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Éste es mi trabajo, y no te dedicas a algo así -o, si lo haces, no duras mucho- si no tienes cierta afinidad con sus prioridades y exigencias. Lo que quiero dejar claro antes de empezar mi historia son estas dos cosas: anhelo la verdad. Y miento.

Éste es el expediente que leí al día siguiente de convertirme en detective de homicidios. Volveré sobre esta historia una y otra vez y de muchas formas distintas. Puede que sea poca cosa, pero es mía: ésta es la única historia del mundo que nadie excepto yo podrá contar nunca.

La tarde del martes 14 de agosto de 1984, tres niños -Germaine (Jamie) Elinor Rowan, Adam Robert Ryan y Peter Joseph Savage, todos ellos de doce años- estaban jugando en la calle donde vivían, en la pequeña localidad de Knocknaree, en el condado de Dublín. Era un día despejado y cálido, así que muchos vecinos se encontraban en sus jardines y numerosos testigos vieron a los niños en distintos momentos a lo largo de la tarde, haciendo equilibrios sobre el muro del final de la calle, montando en bicicleta y columpiándose con un neumático.

En aquella época Knocknaree estaba muy poco poblada y había un bosque bastante grande junto a la zona urbanizada, separado de ésta por un muro de metro y medio de altura. Hacia las 15.00 horas, los tres niños dejaron las bicicletas en el jardín delantero de los Savage y le dijeron a la señora Angela Savage, que se encontraba allí tendiendo la colada, que se iban a jugar al bosque. Lo hacían a menudo y conocían bien aquella parte de la arboleda, así que la señora Savage no temía que se perdieran. Peter llevaba un reloj de muñeca y ella le pidió que estuviera de vuelta hacia las 18.30 para la merienda. La vecina de al lado, la señora Mary Therese Corry, confirmó esta conversación y varios testigos vieron cómo los niños saltaban el muro al final de la calle y se adentraban en el bosque.

Como a las 18.45 Peter aún no había vuelto, su madre llamó a las madres de los otros dos niños, suponiendo que habrían ido a jugar a casa de alguno de ellos. Ninguno había regresado. Peter Savage era un niño en el que se podía confiar, así que en un primer momento los padres no se preocuparon; presumieron que los niños se habrían distraído jugando y se habrían olvidado de mirar la hora. Cuando faltaban aproximadamente cinco minutos para las siete, la señora Savage se acercó al bosque desde su calle, se adentró un poco y llamó a los niños. No obtuvo respuesta y no vio ni oyó nada que le indicara que hubiera alguien por allí.

Volvió a casa para servir el té a su marido, el señor Joseph Savage, y a sus cuatro hijos pequeños. Después de la merienda, el señor Savage y el señor John Ryan, padre de Adam Ryan, se adentraron un poco más en el bosque, llamaron a los niños y tampoco obtuvieron respuesta. A las 20.25, cuando empezaba a oscurecer, a los padres empezó a preocuparles seriamente que los niños pudieran haberse perdido, así que la señorita Alicia Rowan (madre soltera de Germaine), que tenía teléfono, llamó a la policía.

Se inició una búsqueda en el bosque. Por entonces ya había cundido el temor de que los niños se hubieran escapado. La señorita Rowan había decidido que Germaine iría a un internado de Dublín, donde permanecería de lunes a viernes para volver a Knocknaree los fines de semana; estaba previsto que partiera al cabo de quince días y a los tres niños les había disgustado mucho la idea de separarse. No obstante, un registro preliminar de los dormitorios de los chicos reveló que no faltaba ropa, ni dinero ni efectos personales. La hucha de Germaine, con forma de muñeca rusa, contenía 5,85 libras y estaba intacta.

A las 22.20, un agente con linterna encontró a Adam Ryan en una densa zona cercana al centro del bosque, de pie con la espalda y las palmas contra un gran roble. Estaba escarbando el tronco con las uñas, con tanta fuerza que éstas se le habían roto en la corteza. Parecía llevar allí algún tiempo, aunque no había respondido a las llamadas del equipo de rescate. Lo llevaron al hospital. Se llamó a la Unidad de Perros Adiestrados y buscaron a los dos niños desaparecidos hasta un punto no muy alejado de donde habían hallado a Adam Ryan; allí los animales empezaron a confundirse y perdieron el rastro.

