– ¿De qué iba eso? -quise saber, mientras sacaba las llaves de la caseta.
– Le está dando una conferencia sobre el yacimiento -dijo Cassie, sacudiéndose el trasero de los vaqueros y sonriendo-. Cada vez que ella intenta preguntar algo sobre el cadáver, él contesta: «Un segundo», y sigue con su sermón sobre cómo va a destruir el gobierno el descubrimiento más importante desde Stonehenge, o se pone a explicar los asentamientos vikingos. Me encantaría quedarme a mirar; creo que esa mujer al fin se ha topado con la horma de su zapato.
El resto de los arqueólogos apenas añadió nada destacable, salvo el Chico Escultor, que se llamaba Sean y pensaba que debíamos considerar la posibilidad de que hubiera un vampiro implicado. Se dejó de tonterías cuando le enseñamos la foto, pero aunque, como los demás, había visto a Katy o tal vez a Jessica varias veces por el yacimiento -en ocasiones con otros críos de su edad y otras con una chica mayor que encajaba con la descripción de Rosalind-, ninguno había visto a alguien extraño observándola ni nada parecido. De hecho nadie había presenciado nada siniestro, aunque Mark añadió: «Excepto los políticos que vienen a sacarse fotos frente a su legado antes de cargárselo. ¿Quieren descripciones?». Tampoco nadie recordaba al Chándal Fantasma, lo que reforzó mis sospechas de que sería algún tipo perfectamente normal que había salido de la urbanización para dar un paseo, cuando no un amigo imaginario de Damien. En todas las investigaciones hay alguien así, gente que te hace perder una cantidad ingente de tiempo debido a su obsesión por decir lo que consideran que quieres oír.
Todos los arqueólogos de Dublín -Damien, Sean y unos cuantos más- habían estado en sus casas las noches del lunes y el martes; el resto estuvo en la casa alquilada, a unos pocos kilómetros de la excavación. Hunt, que desde luego resultó ser bastante lúcido en cuanto a arqueología se refiere, había estado en su casa de Lucan con su mujer. Confirmó la teoría de la periodista voluminosa de que la piedra en la que habían abandonado a Katy era un altar sacrificial de la Edad de Bronce.
– No podemos estar seguros de si se trataba de sacrificios humanos o animales, naturalmente, aunque la… esto… la forma sugiere sin duda que podían ser humanos. Tiene las dimensiones adecuadas, ya saben. Un artefacto muy poco común. Significa que esta colina fue un enclave de una importancia religiosa inmensa durante la Edad de Bronce, ¿entienden? Es realmente una pena… esa carretera.
– ¿Han encontrado algo que sugiera tal cosa? -pregunté.
Si era así, nos llevaría meses poder rescatar nuestro caso del frenesí mediático y New Age.
Hunt me miró con expresión dolida:
– La ausencia de pruebas no es la prueba de una ausencia -me dijo, en tono de reproche.
El suyo fue el último interrogatorio. Estábamos guardando nuestras cosas cuando el técnico llamó a la puerta de la caseta y asomó la cabeza.
– Esto… Hola. Sophie me ha dicho que les diga que hemos terminado por hoy y que hay otra cosa que tal vez les interese ver.
Habían recogido los indicadores y la mesa de piedra volvía a yacer sola en el campo; en un principio el yacimiento entero pareció desierto; los periodistas se habían marchado hacía rato y todos los arqueólogos se habían ido a casa excepto Hunt, que se disponía a subirse a un Ford Fiesta mugriento. En ese momento salíamos de entre las casetas y vi un destello blanco entre los árboles.
La rutina familiar y monótona de los interrogatorios me había calmado considerablemente (Cassie llama a estas entrevistas preliminares de fondo la fase «nada» del caso: nadie ha visto nada, nadie ha oído nada y nadie ha hecho nada), pero aun así sentí que algo me recorría el espinazo al adentrarnos en el bosque. No era miedo, sino más bien como esa repentina inyección de alerta cuando alguien te despierta gritando tu nombre, o cuando un murciélago chilla volando demasiado alto como para que lo oigas. El sotobosque era denso y blando; hojas caídas desde hacía años se hundían bajo mis pies, y los enormes árboles filtraban la luz hasta reducirla a un resplandor verde y agitado.
