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Capítulo 4

La Academia de Baile Cameron estaba encima de un videoclub en Stillorgan. Afuera, en la calle, tres chicos con pantalones anchos daban bandazos con el monopatín subiendo y bajando de un murete mientras chillaban. La profesora ayudante -una joven extremadamente hermosa llamada Louise, ataviada con maillot negro, zapatillas de ballet y un falda plisada del mismo color que le llegaba a las pantorrillas; Cassie me miró con expresión divertida cuando la seguíamos escaleras arriba- nos hizo pasar y nos dijo que Simone Cameron estaba terminando una clase, así que aguardamos en el descansillo.

Cassie se desvió hacia un tablón de anuncios de corcho colgado en la pared, y yo miré a mi alrededor. Había dos aulas, con unas ventanitas circulares en la puerta: en una de ellas, Louise enseñaba a un grupo de niñas pequeñas cómo hacer la mariposa o el pájaro o lo que fuera; en la otra, una docena de chiquillas con maillots blancos y medias rosas cruzaban el aula en parejas, con una serie de saltos y giros, al son del Valse des Fleurs que sonaba en un viejo disco rayado. Por lo que vi había, por decirlo de alguna manera, un amplio abanico de niveles. La mujer que les enseñaba tenía el pelo blanco y recogido en un moño apretado, pero su cuerpo era enjuto y recto como el de una joven atleta; llevaba el mismo atuendo negro que Louise y sostenía un puntero, con el que daba golpecitos en los tobillos y los hombros de las niñas mientras les gritaba instrucciones.

– Mira esto -dijo Cassie con calma.

El póster mostraba a Katy Devlin, aunque tardé un segundo en reconocerla. Llevaba un blusón blanco de gasa y alzaba una pierna tras de sí en un arco imposible y sin esfuerzo aparente. Debajo ponía, en letra grande: «¡Mandemos a Katy a la Real Escuela de Danza! ¡Ayudémosla a hacer que nos sintamos orgullosos!», y daba los detalles sobre la recaudación de fondos: Parroquia de St. Alban, 20 de junio, 19.00 horas, Noche de Danza con las Alumnas de la Academia de Baile Cameron. Entradas: 10/7€. La recaudación serviría para pagar la matrícula de Katy. Me pregunté qué pasaría ahora con el dinero.

Debajo del póster había un recorte de prensa con una artística imagen de Katy en la barra; sus ojos, en el espejo, observaban al fotógrafo con una seriedad penetrante e intemporal. «La pequeña bailarina de Dublín emprende el vuelo», The Irish Times, 23 de junio: «Sé que echaré de menos a mi familia, pero no puedo esperar más -dice Katy-. Siempre he querido ser bailarina, desde los seis años. No puedo creer que vaya a serlo. A veces me despierto pensando que a lo mejor lo he soñado». Sin duda, ese artículo habría atraído donaciones para la matrícula de Katy (un dato más que tendríamos que comprobar), pero a nosotros nos había hecho un flaco favor: los pedófilos también leen el periódico de la mañana y ésa era una foto que llamaba la atención, y el campo de sospechosos potenciales acababa de ampliarse para incluir a la mayor parte del país. Eché un vistazo al resto de los anuncios: se vende tutú de la talla 7-8; ¿estaría interesado alguien de la zona de Blackrock en compartir coche para ir y volver de la clase de nivel medio?

La puerta del aula se abrió y una ola de conjuntadas niñas pequeñas nos pasó de largo, mientras parloteaban, se empujaban y soltaban chillidos a la vez.

– ¿Puedo ayudarles? -se ofreció Simone Cameron desde el umbral.

Tenía una voz hermosa, profunda como la de un hombre sin resultar masculina, y era mayor de lo que había pensado: su rostro huesudo mostraba unas líneas hondas e intrincadas. Caí en la cuenta de que nos había confundido con unos padres interesados en informarse sobre clases de danza para su hija y, por un instante, sentí el impulso de seguirle la corriente, preguntarle por matrículas y horarios y marcharme, dejándole que perviviera la ilusión de su alumna estrella un poco más de tiempo.

– ¿Señora Cameron?

– Simone, por favor -dijo.

Tenía unos ojos extraordinarios, casi dorados, inmensos y de pesados párpados.

– Soy el detective Ryan y ella es la detective Maddox -repetí por enésima vez ese día-. ¿Podríamos hablar unos minutos con usted?