Cuando me encontraron, llevaba pantalón corto vaquero, una camiseta blanca de algodón, calcetines blancos y zapatillas de deporte blancas con cordones. Éstas estaban muy manchadas de sangre, pero los calcetines no tanto. Un análisis posterior de la distribución de las manchas demostró que la sangre había calado en el calzado desde dentro hacia fuera, y en los calcetines, en menor concentración, de fuera hacia dentro. La conclusión fue que me habían quitado las zapatillas y habían derramado sangre en su interior; más tarde, cuando ésta empezó a coagularse, me las habían vuelto a calzar, y la sangre se había transferido a los calcetines. La camiseta tenía cuatro desgarros, de entre cinco y diez centímetros de largo, que surcaban la espalda en diagonal desde la mitad del omoplato izquierdo hasta la parte de atrás de las costillas derechas.

No tenía heridas, salvo unos rasguños leves en las pantorrillas, unas astillas bajo las uñas que luego se demostró que coincidían con la madera del roble y un profundo arañazo en cada rótula, que en ambos casos empezaba a formar costra. Hubo ciertas dudas sobre si me los había hecho en el bosque o no, pues una niña más pequeña, Aideen Watkins, de cinco años, que había estado jugando en la calle afirmó que me había visto caer desde el muro aquel mismo día y aterrizar sobre mis rodillas. Sin embargo, su testimonio varió al repetirlo y no se consideró fidedigno. Yo estaba prácticamente en estado catatónico: no me moví voluntariamente durante casi treinta y seis horas y no hablé en otras dos semanas. Cuando lo hice, no recordaba nada desde que había salido de casa esa tarde hasta el examen médico en el hospital.

Comprobaron la sangre de mis zapatillas y calcetines para averiguar el grupo sanguíneo -los análisis de ADN no eran una opción en la Irlanda de 1984- y descubrieron que era A positivo. Mi sangre también resultó ser de ese grupo; sin embargo, se consideró improbable que de los arañazos de mis rodillas, aunque eran profundos, pudiera haber brotado sangre suficiente para empaparme tanto el calzado. Dos años atrás, previamente a una apendicetomía, habían comprobado el grupo sanguíneo de Germaine Rowan y, según su historial, también ella era A positivo. Peter Savage, a pesar de que su grupo sanguíneo no constaba en ninguna parte, fue descartado como fuente de las manchas: sus padres resultaron ser del tipo O, lo que hacía imposible que él pudiera pertenecer a otro. A falta de una identificación concluyente, los investigadores no pudieron descartar la posibilidad de que la sangre procediera de un cuarto individuo, ni de que tuviera múltiples orígenes.

La búsqueda se prolongó toda la noche del 14 de agosto y durante las siguientes semanas: grupos de voluntarios peinaron los campos y colinas cercanos, se exploró cada ciénaga conocida, todas las alcantarillas de la zona y unos submarinistas inspeccionaron el río que atravesaba el bosque, todo sin resultado. Catorce meses después, el señor Andrew Raftery, un vecino del lugar que paseaba su perro por el bosque, distinguió un reloj de muñeca entre la maleza, a unos cincuenta metros del árbol en el que me habían encontrado. Era un reloj peculiar: en la esfera había un dibujo de un jugador de fútbol en plena acción y la manecilla pequeña tenía un balón en la punta, y el señor y la señora Savage lo identificaron como el que había pertenecido a su hijo Peter. La señora Savage confirmó que éste lo llevaba la tarde de su desaparición. La correa de plástico parecía haber sido arrancada de la esfera metálica con cierta fuerza, tal vez al engancharse con una rama baja mientras Peter huía. El departamento técnico identificó algunas huellas dactilares parciales en la correa y en la esfera; todas encajaban con las huellas encontradas en las pertenencias de Peter.