Sophie y Helen nos esperaban en un claro minúsculo, unos cien metros adentro.
– No lo he tocado, para que pudierais echarle un vistazo -dijo Sophie-, pero quiero meter toda esta porquería en bolsas antes de que nos quedemos sin luz natural. No pienso instalar el equipo de iluminación.
Alguien había usado ese claro para acampar. En un espacio del tamaño de un saco de dormir las ramas estaban más despejadas, y las capas de hojas aplastadas; a unos metros de distancia había los restos de una hoguera, en un círculo amplio de tierra baldía. Cassie silbó.
– ¿Es la escena del crimen? -pregunté, sin grandes esperanzas; de ser así, Sophie habría interrumpido los interrogatorios.
– Imposible -contestó-. Hemos buscado huellas dactilares; no hay signos de lucha ni una gota de sangre; hay una gran mancha cerca del fuego, pero ha dado negativo, y por el olor tengo casi la certeza de que es vino tinto.
– Vaya, un campista de categoría -comenté, alzando las cejas.
Me había imaginado a algún vagabundo asilvestrado, pero debido a las leyes del mercado los indigentes medios de Irlanda le dan a la sidra fuerte o al vodka barato. Por un instante pensé en una pareja con ganas de aventura o sin otro lugar al que ir, pero el espacio allanado apenas era lo bastante amplio para una persona.
– ¿Has encontrado algo más?
– Comprobaremos las cenizas por si alguien quemó ropa ensangrentada o algo parecido, pero parece madera sin más. Tenemos las huellas de unas botas, cinco colillas y esto. -Sophie me entregó una bolsa con cierre marcada con rotulador. La sostuve bajo la luz cambiante y Cassie se puso de puntillas para ver por encima de mi hombro: un pelo largo, claro y ondulado-. Lo he encontrado junto al fuego -explicó Sophie mientras apuntaba con el pulgar un indicador de pruebas de plástico.
– ¿Tienes idea de cuánto hace que acamparon aquí? -preguntó Cassie.
– No ha llovido encima de la ceniza. Comprobaré las precipitaciones de la zona, pero donde vivo llovió a primera hora de la mañana del lunes, y sólo estoy a unos tres kilómetros. Al parecer alguien estuvo aquí anoche o la noche anterior.
– ¿Puedo ver esas colillas? -le pedí.
– Cómo no.
Encontré una mascarilla y unas pinzas en mi maletín y me agaché junto a uno de los indicadores cerca de la hoguera. La colilla era de un cigarro de liar, delgado y consumido hasta el final; alguien cuidadoso con el tabaco.
– Mark Hanly fuma picadura -señalé mientras me erguía-. Y tiene el pelo largo y claro.
Cassie y yo nos miramos. Eran más de las seis, O'Kelly llamaría en cualquier momento para que nos reuniéramos con él y la conversación que necesitábamos mantener con Mark iría para largo, aun suponiendo que lográramos desentrañar las carreteras secundarias y encontrásemos la casa de los arqueólogos.
– Olvídalo, ya hablaremos con él mañana -dijo Cassie-. Quiero ir a ver a la profesora de danza por el camino. Y me muero de hambre.
– Es como tener un cachorro -le expliqué a Sophie.
Helen pareció sorprendida.
– Sí, pero uno con pedigrí -replicó Cassie alegremente.
Mientras atravesábamos el yacimiento de regreso al coche (tenía los zapatos hechos un desastre, tal como me había advertido Mark, con mugre marrón rojizo incrustada en cada juntura, y se trataba de un par bastante bonito; me consolé con la idea de que el calzado del asesino estaría en las mismas e inconfundibles condiciones), me di la vuelta para mirar el bosque y vi de nuevo ese destello blanco: eran Sophie, Helen y el técnico, moviéndose de aquí para allá entre los árboles, silenciosos y vigilantes como fantasmas.