hallazgos, fundiéndose en el paisaje mientras tomaba nota de todo. Cuando vio a la periodista voluminosa que acosaba a Mark, quien salía de la cantina para dirigirse a las letrinas, se levantó y se dirigió hacia ellos, asegurándose de que Mark la viera. Vi que ambos cruzaban la mirada por encima del hombro de la reportera; un minuto después, Cassie meneó la cabeza, divertida, y los dejó solos.