Nos guió hacia el interior del aula y dispuso tres sillas en un rincón. Un espejo abarcaba la totalidad de una larga pared y tres barras que la recorrían a distintas alturas; podía ver mis propios movimientos con el rabillo del ojo. Moví la silla para dejar de verme.

Le conté a Simone lo de Katy; ahora me tocaba a mí esa parte. Esperaba que rompiese a llorar pero no lo hizo; echó la cabeza hacia atrás y las líneas de su rostro parecieron ahondarse aún más, pero eso fue todo.

– Katy vino a clase el lunes por la tarde, ¿verdad? -pregunté-. ¿Cómo se comportó?

Muy poca gente soporta el silencio, pero Simone Cameron era una persona fuera de lo común: aguardó, sin moverse, con un brazo apoyado en el respaldo de su silla, hasta sentirse preparada para hablar.

– Como de costumbre -dijo al cabo de un buen rato-. Ligeramente sobreexcitada, tardó unos minutos en poder calmarse y concentrarse, pero era naturaclass="underline" apenas faltaban unas semanas para que se fuera a la Real Escuela de Danza. A lo largo del verano se había ido excitando cada vez más. -Volvió la cabeza muy levemente-. Ayer por la tarde faltó a clase, pero supuse que volvía a estar enferma y nada más. Si hubiese telefoneado a sus padres…

– Ayer por la tarde ya estaba muerta -dijo Cassie con suavidad-. Usted no podría haber hecho nada.

– ¿Ha dicho «enferma»? -inquirí-. ¿Lo había estado hace poco?

Simone sacudió la cabeza.

– No, hace poco no. Pero no es una niña fuerte. -Sus párpados cayeron un instante, ocultándole los ojos-. Era. -Volvió a alzar la vista hacia mí-. Llevo seis años impartiendo clases a Katy. Durante algunos de ellos, puede que cuando tenía nueve, enfermaba muy a menudo. Su hermana Jessica también, pero en su caso se trataba de resfriados, tos… creo que simplemente es delicada. En cambio, Katy sufría períodos de vómitos y diarreas. A veces era tan grave que tenían que hospitalizarla. Los médicos creyeron que padecía algún tipo de gastritis crónica. Tenía que haber ido a la Real Escuela de Danza el año pasado, ¿saben?, pero sufrió un episodio agudo a finales de verano y decidieron operarla para averiguar algo más; cuando se recuperó, el curso estaba demasiado avanzado para incorporarse. Tuvo que presentarse a otra prueba esta primavera.

– ¿Ya habían desaparecido esos ataques? -pregunté.

Necesitábamos imperiosamente el historial médico de Katy.

Simone sonrió al recordar; fue un gesto leve y desgarrador; su mirada parpadeó lejos de nosotros.

– Me preocupaba que no estuviera lo bastante sana para el entrenamiento, las bailarinas no pueden permitirse faltar a muchas clases por enfermedad. Cuando este año aceptaron a Katy, un día me quedé después de clase y le advertí de que tendría que acudir a la consulta de un doctor hasta averiguar qué era lo que iba mal. Katy me escuchó, luego sacudió la cabeza y dijo, solemne como si hiciera una promesa: «No volveré a ponerme enferma». Traté de insistirle en que aquello no era algo que pudiese ignorar, que su carrera podía depender de ello, pero fue todo lo que dijo. Y, de hecho, no ha estado enferma desde entonces. Pensé que tal vez hubiera superado lo que fuera que tuviese; pero la fuerza de voluntad puede ser muy poderosa, y Katy tiene… tenía mucha.

La otra clase empezaba a salir. Oí voces de padres en el rellano y hubo otro torrente de piececillos y parloteo.

– ¿A Jessica también le dio clases? -quiso saber Cassie-. ¿Se presentó a la prueba de la Real Escuela de Danza?

En los primeros estadios de una investigación, a menos que tengas un sospechoso evidente, lo único que puedes hacer es averiguar lo máximo posible sobre la vida de la víctima y esperar que algo dispare la alarma; y yo estaba bastante seguro de que Cassie llevaba razón: debíamos saber más cosas sobre la familia Devlin. Y Simone Cameron deseaba hablar. Lo vemos a menudo: gente desesperada por seguir hablando porque en cuanto se detengan nos iremos y se quedarán a solas con lo que ha ocurrido. Nosotros escuchamos, asentimos y nos mostramos comprensivos, y tomamos nota de todo lo que dicen.